En estos días de marejada keynesiana, los liberales casi tienen que salir a la calle con escolta. Pero Finn E. Kydland (Noruega, 1943) no se arruga. Su única religión son los datos y estos dicen que los mercados son indispensables para el desarrollo. Es verdad que a veces fallan, pero no crean que Kydland se deprime por ello. En absoluto. Aprovecha para ganarles algún dinero.
A todos nos ha sucedido alguna vez. Conoces una gran teoría y piensas que has encontrado la pasión definitiva. Al principio es fantástico. En el bar, en la máquina del café, en las celebraciones familiares la gran teoría puede con todo. Pero pasa el tiempo y la teoría se vuelve egoísta. Te quiere solo para ella, exige que renuncies a cada vez más pedazos de la realidad. Te peleas con los amigos que te señalan sus lagunas, discutes con el jefe, te vas aislando, pero es igual: aún crees que podrías dejarlo todo por ella.
Hasta que una tarde vuelves de la oficina y descubres que te ha dejado sin capital intelectual y se ha llevado la maleta de piel.
No guardo buen recuerdo de las teorías a las que entregué mi vida. Llámenme cínico si quieren, pero los desengaños me han enseñado a guardar las distancias y a dejarlas antes de que te dejen. “Lo siento, muñeca, pero esto se ha vuelto demasiado grande para que lo podamos manejar entre los dos”.
Y si yo les parezco poco romántico, déjenme que les hable de Finn E. Kydland. Este Nobel estuvo en Madrid hace un par de años. Lo trajo la Fundación Rafael del Pino y José Carlos Díez, el economista jefe de Intermoney, aprovechó para invitarlo a cenar. “De todos los Nobel que he conocido”, cuenta en su ameno blog, “debo reconocer que Finn es el más agradable y accesible, pero me decepcionaron profundamente sus argumentos”. Le sorprendió que Finn, como familiarmente lo llama, le propusiera ir de tapas (le encantan la fabada y los callos con garbanzos) y, sobre todo, que se resistiera a discutir. “Le costó hablar de economía, pero lo conseguimos”. José Carlos sabe ser muy persuasivo cuando quiere. Cuestionó el entusiasmo de Finn por el mercado, le preguntó si aún creía en la neutralidad de la política monetaria y, finalmente, lo acorraló ante la evidencia de que “la decidida actuación de los gobiernos y los bancos centrales” había sido “determinante para estabilizar la velocidad de circulación del dinero”. “Finn no contestó”, concluía José Carlos triunfal.
No se confundan: Finn es un duro. Si ustedes creen que Esperanza Aguirre y el PP son neoliberales, tienen que conocer a Finn. Finn sostiene que las recesiones son eficientes y que el paro es voluntario. ¿Por qué no contestó? Quizás estuviera ocupado con las tapas, pensando: “Muchacho, olvídate de la velocidad del dinero y moja pan en estos callos con garbanzos”.
O quizás no tuviera nada que contestar. Porque Finn nunca ha alardeado de tener respuestas para todo. De hecho, le dieron el Nobel en parte por demostrar que nadie las tiene. Su primer gran encargo consistió en despachar la teoría del control óptimo. Esa antigualla keynesiana defendía que, para que una economía funcionara bien, bastaba con aplicar los instrumentos correctos a los fines adecuados. Los políticos disponían de dos palancas principales, la monetaria y la fiscal, y todo el secreto radicaba en saber cuánto y cuándo tirar de cada una.
Pero Finn y su inseparable Edward Prescott demostraron en un artículo de 1977 que había un problema de inconsistencia temporal. Es como el matrimonio: lo que parece un plan ideal para el futuro deja de serlo cuando ese futuro llega. No existe el control óptimo, muchacho. Un Gobierno puede bajar los impuestos para fomentar la inversión y el bienestar, pero, si la medida tiene éxito, se sentirá tentado de subirlos para redistribuir la riqueza y fomentar el bienestar. Igual se cree muy hábil, pero el mercado le dará la espalda y la inversión y el bienestar caerán.
