El desalojo del lenguaje

Comunicar una crisis no es sencillo. ¿Qué tal lo está haciendo el Gobierno? ¿Es tan maquiavélico como asegura la izquierda?

Cuando a mi cuñado le preguntaban de pequeñito qué quería ser de mayor, respondía sin pestañear: “Hombre primitivo”. Yo suelo decirle que lo ha conseguido. No va por ahí con una piel de oso y un mazo, pero la ropa que lleva no es mucho más sofisticada (aún conserva los calzoncillos verdes que le dieron en la mili) y no se calla nunca lo que piensa.

A mí, por el contrario, mis padres me enseñaron que la amabilidad es la primera obligación moral y eso ha permitido que me exhiban sin graves daños en sociedad, pero también me ha puesto muchas veces al borde de la hipocresía (o plenamente zambullido en ella).

Me imagino que en algún lugar entre mi cuñado y yo está ese punto ideal en torno al que debe girar una convivencia civilizada, pero no es algo que el común de los mortales busquemos obsesivamente, porque nuestra supervivencia tampoco depende de caerle bien a toda la especie, sino a unos pocos individuos selectos: el jefe, la pareja, los suegros, etcétera.

Con los políticos es diferente. Su carrera sí depende de que sepan ser agradables sin faltar a la verdad, o de que sepan decir la verdad sin ser desagradables. El problema es que hay veces en que la verdad es tan desagradable que no se puede decir sin arruinar la carrera. Los asesores en comunicación han desarrollado algunas técnicas paliativas, como echarle la culpa a otro, negar la evidencia o inventarse palabras. En esto último es en lo que los profesores Gonzalo Abril, María José Sánchez Leyva y Rafael R. Tranche dicen que el PP es un maestro. Lo llaman “la ocupación del lenguaje”. Según escribían el sábado en El País, la derecha ha desarrollado una “neolengua” orwelliana que se apropia de términos tradicionales de la izquierda (como libertad o reforma) para arropar la desnudez de su modelo neoliberal y “ejercer la hegemonía cultural mediante el control de las representaciones colectivas” (signifique eso lo que signifique).

Cualquier experto en ‘marketing’ sabe lo importante que es dar con una buena palabra. ‘Preferente’, por ejemplo, es una palabra buenísima. Es deuda perpetua, porque no tiene fecha de vencimiento, pero a nadie se le ocurriría comercializar un producto que suena a cadena perpetua. ‘Preferente’, por el contrario, está llena de connotaciones positivas, aunque la preferencia consista en que, en caso de liquidación de la sociedad, sus titulares cobran antes que los accionistas y después que todos los demás.

Los financieros siempre han tenido mucho talento para los nombres: vehículo de inversión, crédito estructurado de alta gama, fondo de apalancamiento mejorado… Tras esas etiquetas se ocultaba un material más tóxico que el plutonio, pero durante años las mentes más brillantes de las finanzas mundiales pujaron enfebrecidamente por él.

Comparados con los banqueros de Wall Street, los dirigentes ‘populares’ son unos aprendices escasamente aventajados. A la amnistía fiscal la han llamado “proceso de regularización de activos ocultos” y al programa de recortes de Castilla-La Mancha, “plan de garantía de los servicios sociales”. Creo que Abril, Sánchez Leyva y Tranche hacen un favor al PP cuando tildan de “ocupación del lenguaje” este patético esfuerzo de comunicación.

No digo que en Génova no intenten manipular la realidad a su favor, pero nunca han tenido la fe de los marxistas o los fascistas en la propaganda. Piensan que el buen paño en el arca se vende, que su superior capacidad de gestión acabará por granjearles el favor popular y que no tienen por qué hacerle la pelota a nadie. Manuel Fraga fue el exponente máximo de esta escuela. Era brusco y maleducado, y echó a algún periodista de su despacho porque no traía bien preparada la entrevista, igual que si fuera una oposición a notarías. Puede pensarse que eran tiempos predemocráticos, pero sus herederos en el PP no han evolucionado mucho. Un miembro del más estrecho círculo ‘marianista’ me dijo una vez, a propósito de no recuerdo bien el qué: “Si quieres te lo explico, pero no sé si lo vas a entender”. (No lo entendí, efectivamente.) Y un diputado próximo a Aznar al que consulté sobre los ceses en una institución me espetó: “Hay que ver qué cosas tan absurdas os preocupan a la prensa” (una opinión que en otro contexto quizás hubiera compartido).

De todos modos, si algo caracteriza a la comunicación del PP no es la grosería ni la ocupación del lenguaje, sino más bien su desalojo. En cuanto vienen mal dadas, estos tíos desaparecen. Ya les pasó con la guerra de Irak. Aznar dio entonces instrucciones de que sólo hablaran del asunto tres personas: su asesor Jorge Moragas, la ministra de Exteriores Ana Palacio y él mismo. Eso supuso en la práctica la retirada de su discurso de la esfera pública, que acabó dominada por el mensaje antibelicista. Recuerdo que, en un encuentro de la FAES, un sociólogo le explicó a Moragas que la invasión nunca iba a ser popular, pero que el apoyo aumentaba cuando el Gobierno exponía sus razones. Se optó, sin embargo, por mantener un perfil bajo y, en un momento dado, menos del 2% de los españoles respaldaban la guerra. Cuando Aznar se lo dijo a Bush, éste comentó: “En Estados Unidos hay más gente que cree que Elvis Presley sigue vivo”.

Con la crisis está pasando algo parecido. Durante meses, la única estrategia de comunicación ha consistido en hablar lo menos posible de ella y en relativizar su impacto. Las comparecencias de Rajoy han sido mínimas, Javier Arenas eludió hablar de medidas impopulares durante la campaña andaluza (“Veréis como no os va a doler” vino a decir), Cristóbal Montoro negó por activa y por pasiva que fuera a subir el IVA o a recortar los sueldos de los funcionarios, y Luis de Guindos dice ahora que la reforma financiera no le va a costar dinero al contribuyente…

En vez de plantar cara a las críticas sobre el desmantelamiento del Estado de Bienestar, el PP se limita a negarlo, igual que negó en su día que la guerra de Irak fuera una guerra. Sólo muy recientemente ha dado Rajoy un paso al frente y ha empezado a decir que hará lo que tenga que hacer para sacar al país adelante: subir los impuestos, recortar las prestaciones, privatizar todo lo privatizable…

Es un discurso valiente y áspero, muy en la línea de mi cuñado, pero inevitable. Escurrir ahora el bulto no va a cortar la hemorragia de votos y sí envalentonará a la oposición, permitiéndole ocupar todo el espacio mediático y haciendo aún más difícil la ejecución de las medidas que Europa y los inversores nos reclaman (y que España debe acometer de todos modos).

Recuerdo que a Rosa Díez le preguntaron una vez por qué seguía yendo a dar conferencias a la universidad vasca, donde tantos alumnos la abucheaban e insultaban. “Es desagradable”, admitió, “pero no puedes dejar que silencien tu mensaje, porque entonces desapareces”. No se trata de ganar, sino de hacer lo que hay que hacer.

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