Es muy bonito repartir la fabricación del A-380 entre Hamburgo y Toulouse, pero plantea problemas formidables.
El sábado por la noche mi mujer me dijo: “Ven al dormitorio, que te quiero enseñar una cosa que he aprendido en un vídeo japonés”. “Vaya”, pensé. Luego resultó que lo que había aprendido era a doblar camisetas en dos movimientos. “Es origami, papiroflexia oriental. ¿Verdad que es increíble?” “Claro”, dije sin ocultar cierta decepción.“¿Y dónde te enseñan estas cosas?” “En una convivencia para directivos”, respondió francamente orgullosa. Debo confesar que nunca he tenido una opinión muy elevada de esas convivencias para directivos y el origami no ha ayudado a mejorarla. Leí una vez en Fortune que una operadora de telecomunicaciones tenía a sus empleados haciendo avioncitos de papel los fines de semana. Ahora se ha puesto de moda traer al uruguayo que se estrelló en los Andes para que cuente a los ejecutivos cómo sobrevivió comiéndose a sus compañeros muertos. ¿Para qué? Si eso ya lo saben. Ellos se comen a sus compañeros vivos.
Le pregunto al redactor de management que me explique qué sentido tienen estas convivencias y me confirma lo que ya sospechaba. “Se trata de crear un buen ambiente de trabajo”. Entiéndanme: yo no estoy en contra de un buen ambiente de trabajo, pero se exagera su efecto sobre la productividad. La experiencia revela que, sin un poco de sana presión, la gente se desmanda. Es triste, pero es así. La vida está organizada en distintos ámbitos y en cada uno de ellos prevalece un principio diferente. La familia es (teóricamente) el espacio del amor, la empresa el de la eficacia y la política el de la justicia.
Tomemos, por ejemplo, la familia. Estaría muy bien poder decirle a tu hijo: “Estás despedido. Tu cuarto es una pocilga y has llegado tres veces tarde este mes”. Luego podrías fichar al hijo del vecino, que estudia Industriales y te sujeta la puerta cuando llegas cargado de la compra. Pero no se hace.
Y cuando el líder sindical de una empresa convoca una huelga para reclamar mejoras salariales, el patrono no le dice: “Mira, muchacho, no puedo subirte el sueldo, pero ¿quién te quiere a ti más?” Tampoco se hace.
Lo que sí se hace es mezclar los órdenes empresarial y político. “Acuérdense de la izquierda [francesa] en 1981”, escribe André Comte-Sponville en El capitalismo, ¿es moral? “¿Qué decía a propósito del paro? En sustancia, lo siguiente: acabar con el paro es una cuestión de voluntad política. Dos septenios más tarde el paro era el doble”. A la ley de las 35 horas sólo le faltó añadir: “El Parlamento decreta que esta ley será creadora de empleo”.
El problema de Airbus tiene mucho que ver con esta confusión de ámbitos. Es muy bonito repartir la fabricación del fuselaje del A-380 entre Francia y Alemania, pero plantea unos problemas de coordinación formidables. Los 250 kilómetros de cableado que han traído de Hamburgo no casan con los 250 que tenían listos en Toulouse y, al final, los retrasos del programa han llevado la compañía al borde del abismo.
El mundo de la empresa es a veces despiadado y el amor y la justicia deben tener su sitio, pero ése no es el asiento del conductor. Ahí conviene poner a gente capaz. “¿Qué es preferible?”, se pregunta Comte-Sponville.“¿Un buen médico o un médico bueno? Yo prefiero ser cuidado por un buen médico, aunque no cure más que por amor al dinero, que por un médico incompetente que, con mucha humanidad y desinterés, me deje morir a fuego lento”.