El único modo de que en política se hagan ciertas cosas es impedir que las hagan los políticos. La creación de bancos centrales autónomos responde a esta lógica, pero el monetario no es el único terreno en el que Finn y Ed desaconsejan la discrecionalidad. Los keynesianos viven obsesionados con lo que las autoridades deben hacer para impulsar el crecimiento, pero no tienen que hacer más, tienen que dejar de hacer. Como dice el viejo Ed, “las economías de mercado serían más prósperas si se eliminaran las barreras a la eficiencia”.
Escurrir el bulto. Todo eso está muy bien, pero ¿qué ocurre si estalla una crisis? Los liberales se pasan el día diciendo a los políticos que quiten sus sucias manos de la economía. Luego, cuando el asunto se pone feo de verdad, desaparecen como taxis en un día de lluvia.
Salvo Finn.
Escurrir el bulto nunca fue su estilo. Se lo pregunté una mañana en la Fundación Rafael del Pino, mirándolo fijamente a los ojos delante de dos vasos bien cargados de agua mineral:“¿Qué opina de los planes de estímulo?”
Finn sonrió levemente. Finn siempre sonríe.
“No veo nada equivocado en que el Gobierno aproveche una situación en que los recursos abundan y están anormalmente baratos para embarcarse en proyectos de infraestructuras que reforzarán la productividad futura”, me dijo sin pestañear. Y añadió tras una pausa: “Pero no es lo que se está haciendo. No tiene sentido poner a la gente a levantar edificios cuando aún hay muchos vacíos. Habría sido preferible asumir el coste de un mayor desempleo en el corto plazo, en lugar de malgastar el dinero de los contribuyentes”.
“Pero esos planes están contribuyendo a sostener la demanda”, le espeté sin apenas darle tiempo de reponerse. Pero, muchacho, este tipo sabe fajarse.
“Eso es una visión muy miope. Lo fundamental es el largo plazo. ¿Cómo afecta ese gasto a la actividad innovadora y la inversión? Quizás se haya reactivado el consumo temporalmente, pero la deuda pública se ha disparado y los empresarios saben que habrá que pagarla tarde o temprano. Y si creen que les van a subir los impuestos, aparcarán muchos proyectos”.
O sea, que lo que el Gobierno mete por la puerta del consumo se escapa por la ventana de la inversión. Se acabó el tiempo de los listos. Keynes pensó que si expandía la oferta monetaria, la gente se sentiría más rica y la demanda agregada crecería. Era un buen plan, pero no contaba con Milton Friedman y Robert Lucas. Esos tipos de Chicago discurren deprisa. Se dieron cuenta de que, cuando se aumentael dinero en circulación, las mayores perspectivas de inflación llevan a los trabajadores a exigir subidas salariales que se trasladan rápidamente a los precios y neutralizan cualquier efecto expansivo.
Es la hipótesis de las expectativas racionales, muchacho,y es muy consistente.Pero si las políticas monetarias eraninocentes, ¿quién se estaba cargando la economía?
Vacas gordas, vacas flacas. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, las crisis se atribuyeron a perturbaciones de la economía real: si una sequía arruinaba las cosechas o una epidemia de ántrax liquidaba a media cabaña, se producía una recesión. Pero estas teorías del ciclo real se vieron desplazadas en el siglo XX por explicaciones más técnicas. No hacían falta ni sequías ni ántrax para que la actividad se desplomara. Unos tipos de interés artificialmente bajos podían inducir un exceso de inversión que antes o después debía purgarse (Hayek). O el consumo podía frenarse en seco por un estallido de pánico (los animal spirits de Keynes).
No es que estas cosas no ocurran a veces, pero después de que Friedman y Lucas demostraran que las fluctuaciones monetarias no podían ser las principales sospechosas, el viejo Ed y Finn volvieron a centrar sus pesquisas en la economía real. Desarrollaron un modelo y vieron cómo respondía a los cambios tecnológicos. Su hipótesis era que, cuando un empresario inventa un dispositivo que le permite hacer un uso más eficiente del capital, invierte más, lo que incrementa el empleo y el consumo, generando una pequeña expansión (o una grande: pensemos en la electricidad). Y en sentido contrario, una caída de la productividad reduce la rentabilidad del capital, arrastrando la inversión, el empleo y el consumo y generando una pequeña recesión (o una grande: pensemos en las crisis del petróleo).
