Somos incorregibles y, sin la disciplina del mercado, dejamos de esforzarnos.
Decía el humorista Kin Hubbard que no existe sensación peor que levantarse en mitad de la noche y pisar un tren de juguete, pero eso era porque no tenía perro. Yo he llegado a tener tres y les aseguro que mis hijos no se bajan de la cama sin ponerse antes cuidadosamente las zapatillas. La otra noche los vio una vecina y le dijo a mi mujer: “Qué formalitos. ¿No van nunca descalzos?” “No se atreven”, respondió mi mujer. No es que sean mejores ni peores que sus vecinitos. Es cuestión de incentivos. Steven D. Levitt escribe en Freakonomics que el mundo no ha inventado aún un problema que un economista no sea capaz de resolver si le dejan elegir el incentivo adecuado. Puede ser una bala, una palanca, una llave o, a menudo, “un objeto minúsculo con un poder sorprendente para cambiar una situación”. Se conoce que él también tiene perros.
A lo mejor usted opina que estas ideas reflejan una concepción mecanicista y triste de la condición humana. Es más alentador pensar como Rousseau que las personas somos buenas por naturaleza. Pero, entonces, ¿por qué existe tanto dolor en el mundo? Los anarquistas concluyeron rápidamente que la culpa era de la sociedad y que había que arrasarla para que de sus cenizas renaciera un nuevo orden radiante. Pasaron del amor al hombre al amor a la dinamita sin solución de continuidad.
Los economistas son más modestos. No prometen el paraíso; ayudan a gestionar el infierno. Saben que aquí cada uno va a lo suyo y, a partir de ese supuesto de racionalidad, plantean qué sucede cuando se modifican los incentivos. En finanzas, en política o en cultura. Por ejemplo, hasta mediados del siglo XX París era la meca intelectual del planeta. Luego a Charles de Gaulle se le ocurrió instaurar un Ministerio de Asuntos Culturales y el declive ha sido imparable. El arte era tan importante que no podía dejarse en manos del mercado, así que tendieron alrededor de los creadores una red de subsidios y funcionarios. El problema es que, sin la disciplina del mercado, el autor se aletarga. En Estados Unidos un artista trabaja duro para tener éxito. En Francia no hace falta. Únicamente debe complacer al burócrata de turno. Esto genera un entorno perverso, en el que a veces se valora más la afinidad ideológica que el talento.
La fe de los economistas en el poder de los incentivos es tal que los usan no sólo para orientarse sobre cuestiones menores, como la justicia o la cultura, sino para diseñar dietas. Dean Karlan, un profesor de Yale, montó hace años una web en la que la gente se compromete a adelgazar o a dejar de fumar y, en caso de incumplimiento, debe hacer una donación a la ONG que más le guste (o, mejor aún, que más le disguste). A Tim Harford, el autor de El economista camuflado, le leí una vez que había firmado un contrato para hacer 200 abdominales a la semana y le iba muy bien.
Publicado originalmente en La Gaceta de los Negocios.