Cómo se fabrica una ovación

Ningún sondeo da una mayoría rotunda a los partidarios de la independencia, pero no seamos ingenuos. Ni los referéndums ni las ovaciones en pie son el resultado de una unanimidad previa y espontánea. Se preparan.

 Hace unos meses, mi hijo Miguel se licenció en Derecho. La ceremonia se celebró en una gigantesca carpa de Tres Cantos y, aparte del rector y un prestigioso abogado, hablaron dos alumnos. El rector, el prestigioso abogado y el primer alumno recibieron una ovación cortés, pero contenida. Sin embargo, el público se puso en pie tras las palabras del segundo alumno. A mí no me parecieron especialmente emotivas, pero, según me explicó mi hijo, sus compañeros se habían juramentado para saltar de sus asientos en cuanto acabara y arrastraron al resto del auditorio.

Me imagino que cada uno de los presentes tendría su opinión sobre la calidad de la intervención, pero la decisión de ponerse en pie no depende únicamente de eso. Los familiares del alumno estarían encantados de sumarse acríticamente al brote de euforia. Otros asistentes que siguieran el discurso con la moderada concentración propia de las circunstancias también se levantarían, quizás para no parecer que no habían sabido apreciar el ingenio del orador, o porque no querían resultar innecesariamente groseros. Por último, empujados por la marea general, se alzarían de sus asientos hasta los que opinaban que la intervención había sido francamente mala.

John H. Miller y Scott E. Page, dos economistas de la Universidad de Michigan, desarrollaron hace unos años un modelo para explicar cómo se desatan estas dinámicas (“The Standing Ovation Problem”) y comprobaron que es perfectamente posible que un auditorio acabe en pie “aunque la mayoría no haya disfrutado”. Un factor determinante es la disposición del público: a veces quienes saltan de sus asientos están al fondo de la sala y su gesto pasa inadvertido; pero si ocupan las primeras filas y se alzan como un solo hombre, quienes estén justo detrás tendrán la impresión de que todo el mundo está en pie menos ellos. Si además no tienen aún formado un juicio claro sobre lo que han visto, pueden concluir que están siendo injustos con la obra. Y si detectan finalmente entre los erguidos a conocidos con los que no quieren indisponerse, es muy difícil que no cedan al entusiasmo general.

“Por supuesto”, escriben Miller y Scott, “determinar si ‘El fantasma de la ópera’ merece o no una ovación en pie es de escasa (o nula) trascendencia global”, pero supongamos que no se trata de aplaudir una representación, sino de votar a favor o en contra de la secesión. Los promotores de la autodeterminación saben que ni los referéndums ni las ovaciones son el resultado de una unanimidad previa y espontánea. Se preparan. Por eso insisten en dar la palabra a la ciudadanía en cuanto vislumbran la menor posibilidad de sacar adelante su objetivo.

Julio Camba decía que los políticos no buscan una solución para los problemas, sino problemas para su solución. Esto es doblemente cierto en el caso del nacionalismo vasco y catalán. Lleva años tratando de convencer a sus conciudadanos de que el resto de los españoles los explotamos, un razonamiento poco consistente con el hecho de que sus regiones están entre las más prósperas del país. Pero el discurso tramposo de que la separación facilitaría la salida de la crisis ha calado hondo y CiU es el único partido en el poder cuyas expectativas de voto han mejorado a pesar de los recortes.

Así que el momento no puede ser más oportuno para forzar la ovación. El equivalente a la primera fila sería la clase política nacionalista. Aunque hay más gente opinando, su visibilidad es menor, y la omnipresencia del discurso secesionista en los medios afines alimenta entre los discrepantes la impresión de que todo el mundo esté en pie menos ellos.

Hay, por supuesto, otras fuerzas que contrarrestan esta deriva centrífuga. Siglos de historia compartida han creado una tupida madeja de intereses económicos que hacen difícil cualquier ruptura. La prensa de Madrid anda estos días llena de cálculos que revelan lo ruinosa que sería la independencia para Cataluña, y es previsible que, aparte de José Manuel Lara, otros muchos empresarios decidieran abandonar la región. Pero los promotores de la secesión no van a quedarse mano sobre mano mientras un puñado de plutócratas arruina su Arcadia feliz. Primero intentarán disuadirles por las buenas, pero en seguida pasarán a la coerción pura y dura (pasquines, pintadas, manifestaciones espontáneas), y la intervención de las fuerzas de seguridad para proteger a los presuntos traidores se interpretará como una injerencia intolerable. Después de décadas de ‘abertzalismo’, sabemos bien cómo funciona esta espiral y cómo en muchos pueblos de Guipúzcoa ha terminado en la aclamación de los nacionalistas.

Los sondeos tampoco reflejan un apoyo rotundo a la independencia. Aunque los secesionistas son últimamente mayoría, en ninguna comunidad superan aún el 50%. Y una considerable proporción de catalanes (71,8%) y vascos (67,3%) se siente orgullosa de lo que los españoles hemos hecho juntos en los últimos 30 años.

Por desgracia, el modelo de Miller y Scott demuestra que las ovaciones en pie se dan incluso cuando la representación sólo convence a un 30% del auditorio. Como en la graduación de mi hijo, basta un grupo de jóvenes resueltos para poner en marcha el rodillo.

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