Los amigos de mis amigos ya no son mis amigos

Por qué, como dice Gladwell, la próxima revolución no vendrá por Twitter.

El pasado miércoles, de buena mañana, me crucé con mi hijo por el pasillo de casa. Yo salía del baño, él iba a clase. “Ha ganado Obama”, le informé. “Ya lo sé”, me dijo, “me he enterado por Twitter”.

Averiguar el resultado de las elecciones por la radio me había llevado mi buen cuarto de hora. Había tenido que soportar al menos cinco minutos de anuncios y otros 10 de apasionante debate sobre lo que Tomás Gómez opinaba del euro por receta y lo que Ignacio González opinaba de Tomás Gómez. Mi hijo, por el contrario, se había despertado, había conectado su Blackberry y a los cuatro segundos ya sabía que Obama había sido reelegido.

En la era de las autopistas de la información tiene uno a veces la impresión de moverse en Seiscientos, obstaculizando el tráfico del progreso, que nos rebasa a toda pastilla por la izquierda y por la derecha. Todos los días te llega un correo con las últimas noticias sobre el fin de los modos tradicionales de dar noticias. Las redes sociales, dicen, van a acabar con el periodismo, con la política y con las relaciones personales tal y como las conocemos.

Yo sería más cauto. La gente expide certificados de defunción con demasiada alegría.

Por ejemplo, la prensa. Las cosas han cambiado y es absurdo negarlo. Newsweek ha perdido más de 1,5 millones de ejemplares desde 2007. Pero en ese mismo periodo The Economist ha duplicado su difusión en Estados Unidos. Newsweek decidió dar un giro radical a su modelo de negocio y parece que lo único más peligroso que aferrarse con las manos yertas al papel es soltarlo y arrojarse en brazos de un gurú de las nuevas tecnologías. “Yo te cojo, yo te cojo…”

En política, muchos saludaron la Primavera Árabe como la alborada de la Democracia 2.0, una era en la que la posibilidad de movilizar instantáneamente a grandes masas mantendría a raya a los tiranos. Permítanme que lo dude. Una cosa es indignarse por un atropello, algo que está al alcance de cualquier cobarde, y otra muy distinta echarse a la calle y enfrentarse con los antidisturbios. Como escribe Malcolm Gladwell, los activistas de los derechos civiles de los años 60 eran como los soldados de un pelotón. Habían labrado una sólida complicidad durante largas horas de militancia clandestina y, llegado el momento, estaban dispuestos a jugarse el pellejo los unos por los otros. Pero, ¿cuántos porrazos está usted dispuesto a recibir por un líder que sólo conoce por su avatar?

Con las relaciones personales pasa lo mismo. En los días en que los círculos de amistad se ampliaban a la velocidad del Seiscientos, tenía uno ocasión de enterarse más o menos de quién era quién, pero Facebook es tan eficiente agregando conocidos que te permite rebasar rápidamente esos seis eslabones que en teoría nos separan de cualquier persona del planeta. Siempre te dicen que en esa remota periferia habitan Angelina Jolie y George Clooney, pero si usas Twitter para organizar una fiesta no aparecerá ninguno de los dos, sino un montón de indeseables, y lo más probable es que acabes llamando a la Guardia Civil para que no te destrocen la casa.

Como dice mi sobrino, los amigos de mis amigos ya no son mis amigos. Son gentuza.

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