Los japoneses llevan dos décadas estancados y, sin embargo, parecen felices.
Mi buen amigo Emilio González Quirós me ha remitido un interesante artículo de Albert Esteves, La generación de los sueños rotos. “Los paralelismos entre la situación española a partir de 2008 y la japonesa a partir de 1990 son evidentes”, escribe Esteves. “Estallido de la burbuja inmobiliaria, crisis bancaria, desplome de la bolsa, elevado déficit público, caída del consumo, aumento del paro…” Y plantea: “¿Podemos augurar para España una evolución similar a la de Japón? Tal vez sí”, se responde, “pero tal vez eso no sea tan terrible”. Porque “a pesar de que el país lleva dos décadas con un crecimiento casi nulo”, no vive sumido en la melancolía. Al contrario: la imagen que ofrece es “muy positiva. Se ve actividad en las calles y en los comercios, los servicios públicos funcionan eficientemente, no hay mendigos ni ancianos hurgando en los contenedores y los jóvenes andan por las aceras ensimismados con los últimos modelos de smartphones y tabletas”. Y concluye: “La experiencia japonesa demuestra que es compatible una alta tasa de bienestar con un estancamiento económico, que una cosa es el crecimiento y otra la prosperidad”.
La tesis de Esteves no es nueva. En 1972, en vísperas del primer choque petrolífero, el Informe sobre los límites del crecimiento del Club de Roma ya preconizó un “crecimiento cero”. La humanidad disponía de “la más poderosa combinación de conocimiento, herramientas y recursos” de la historia y podía “alumbrar una forma de sociedad completamente nueva”, si era capaz de efectuar “una transición ordenada del crecimiento al equilibrio”.
Tampoco el Club de Roma era original. John Maynard Keynes había defendido una tesis similar en una conferencia que dio en la Residencia de Estudiantes de Madrid en 1930, recién estallada la Gran Depresión. Se llamaba Las posibilidades económicas de nuestros nietos y explicaba que “el nivel de vida en los países avanzados [sería] dentro de un siglo entre cuatro y ocho veces el actual” y que, una vez resuelto “el problema económico”, podríamos limitarnos a trabajar unas pocas horas a la semana y vivir con más ocio, “sabiamente”, “como los lirios del campo, que crecen sin fatigarse”.
La profecía de Keynes se ha cumplido a medias. Somos cuatro veces más ricos que nuestros abuelos, pero seguimos matándonos a trabajar. No nos damos por satisfechos. Queremos más.
Esto es bastante extraño. En principio, el sentido común sugiere que, a medida que se van cubriendo las necesidades más perentorias, la avidez material debería irse apagando. Pero la experiencia histórica revela que las sociedades que se estancan o se contraen son muy inestables. Como explica el catedrático de Harvard Benjamin Friedman en Las consecuencias morales del crecimiento, las recesiones infectan la fibra ética de las sociedades.
¿Por qué? No está claro. Parece que el reparto del excedente que genera una economía en expansión es menos problemático que el procedimiento de redistribución tradicional, consistente en quitarle la riqueza a gente que ya la tiene y que no suele dejarse. Los habitantes de los países que crecen experimentan una saludable sensación de progreso personal, de que viven mejor que sus padres. Por el contrario, los países que se contraen o estancan son fácil pasto de idearios intolerantes o xenófobos, llenos de desconfianza hacia el otro (ideológico, extranjero o generacional) que pretende quitarle su patrimonio o sus conquistas sociales.
De acuerdo con esta teoría, Japón debería encontrarse al borde de la guerra civil tras dos décadas de estancamiento, pero, como explica muy bien Esteves, lo sobrelleva con bastante alegría. Se han alegado factores culturales (son confucianos y valoran más el orden que la justicia) y políticos (es una sociedad muy igualitaria), y algo de eso hay seguro, pero hay también truco económico.
Fíjense en los siguientes cuatro gráficos.
Este primero muestra la evolución del PIB japonés. Se aprecia claramente cómo a partir de 1995 el crecimiento se estanca. No dibuja exactamente una línea horizontal, sino una serie de dientes de sierra, pero la tendencia a largo plazo es lo que en terminología chartista se llama “movimiento lateral”: están encerrados en un canal y van rebotando contra los bordes superior e inferior, como una mosca dentro de una botella.
Vamos ahora al segundo gráfico.
Muestra la evolución demográfica del país. En algún momento de los años 90, el aumento de la población japonesa empieza a desacelerarse abruptamente, justamente cuando empieza su estancamiento. No es casual. De hecho, una de las claves de su larga crisis económica es que su población no crece y, como son menos para producir, la suma agregada de su producto interior (o sea, su PIB) no varía. Si la demografía hubiera mantenido la tendencia previa a 1995 (línea discontinua), no habría habido década perdida, porque, como puede verse en el tercer gráfico, su PIB per cápita no ha dejado de aumentar. ¿Por qué? Porque también su productividad lo ha seguido haciendo, que es lo que muestra el cuarto y último gráfico.
El estancamiento japonés es, en realidad, una ilusión estadística. Aunque el conjunto de la economía haya dejado de expandirse, cada japonés sigue experimentando la saludable sensación de que vive mejor que sus padres. No hay sueños rotos.