“Cuando dejas de soportarte a ti mismo, no te queda más remedio que darte un tiro o empezar a dárselo a los demás”, dijo Monroe Stahr.
Algunas noches se dejan caer por el Claridge Luca y Johnny. No saludan a nadie. Van derechos a la barra del fondo, se apoyan de medio lado en un taburete e intercambian una rápida mirada con Monroe Stahr. Ya está. Es solo eso, una mirada, pero ni siquiera el limpiabotas, que es medio autista, puede reprimir un escalofrío.
Stahr se refiere eufemísticamente a Luca y Johnny como sus “encargados de recursos humanos”. Luca es un tipo de aspecto corriente, incluso diría que agradable. No da la impresión de que disfrute con su trabajo. Es un profesional. Se dedica a ello como podía ser corredor de seguros o pintor de brocha gorda. Recuerdo que una vez le leí a Stahr un pasaje de Patriotas de la muerte en el que un antiguo etarra describe la relación especial que trabó con un secuestrado. “Hablábamos, hablábamos de todo”, decía el terrorista. “Hubo un partido de fútbol y, pues eso, estábamos cuatro allí, había dos que eran del Athletic de Bilbao […] y yo y él éramos de la Real y tal. Y fue un partido de esos emocionantísimos. […] Habíamos hecho planes para después de la liberación, para vernos alguna vez y tal. […] Entonces un día me llamaron y me dijeron: le tenéis que pegar un tiro. […] Pues nada, lo metimos a un coche, lo llevamos a un descampado, lo sacamos… ¡pum!”
Luca estaba sentado detrás de mí. Había seguido atentamente el relato y, cuando terminé, lo oí sentenciar escuetamente: “Claro”.
Johnny es distinto. A Johnny le gusta lo que hace, algo que siempre me ha desconcertado. Una noche se lo comenté a Stahr. “No lo entiendo”, le dije.
“Vosotros los intelectuales siempre habéis despreciado el odio”, contestó Stahr con la vista perdida en la desierta pista de baile. “Os parece una debilidad, un estado de estupidez transitorio. Quien se deja ofuscar por él, comete un error tras otro y acaba por arruinar su vida o su carrera”. Se giró hacia mí. “Tú mismo has hablado muchas veces de ese economista que te gustaba antes tanto”.
Stahr se refiere a Paul Krugman. El columnista Charles Krauthammer dice que en algún momento de los años 90 contrajo el Síndrome de Desarreglo de Bush. Cualquier cosa que hiciera o dijera Bush le sentaba mal. Krugman incluso llegó a reprocharle que no impulsara medidas proteccionistas, algo que siempre había considerado una blasfemia.
“El Síndrome de Desarreglo de Bush es una variedad de una patología más amplia, el Síndrome de Desarreglo del Presidente”, teoricé en uno de mis habituales arrebatos de pedantería. “Consiste en una intolerancia persistente a las decisiones del Consejo de Ministros. Suele contraerse como consecuencia de una proximidad excesiva a los líderes de la oposición, y lleva a criticar medidas que antes se aplaudían y que…”
“¿No lo ves?”, me cortó Stahr. “Hablas del tío que odia sin ningún respeto. Te parece un pobre diablo. Crees que el rencor es autodestructivo, que si caes en sus garras te consumirás lentamente. Pero basta echar un vistazo para comprobar que el mundo está lleno de resentidos que no se consumen. Al contrario. Hay veces que el odio no nubla la razón, sino que la pone a su servicio”.
Dio un sorbo a su gin tonic. “Conozco a tipos que cultivan su resentimiento fría y metódicamente, como si fuera una azalea”, siguió. “Rebuscan en cada noticia, en cada incidente hasta dar con algún motivo que justifique su amargura, que los ratifique en su convicción de que todo es un asco. Se consideran víctimas de una intolerable injusticia. Sienten que lo han perdido todo. La furia es cuanto les queda y se aferran a ella como a un clavo ardiendo. Saben que, si dejan que esa rabia se diluya, su lugar lo ocupará el desaliento, la conciencia de su miseria material o moral”. Hizo una pausa y añadió: “No ocurre siempre, pero a veces el odio se desborda…” Luego, dirigiendo una mirada a Johnny, concluyó: “Y cuando dejas de soportarte a ti mismo, no te queda más remedio que darte un tiro o empezar a dárselo a los demás”.
Con la pista de baile de por medio y desde aquella distancia, Johnny no pudo oír lo que su jefe decía, pero advirtió la mirada y correspondió educadamente con una leve inclinación de cabeza y su sonrisa de lobo.
Plantar cara al dominio suppne arriesgarse a ser odiado, la victima se comvierte en un objeto peligroso del que hay que desembarazarse, la estrategia perversa se revela entonces con toda claridad… la fase de odio aparece cuando se reacciona y se intenta recuperar un poco de libertad… cuando el perverso descubre que su victima se le esté escapando , tiene una sensación de pánico y furia, en ése momento se desata… empezarán palabras que rebajan, que humillan… una armadura que protege al perverso de lo que más teme : la comunicación.
El mundo del que odia está dividido en lo bueno y lo malo. No conviene estar en el lado malo. La separación o el alejamiento no aplacan de ningún modo su odio.
Hay que luchar contra el odio con todas nuestras fuerzas, porque la primera víctima es el que odia. Besos.