La virtud nos persigue, pero de momento corremos más.
La prensa se entrega hoy a la habitual guerra de cifras posterior a cada huelga. Cualquiera que se haya preguntado alguna vez por qué los periodistas tenemos tan poca credibilidad, sólo tiene que echar un vistazo a las portadas de esta mañana. La Gaceta: “La izquierda sólo logra movilizarse a sí misma”. La Vanguardia: “Huelga limitada”. El Periódico: “Muy general”.
El tratamiento que más me llama la atención es, de todos modos, el de El País. Editorializa que “una parte de la ciudadanía ha enviado un mensaje inequívocamente contrario a las políticas del Gobierno” y que éste “tiene la obligación ineludible de escucharlo y canalizarlo”. Y titula en primera página: “Cientos de miles de personas exigen en la calle a Rajoy que rectifique”. Que rectifique, ¿el qué? ¿Las medidas que el diario aplica luego de forma inmisericorde a sus trabajadores?
Me dirán que una cosa es la política editorial y otra la política del editor, y que no tienen por qué coincidir. Es verdad. Ahí están Lara y el Avui. No es personal, son negocios. El País tiene perfecto derecho a explotar el lucrativo nicho de la guapa gente de centroizquierda, y a hacerlo por los procedimientos que considere oportunos, siempre y cuando sean legales.
Ahora bien, tampoco podemos ser tan ingenuos como para pensar que la inconsistencia entre lo que se dice y lo que se hace es irrelevante. Si ni siquiera uno mismo es capaz de poner en práctica su consejo, ¿con qué autoridad puede espetarle a otro que “tiene la obligación ineludible de escucharlo y canalizarlo”?
La actitud cuenta, sin embargo, con ilustres precedentes. Séneca condenaba la búsqueda afanosa y alocada de bienes materiales. La verdadera felicidad, decía, reside en la virtud; el sabio se basta a sí mismo. Pero cuando sus coetáneos le preguntaban por qué había amasado entonces una fortuna de seis millones de sestercios, debía admitir que seguía la virtud “a rastras desde gran distancia”. “Cuando pueda”, escribe en Sobre la felicidad, “viviré como es debido”. Pero más adelante observa que, por otra parte, “nadie ha condenado a la sabiduría a ser pobre” (un argumento que sale recurrentemente en los debates con los marxistas de salón). La virtud “es el único bien”, pero entre el resto de cosas “indiferentes” de este valle de lágrimas hay algunas que son preferibles a otras. Y no hay que engañarse, entre las preferibles están las riquezas.
Esta distinción sutil entre amar y preferir proporciona la pieza clave que permite engranar sin demasiada violencia el universo de los grandes ideales solidarios, que se ama, pero de forma asintótica, sin alcanzarlo nunca (y que Dios no lo permita), y la reconfortante realidad material de cada día (que se prefiere, pero como mal menor).
Al final, la diferencia entre ser de derechas y ser de izquierdas es bastante más teórica que práctica, algo que seguramente usted ya habrá advertido, lo que plantea la muy misteriosa cuestión de cómo queda aún gente de derechas. Porque el de izquierdas lleva su mismo modo decadente de vida, pero se presenta ante los demás como un héroe de la libertad y la justicia; disfruta del mejor de los dos mundos: el confort material del capitalismo neoliberal y el monopolio marxista de los buenos sentimientos.
Se admiten sugerencias.
Caes en la clásica demagogia de considerar que los de izquierdas, por defender la justa redistribución de la riqueza, debemos redistribuirla y lanzarnos a vivir debajo de un puente como buenos rojos. De la misma forma, cabría exigir a los de derechas que por pensar durante años que no debía legalizarse el divorcio en España, estarían incapacitados por coherencia para practicarlo masivamente, como hicieron a diestro (y siniestro) cuando se legalizó.
Es una curiosa mezcla entre lo particular y lo general que no siempre tiene que provocar uniformidad de criterio. Por ejemplo, mi criterio es que convenía a la sociedad el que el Estado no permitiera fumar en los restaurantes (y sólo en los restaurantes), pero cuando se toleraba, yo lo hacía (siempre que no me pidieran por favor no hacerlo). Tenía un criterio respecto a la gestión de lo público más estructo que mi actitud privada, y no es incoherente. Ahora, después del liberticidio anti-fumador, carece de importancia esa disquisición.
Otra, más propia, se refiere a los impuestos. Si yo creo que el sistema ideal es la socialdemocracia nórdica, que aplica impuestos de hasta el 60 por ciento para garantizar la provisión universal de servicios de bienestar, según tu criterio debería abonar a Hacienda gentilmente lo que resta entre lo que pago y ese 60 por ciento. O, dicho de otra manera, si la derecha criticó con dureza la bajada de impuestos de Zapatero (los 400 euros) o los 2.500 euros del cheque bebé, ¿por qué no los devolvieron cuando los cobraron, si les parecía mal?
