Durante siglos, la gloria se consideró un modo de recompensar el esfuerzo. Ahora se fabrica.
Cuando era joven pensaba que había que publicar una novela para hacerse famoso, pero es justo al revés: hay que hacerse famoso para publicar una novela. Es lógico. Por malo que sea lo que escriba Madonna, la promoción está hecha. La fama garantiza al editor un volumen de ventas; el talento literario, no.
Durante siglos, la gloria se consideró un modo de recompensar el esfuerzo: había que conquistar las Galias, cruzar el Atlántico en una avioneta precaria o curar la lepra. Pero la demanda de celebridades se ha vuelto insaciable. Las televisiones deben llenar 24 horas diarias de programación y todas las semanas hay que vender toneladas de papel cuché. La industria del espectáculo no puede esperar a que las guerras, el deporte o la medicina le suministren héroes y se los inventa. La fama ya no se alcanza. Se contrae como una enfermedad venérea o se fabrica directamente en los laboratorios de Gran Hermano y Operación Triunfo.
La popularidad ha dejado de ser una herramienta auxiliar para la venta de discos y funciona como una industria autónoma. Si antes los cantantes salían en las revistas del corazón porque se casaban, ahora se casan para salir en las revistas del corazón. La ceremonia ya no está sujeta a los caprichos de los novios, sino a las exigencias de los patrocinadores. La iglesia la elige el director de fotografía de la publicación que contrata la exclusiva. Los muebles los ponen los fabricantes para el reportaje y luego se los llevan. Ni siquiera el cariño es sincero, pero, lejos de ser un inconveniente, abre nuevas vías de ingreso: la sospecha de que la boda ha sido un montaje garantiza tu presencia en platós en los que carniceros titulados te descuartizan y exhiben tus menudillos a la consideración general. “La gente es famosa por divulgar cosas que hace 15 años habría procurado mantener en secreto”, observa The Economist.
Todo esto es una revolución democrática. La sociedad de consumo de masas ha puesto la fama al alcance de cualquiera, igual que el piso en la playa o el navegador digital. No se necesita ningún talento especial, incluso puede resultar contraproducente: el negocio de Ronaldo se resiente tras un mal partido; Pocholo no corre ese riesgo.
Pero, ay, siempre que las clases populares ocupan un nuevo territorio, éste pierde glamur. Ser famoso se ha vuelto incluso vulgar y algunos millonarios empiezan a gastar verdaderas fortunas para disfrutar del lujo definitivo: el anonimato.
Publicado originalmente en La Gaceta de los Negocios