Parecía una buena idea, pero el mundo está lleno de buenas ideas que funcionan en la teoría y son un desastre en la práctica, como la invasión de Afganistán. Había que someterse al veredicto de los datos. Ed y Finn introdujeron la variable en su modelo. El resultado fue sorprendente: tres cuartas partes de las fluctuaciones cíclicas se debían a choques tecnológicos.
Estabilización. Mucha gente piensa que uno de los corolarios del hallazgo de Ed y Finn es que las políticas anticíclicas son innecesarias. Las recesiones son, después de todo, una respuesta eficiente a las caídas de la productividad. Una economía que fuerza a sus empresas a invertir cuando no resulta rentable quizás sea más estable, pero al precio de reducir su crecimiento potencial y, por tanto, el bienestar general. Como dice Finn, no tiene sentido disparar el gasto sin ningún criterio.
Eso no significa, sin embargo, que haya que dejar que las fluctuaciones campen a sus anchas. El sistema financiero tiende a sobrerreaccionar ante los cambios de ciclo. Los bancos extreman las cautelas a la hora de conceder préstamos y los inversores se refugian en la renta fija. Esto encarece la financiación de las empresas y puede poner a algunas en dificultades. Si la sequía crediticia es intensa y prolongada, muchas quebrarán y el cambio de ciclo se convertirá en una recesión.
Para evitar esa espiral deflacionista, las economías modernas disponen de varias herramientas: fondos de garantía de depósitos que impiden las retiradas masivas, bancos centrales que actúan como prestamistas de último recurso, transferencias que ayudan a sostener el consumo de los parados… El resultado ha sido bastante aceptable. El propio Robert Lucas admitía en 1996 que la política monetaria de la posguerra había aislado con bastante éxito a Estados Unidos de las fluctuaciones. Hasta que estalló el problema de las subprime, llevaba 70 años sin experimentar ninguna depresión grave.
Economistas de agua dulce. Quienes sigan regularmente a Paul Krugman y Joseph Stiglitz se imaginarán seguramente que la macroeconomía es un mundo sin ley, sacudido por cruentos ajustes de cuentas entre el clan de los keynesianos y los sicarios neoliberales, pero esa guerra entre economistas de agua dulce (Chicago y Minnesota) y economistas de agua salada (Harvard y Stanford) “persiste sólo en los diarios”, como dice el presidente del banco de la Reserva Federal de Minneapolis, Narayana Kocherlakota (vaya nombrecito). “Existe un amplio consenso de que una parte nada trivial de las fluctuaciones agregadas son eficientes”, escribe, pero también hay acuerdo en que “algunas formas de estabilización son útiles”.
Ese romántico idealismo del economista de tertulias que va a la televisión o a la radio a matarse por una gran teoría se lleva poco en la élite de la profesión. Los Nobel que he conocido eran todos gente práctica, que no tenían inconveniente en cambiar de caballo a mitad de carrera si eso les permitía correr más. Sabían que, a la postre, la arrogancia siempre es un mal negocio. Y no estoy hablando sólo en sentido figurado. A Finn, por ejemplo, le encantan los mercados, pero no se deja deslumbrar por ellos. “Son indispensables para el crecimiento a largo plazo”, me dijo aquella mañana en la Rafael del Pino, “pero hay sectores demasiado grandes para dejarlos caer. Ellos lo saben y, si no los regulas, asumen muchos riesgos y acaban pasando cosas desagradables”.
“¿Y usted no vio venir la crisis?”
Finn siempre sonríe, ya lo he dicho antes. Pero esta vez me pareció advertir un brillo especial.
“No voy a decirle que estuviera seguro de que todo fuese a suceder como finalmente sucedió. Pero mis colegas financieros me habían explicado el modo absurdo en que los bancos habían estado concediendo y refinanciando hipotecas sin hacer preguntas y eso no podía acabar bien. En enero de 2008 era ya muy consciente de que las cosas iban fatal y decidí ponerme corto en el S&P [Standard & Poor’s, el índice de la bolsa de Nueva York]. Desde el punto de vista de mis finanzas personales, 2008 ha sido uno de los mejores años de mi vida”.
Entiéndelo, muñeca: el mercado es maravilloso, pero nadie renuncia a un buen fajo de billetes por una teoría.
Publicado en Actualidad Económica en julio de 2010