Ser irracional es a veces bastante racional. A veces…
Hace unas semanas, el extractor de la cocina empezó a hacer un ruido ensordecedor. Lo apagamos, pero persistía un murmullo; como un aleteo. Avisamos al técnico, que tardó 10 días en aparecer. “No sabe cuánto le agradezco lo deprisa que ha venido”, le dijo mi mujer sin ningún asomo de ironía. “Creemos que se nos ha metido un pájaro”. El hombre sacó un destornillador. “¿Uno?”, dijo al cabo de unos minutos. Había cuatro. Debió de colarse uno, los demás lo vieron y fueron detrás. “Como en Hitchcock”, pensé. Mi hermano, que con los años se va volviendo algo misántropo, hizo otra comparación menos piadosa: “Como en Fórum Filatélico”. Dice que hace falta ser un cabeza de chorlito para invertir en sellos.
No es una opinión aislada. Mucha gente está convencida de que estas cosas sólo les pasan a pobres descerebrados. Es una conclusión tranquilizadora. Dado que cada uno de nosotros partimos del supuesto fácilmente demostrable de que somos listísimos, siempre estaremos a salvo. Por desgracia, la vida diaria está llena de ejemplos que confirman que nos dejamos arrastrar por los demás bastante más de lo que nos gusta reconocer. ¿Por qué algunos restaurantes de la costa están atestados de turistas, cuando a la vuelta de la esquina hay otros vacíos donde los maltratarían por un precio similar? Es un problema de información. Nadie lleva a cabo un trabajo de campo para determinar cuál es el mejor restaurante. Se mete en el que ve más lleno, porque, al fin y al cabo, si toda esa gente está ahí dentro será por algo (aunque probablemente toda esa gente ha acabado ahí dentro después de realizar el mismo razonamiento).
Durante mucho tiempo se pensó que la opinión pública se formaba mediante un debate en el que individuos libres e iguales intercambiaban argumentos hasta que la posición más sensata prevalecía. Pero parece que no. Las personas no nos documentamos exhaustivamente sobre todas las cuestiones que nos afectan antes de tomar partido. No podríamos hacer otra cosa. Nos comportamos más bien como gorrones. Siempre hay uno que se molesta en ir a clase y pasar los apuntes a limpio. ¿Para qué duplicar esfuerzos? Los demás esperamos en la cafetería y luego los fotocopiamos.
La estrategia del gorrón no se emplea sólo para cuestiones intrascendentes, como elegir restaurante u obtener una licenciatura universitaria. ¿Cuándo fue la última vez que se leyó usted un programa político? ¿Y cómo acabó tanto listo pillado en la burbuja tecnológica? La mayoría no sabía nada de bolsa, pero no soportaba el aire suficiente con que su cuñado le decía cada vez que coincidían en un bautizo: “Menudo pelotazo he dado con Worldcom”. Y si lo soportaba, seguro que su mujer no. “Todo el mundo forrándose menos nosotros. Parecemos idiotas”.
La presión del discurso dominante llega a ser tan abrumadora, que pocos se atreven a cuestionarlo. La esclavitud era natural hace dos siglos y, cuando las sufragistas empezaron a exigir el voto, tropezaron con la hilaridad general. Otro caso estremecedor es el Holocausto. En Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt explica que los nazis “no eran ni perversos ni sádicos, sino […] aterradoramente normales”. El responsable de la deportación de millones de judíos resultó un tipo banal, que siempre acababa refugiándose en la obediencia debida: “Hice lo que me mandaban”. El acto más depravado de la modernidad fue fruto de una cierta pereza de pensar.
Publicado originalmente en La Gaceta de los Negocios.
Veo que sucumbiste al embrujo de la blogosfera jaja. ¡Bienvenido!