¿Puede una ecuación arruinar al mundo?

Hasta que Black, Scholes y Merton enunciaron su famosa fórmula, los derivados eran unos instrumentos esotéricos, que se negociaban entre unos pocos operadores. Hoy mueven 600 billones de dólares.

 “¡Han llegado a decir de mí que inventé los CDO!”, se lamenta Myron Scholes (Canadá, 1941) mientras nos dirigimos al ascensor. “Imagínese”. Luego bajamos, hablando de trivialidades, hasta el patio de la Fundación Rafael del Pino, donde se somete dócilmente a una sesión de fotografía antes de pronunciar una conferencia.

Viendo cómo traen de acá para allá a este hombre menudo, de modales suaves y aspecto decididamente inofensivo, cuesta creer que para muchos sea uno de los jinetes del apocalipsis económico. Un jinete involuntario, pero no por ello menos destructor. Scholes es el responsable de un método para calcular el precio de las opciones que The Guardian bautizó como “la ecuación que llevó la banca a la ruina”.

Hasta que Fisher Black, Robert Merton y él dieron con la fórmula, los derivados eran unos instrumentos esotéricos, que se negociaban entre unos pocos operadores. Hoy mueven 600 billones de dólares.

Una opción es un contrato que da derecho a comprar (o vender) una acción (o un bono o un índice) por una cantidad fija y hasta una fecha concreta y, en principio, determinar cuál es su precio justo parece una cuestión técnica y un poco alejada del día a día. Es sin duda mejor que calcularlo a ojo y debía de haber algún procedimiento más científico, puesto que la opción se basa en un subyacente (la acción o el bono) que tiene un precio conocido. Pero averiguarlo no dejaba de ser un pasatiempo académico, como resolver la conjetura de Poincaré o el teorema de Kronecker (que no sé ni lo que son: los he copiado de una página de la Wikipedia sobre problemas matemáticos famosos).

De hecho, el artículo en el que se enunciaba la ecuación anduvo años rodando por distintas redacciones, y el Journal of Political Economy sólo accedió a publicarlo en 1973 después de que “revisáramos y ampliáramos su aplicabilidad”, como Scholes recordaría mucho después en el discurso de aceptación del Nobel.

La fórmula resultó, sin embargo, bastante aplicable. El mercado de opciones de Chicago (Chicago Board Options Exchange) acababa de ponerse en marcha y los operadores tradicionales seguían fiándose de su olfato para comprar y vender. Pero para una nueva raza de inversores formada en las escuelas de ingeniería y las facultades de matemáticas, los quants, la ecuación de Black, Merton y Scholes fue la ley de la gravedad del universo de los derivados. De repente, todo cobraba sentido. Era como disponer de gafas infrarrojas en un cuarto a oscuras. Mientras los veteranos avanzaban tanteando las paredes y lanzando sus apuestas a bulto, los quants veían “una ensalada de derivados incorrectamente valorados con la que iban a darse un festín”.

La cita anterior procede de un artículo del físico Jeremy Bernstein (“The Einsteins of Wall Street”) y quizás alimente la creencia popular (y errónea) de que las opciones o los futuros son inventos diabólicos. En realidad, como escribe Scholes, los derivados se limitan a “separar los productos [financieros] en sus partes integrantes y venderlas por separado o recombinarlas en nuevos instrumentos”.

Por ejemplo, en 1997 David Bowie renunció a sus derechos de autor durante los siguientes 10 años a cambio de 55 millones de dólares. El rey del Glam Rock se cubría así ante cualquier contingencia (una sequía de inspiración, la pérdida del favor popular) y cedía el riesgo a un tercero.

Los agricultores llevan siglos haciendo lo mismo: se garantizan por contrato un precio para su cosecha, y eso les permite financiar la siembra. Sin el avieso especulador que se expone a que el trigo valga menos mañana, nadie dejaría dinero a los granjeros y se produciría menos comida. “Cuando una empresa puede cubrirse”, escribe Scholes, “se alienta la inversión en proyectos que de otro modo nunca habrían tenido lugar”.

