La política y la felicidad

Soy liberal por puro descarte, porque no he podido ser otra cosa.

Debíamos de estar en 1976. Acababa de cumplir 18 años y era el primer mitin al que acudía. En realidad, fue más bien el mitin el que acudió a mí. Yo sólo pasaba por el vestíbulo de la facultad y me encontré con aquel tipo barbudo. Se había encaramado a un podio que había sobre la puerta principal y nos instaba puño en alto a solidarizarnos con los obreros de la Pegaso. No recuerdo sus palabras exactas, pero sí la seguridad con que las dijo. En medio del caos de la Transición, tenía muy claro lo que había que hacer. Decidí en seguida que yo también quería aquella seguridad y durante años busqué esas ideas capaces de disolver hasta la última duda. Debo decir que no las encontré. Soy liberal por puro descarte, porque no he podido ser otra cosa.

Mi escepticismo no me hizo muy popular entre quienes compartían la fe maciza de aquel barbudo en la política. “O sea, que tú aspiras a que vivamos como alemanitos: un trabajo, una casita, elecciones cada cuatro años”. Pues sí. ¿Qué querían ellos? Estaban intoxicados por la fantasía marxista de que el comunismo aboliría la política. La propiedad pública de los medios de producción garantizaría la abundancia general y no habría conflictos que gestionar. La vida discurriría plácidamente. “En la sociedad comunista”, escribió Marx, “nadie tiene una esfera exclusiva de actividad”: el Estado regula la producción y “ello permite que yo pueda hacer una cosa hoy y otra mañana: cazar por la mañana, pescar después de comer, sacar el ganado al atardecer, según me apetezca”. Lo que el ganado pudiera opinar de que se le sacase sólo cuando a alguien le apeteciera es un aspecto práctico que, como dice The Economist, a uno le hubiera gustado que Marx desarrollara más. Pero es esta ambigüedad la que hace irresistible el comunismo. Cada cual puede llenar la línea de puntos con lo que desee.

Estas expectativas reventaron como una ola contra la realidad de los primeros Gobiernos de Felipe González. Sorprendentemente, el socialismo no nos hizo felices. Muchos progres engrosaron las filas de la abstención. Se habían desencantado de la política.

Fue otra exageración. La política es una “actividad espiritual secundaria”, como dice Ortega, pero también “una fuerza de la que no podemos prescindir”. Basta con ver la diferencia entre un Estado bien gestionado y otro mal gestionado. Las reformas liberales han impulsado el desarrollo de los países emergentes a ritmos desconocidos. Estados Unidos tardó 50 años en duplicar su renta per cápita. China lo ha logrado en una década.

El capitalismo quizás no funcione siempre, pero es el único sistema que funciona a veces. Habrá frenazos, acelerones e incluso alguna marcha atrás, pero hoy sabemos lo suficiente como para erradicar la miseria.

¿Nos hará eso dichosos? Lo dudo. Incluso en un mundo en el que se obrara el prodigio de que todas las necesidades materiales quedaran cubiertas, seguirían intactas las cuestiones radicales: el sentido de la vida, la existencia de Dios, la felicidad. Ni siquiera está claro que Occidente esté hoy mejor preparado para atacar esos misterios. Timothy Garton Ash confesaba su desconcierto ante la serenidad que transmiten los birmanos. Carecen de libertad y viven levemente por encima del nivel de subsistencia, pero sonríen. “La receta de la felicidad es misteriosa”, concluye, “y no la despachan en Marks & Spencer”.

Publicado originalmente en La Gaceta de los Negocios

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