La respuesta es sencilla y lo explicó muy bien Rousseau con el bon savage: para que exista cosa pública, es preciso que cedamos una parte de nuestra libertad (y de nuestros ingresos) a lo público. Luego no son iguales, siempre el individuo cuenta con mayor perímetro individual y menor social, y el criterio, entonces, no debe ser único como defiendes, e incluso puede ser, como propognaba Rousseau o el mismo Hobbes, contrario (el salvaje quiere correr en pelotas por la ciudad, matar a los semejantes por su interés, etc)
Me encantan tus comentarios, Paco. Y da la casualidad de que este ‘post’ lo concebí a raíz de una charla que tuve con mi hijo Miguel y en la que planteó objeciones similares a las que tú me haces.
Creo que los dos (los tres) coincidimos en lo fundamental: los argumentos son válidos con independencia de quien los defienda. La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Rousseau fue un personaje abominable, que entregaba a sus hijos al hospicio, algo que en el siglo XVIII equivalía a una condena a muerte. Pero su pésimo ejemplo no invalida sus teorías sobre el buen salvaje.
Si te fijas, lo que yo digo es que “tampoco podemos ser tan ingenuos como para pensar que la inconsistencia entre lo que se dice y lo que se hace es irrelevante”. La conducta de Rousseau no invalida sus teorías, pero les da una pésima publicidad y cierne una sombra sobre su viabilidad.
Porque del mismo modo que a la metafísica de Séneca le era indiferente lo que la persona Séneca hiciera, a la ética de Séneca sí que le afectaba. No puedes proclamar: “Hay que vivir así”, y luego conculcar tus recomendaciones en cada uno de tus actos. En el mejor de los casos, porque te desacreditas. En el peor, porque manifiestas que tu propuesta quizás no pueda llevarse a la práctica.
En sentido contrario, el buen ejemplo dota de fuerza a una argumentación. Hace poco, tratando de averiguar quién era Krause y por qué había sido tan influyente en España, cayó en mis manos un artículo de un tal José Luis Calvo Buezas titulado ‘Luces y sombras del krausismo español’. Me enteré entonces de que Krause era un filósofo idealista alemán de segunda división, pero que cautivó a Francisco Giner de los Ríos y, a través de él, a toda la Institución Libre de la Enseñanza. Su ininteligible metafísica panenteísta (sic) cayó pronto en el olvido (no creo que sobreviviera ni a Giner de los Ríos), pero la recomendación krausista (y kantiana) de “obrar el bien por y solo por el bien” cautivó a millones de personas. “Mucho más abiertas que sus enseñanzas”, cuenta Calvo Buezas, “fueron sus ejemplares actitudes éticas que se levantaron ante el país, y aún hoy se recuerdan, como símbolos cargados de energía y que les mereció el ser llamados por sus enemigos textos vivos de sus enseñanzas. Nunca un enemigo puso a sus rivales un título más justo y honroso. Esto mismo hizo escribir a los que les conocieron: «Unos son los que llevan la ley en los labios; son los que dicen. Otros los que llevan la ley en el alma; son los que sienten. De estos son los krausistas»”.
Creo que, en términos generales, hay que llevar la ley en el alma, no solo en los labios. Me parece que si te opones el divorcio, no debes luego divorciarte y, si lo haces, debes justificarlo (especialmente ante ti mismo). Pero existen límites. Entiendo que seas comunista y no vivas debajo de un puente. O que tampoco pagues más impuestos de los que te corresponden, por muy socialdemócrata nórdico que seas. “Warren Buffett”, me decía mi hijo, “defiende que los ricos cedan al Estado el 30% de sus ingresos, pero eso no lo obliga a depositar esa cantidad en Hacienda”. Por supuesto que no, pero no porque no sea incoherente, sino porque no es práctico (ni siquiera sé si la agencia tributaria estadounidense le dejaría).
Estoy de acuerdo contigo en que no deben confundirse el ámbito privado y el público, que cada uno tiene sus reglas. En el privado rige una moral personal, que puede ser tan estricta y estrecha como uno estime oportuno, y en el público hay una ética de mínimos (reflejada normalmente en los códigos legales), que es mucho más genérica y generosa, porque ahí tenemos que caber todos sin estorbarnos.
Pero la inconsistencia se mide respecto de la moral individual, no respecto del ordenamiento jurídico. Nadie dice: “Fíjate que hombre tan incoherente, no respeta las señales de tráfico”.
De acuerdo. Pero la coherencia entre ambos debe ser mayor en el ámbito ético que en el de la ideología. Porque la ética se basa en querer «ser así», y la política en querer que las cosas «estén» así. Respecto a Buffet, estará más contento ahora que él y el resto de millonarios pueden depositar un poco más de su dinero en el fisco estadounidense evitando así el mini-fiscal cliff part I. Para un rico demócrata que hay… Feliz año, Miguel!