Una filosofía parecida subyacía tras los CDO, esos títulos de deuda garantizada (collateralized debt obligations, en inglés) a los que se refería Scholes más arriba. Se cogían las hipotecas de una entidad, se loncheaban, se recombinaban bien recombinadas y se distribuían por todo el planeta. En principio, los préstamos más dudosos quedaban diluidos entre los de más calidad, de modo que si un descamisado dejaba de pagar una cuota en Alabama, el impacto se repartía entre todos los suscriptores del CDO, que eran además millonarios que se dedicaban a pasear en velero por el lago Leman. Como insistía una y otra vez Alan Greenspan, la ingeniería financiera estaba canalizando el riesgo hacia los agentes más preparados para asumirlo.

Desigualdad. En un momento de la entrevista, Scholes se refiere a la convexidad de los bonos y se me ha ocurrido interrumpirle. “Perdón, ¿convexidad dice usted?” Scholes levanta la frente, medita un instante y luego me lo explica.

Entonces me he acordado de Michael Lewis.

Lewis es el mejor periodista financiero del mundo. Empezó vendiendo bonos en Salomon Brothers y se conoce al dedillo la fauna de Wall Street. En How the Eggheads Cracked (Cómo los intelectuales cascaron), un reportaje que escribió para el New York Times, alertaba justamente sobre este peligro. “Si les hacías una sencilla pregunta [a los quants], le estaban dando vueltas ocho meses antes de contestarte, y luego su respuesta era tan complicada que deseabas no haberles preguntado nunca”.

Scholes le ha dado vueltas sólo ocho segundos a mi pregunta, pero he deseado igualmente no habérsela hecho. Las finanzas fueron siempre un poco misteriosas, pero, como dice Lewis, ahora se han vuelto directamente “incomprensibles”.

Hasta mediados de los 80, las mesas de contratación de los bancos de inversión estaban dominadas por personajes no excesivamente cultos, como el Gordon Gekko de Wall Street o el Sherman McCoy de La hoguera de las vanidades. Eran arrogantes y agresivos y funcionaban con mucho instinto y pocos datos, más como tahúres que como financieros. Estos dinosaurios estaban, sin embargo, a punto de verse desplazados por unos ratones de biblioteca que habían aprendido a especular leyendo a Paul Samuelson y despejando ecuaciones diferenciales. Un discreto operador llamado John Meriwether había ido reclutándolos por las mejores universidades y había formado con ellos un equipo en Salomon. Eran inseguros y educados y funcionaban con muchos datos y poco instinto, más como profesores que como financieros.

El gran acontecimiento que propiciaría el relevo fue el crash de 1987. Aquel día los Gekko/McCoy de Solomon creyeron que estaban ante el fin del mundo y obraron en consecuencia: compraron 2.000 millones de dólares en bonos del Tesoro, pensando que a la mañana siguiente los inversores aterrorizados se los quitarían de las manos.

Pero resultó que no era el fin del mundo. Y resultó que Meriwether y sus muchachos se pusieron cortos en aquellos mismos bonos. El marcador final del partido fue demoledor: Profesores, 50 millones de beneficios; Tahúres, 75 millones de pérdidas.

La caída. Scholes no trabajó en Salomon, pero sí sería consejero del siguiente proyecto de Meriwether: el Long Term Capital Management (LTCM), un hedge fund que se puso en marcha en 1994. La estrategia inversora se basaba en la misma sofisticada matemática que había permitido a los quants adueñarse de Wall Street. Ni los bancos ni el resto de los partícipes entendían muy bien lo que pasaba dentro del fondo. Sólo veían que metían muchos millones por un lado y sacaban aún más por el otro.

El mejor año del LTCM fue 1996. Obtuvo una rentabilidad del 57%. Pero en 1997 estalla la crisis asiática y los mercados empiezan a hacer cosas raras. Esto era algo que los modelos de los quants no contemplaban. Sus jugadas partían del supuesto de que en economía siempre acaba prevaleciendo la lógica. Por ejemplo, habían observado que la gente prefería los bonos del Tesoro recién emitidos a los que llevaban un tiempo en el mercado. Esto no tenía mucho sentido, porque el Estado iba a pagar al final lo mismo por un título que por otro. Pero el mundo se empeñaba en ignorar esta obviedad, proporcionando al LTCM un modo fácil de hacer dinero. Bastaba con cargarse de bonos viejos, ponerse corto en bonos nuevos y esperar a que los precios convergieran. No era una diferencia grande, pero se podía hacer una fortuna si te apalancabas lo suficiente, y eso no parecía problema para Meriwether: todo Wall Street se peleaba por confiarle sus ahorros.

Pero ya digo que en 1997 los mercados empezaron a hacer cosas raras. Y en 1998 se pusieron histéricos. El default de Rusia desató una fuga alocada hacia el refugio más seguro: el bono americano. Y no cualquier bono, sino el de emisión más reciente, que es también el más líquido. Los gestores del LTCM vieron con espanto cómo la horquilla entre los títulos viejos y los nuevos se abría, en vez de cerrarse, machacando sus posiciones. Sólo el 21 de septiembre perdieron 553 millones. Dos días después, la Reserva Federal lo rescataba para evitar que arrastraran a todo el sistema financiero.

Ensayo general. Lewis siempre abrigó muchas sospechas sobre la caída del LTCM. “¿Murió o lo mataron?”, se pregunta en How the Eggheads Cracked. Las entidades que participaron en la operación de la Fed siempre habían querido apropiarse del fondo “y la sabiduría de los jóvenes profesores”. Podrían haberle inyectado dinero para mantenerlo a flote, pero prefirieron que se hundiera para destriparlo y descubrir cómo funcionaba. “El juego de rescatar al LTCM acabó antes de empezar”, escribe Lewis. Las grandes firmas de Wall Street proclamaban que las recetas de Meriwether y Scholes habían puesto el mundo libre al borde del abismo, pero luego se dedicaron a hacer exactamente lo mismo.

Así surgió una cepa de productos “diabólicamente complicados”, que pasaban de mano en mano sin que ni los propios financieros supieran muchas veces qué era lo que vendían. Y la pregunta que muchos se hacen ahora es si la crisis del LTCM no fue un ensayo a escala de la actual. ¿Qué responsabilidad corresponde a los quants en la Gran Recesión? ¿Puede una ecuación llevar la banca a la ruina (y al mundo detrás)?

Scholes rebulle en su asiento cuando le planteo estas dudas. “Muchos productos financieros eran estúpidos”, admite, “pero no se puede culpar de todo a los quants. Los modelos de los economistas son siempre descripciones incompletas de la realidad. Además, se calibraron con datos de sólo 10 años”. Y 10 años de fuerte bonanza, con lo que “no se consideró la posibilidad de que una burbuja inmobiliaria estallara”.

Pero el problema fundamental fue la ingeniería creativa que se hizo a partir de los modelos. La idea de estructurar hipotecas en tres tramos era razonable. Al primero, que suponía el 70%, se le daba preferencia a la hora de cobrar y, dado que jamás se habían registrado morosidades del 30%, podía asignársele una triple A. Pero luego “no puedes coger los otros tramos y pensar que, si sigues troceándolos, saldrán más triples A. Si un activo es tóxico, va a seguir siéndolo por mucho que lo hagas pedacitos”.

Esto parece de sentido común, pero “en un momento dado se perdió el sentido común”. ¿Por qué? “Es una buena pregunta”, dice Scholes.

La bestia. La causa última de la Gran Recesión es para Scholes “la convicción de que habíamos aprendido a gestionar el riesgo, de que habíamos domado al tigre”. Teníamos buenas razones. “Cuando mirabas atrás, veías que cada nueva crisis había sido más breve y menos virulenta que la anterior. Tras el estallido de las puntocom el mundo se recuperó rápidamente, igual que tras la colapso ruso de 1998 o el asiático de 1997”.

Así que “los banqueros enviaron al sótano a los responsables de riesgo y se arrojaron en los brazos de los muchachos del departamento comercial. ‘Sí, claro, vamos a dar todas esas hipotecas, vamos a ganar más, no pasa nada…”

Luego, cuando despertaron, el tigre todavía estaba ahí.

Publicado en Actualidad Económica en mayo de 2012

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