Fuera de control

¿Son de verdad nuestros políticos tan corruptos e ineficaces?

A menudo olvidamos que el político es un señor que, cuando empieza a verse luz al final del túnel, encarga más túnel. El político vive del túnel, no de la luz. Su tarea fundamental es alimentar a los barones que lo mantienen ahí arriba. “A lo largo de la historia”, escribe el Nobel Roger Myerson, “los Gobiernos los han integrado líderes cuyo ascenso al poder comenzó reuniendo a un círculo de activos seguidores”. Éstos no se suman a la partida por amor al arte, sino porque confían en que sus esfuerzos sean convenientemente compensados. Los manuales de liderazgo insisten mucho en la visión estratégica y el carisma, pero la habilidad esencial de un jefe es el reparto de prebendas. Jenofonte explica en La educación de Ciro que el soberano persa no forjó un imperio gracias a su talento militar, sino cultivando una reputación de árbitro honesto, que retribuía generosamente a quien le servía bien en el campo de batalla. “Ciro sabía que su autoridad dependía de mantener el crédito entre sus generales”, escribe Myerson.

Estos “círculos de activos seguidores” son la base de cualquier organización de poder: desde la monarquía absoluta a las bandas de crack, pasando por los grupos parlamentarios. Nos gusta pensar que la política consiste en diseñar e impulsar grandes reformas, pero “las instituciones [democráticas] se basan en facciones dirigidas por líderes cuyo imperativo es mantener su reputación para recompensar a sus partidarios”.

De ahí la necesidad de que nunca falte túnel.

Esto no significa que los políticos sean un caso perdido. No son ni buenos ni malos, simplemente maximizan su utilidad. Son capaces de lo mejor y de lo peor. No hay nada predeterminado. Depende de cómo se dispongan los incentivos. O dicho de otro modo, de la probabilidad de que se coja al corrupto con las manos en la masa y de la dureza con que se le castigue.

Con respecto del castigo hay que decir que en España hay margen de mejora. Acabamos de ver cómo Unió cerraba un pacto con la Fiscalía para reintegrar los fondos públicos desviados a cambio de no ingresar en prisión. La moraleja está clara: toma el dinero y corre. Si no te pillan, te quedas con él, y si te pillan, lo devuelves y en paz.

¿Y qué probabilidad de que se coja al corrupto con las manos en la masa? Depende de la eficacia de los controles. Los hay de carácter horizontal, como el que ejercen los partidos entre sí. Myerson sostiene que éstos son empresas que se remuneran mediante las rentas del poder, así que, cuanto menor sea la competencia, mayor será su capacidad de extraer rentas. Es lo que pasaba en el México posterior a la Revolución, donde el PRI funcionaba como un monopolio y la corrupción era absoluta.

Las democracias normales son más bien oligopolios. ¿Y qué dice la teoría económica del oligopolista? Que tiende a cerrar acuerdos colusorios para maximizar sus ganancias. El único modo de evitarlo es mantener las barreras de acceso al mercado muy bajas, para que se incorporen nuevos competidores fácilmente.

El problema de esta mayor competencia es que complica la formación de gobiernos, y una de las obsesiones de la Transición española fue la estabilidad. “Existía el convencimiento de que la Segunda República había fracasado por su incapacidad para garantizar mayorías claras”, dice José Antonio Gómez Yáñez, profesor de Ciencia Política y Sociología de la Carlos III, “y se diseñó un sistema rígido, con una moción de censura constructiva que hace imposible que el Parlamento destituya al presidente” y reduce su función de contrapeso del Ejecutivo, y con una legislación que potencia el bipartidismo y “amontona instrumentos de poder en la cúpula de los partidos”: libertad para elaborar las listas, órganos de control interno poco operativos, procedimientos de expulsión de los afiliados muy ágiles…

Nos quedan los controles verticales, que son los que ejerce la burocracia. Desde que a mediados del XIX Inglaterra reformó su Administración colonial para aislarla de las injerencias políticas, se considera en general que el mejor modo de atar corto a los gobernantes es un cuerpo de funcionarios bien pagados, protegidos de los vaivenes electorales por un régimen laboral especial y seleccionados mediante oposición.

En principio, esta burocracia weberiana es la que tenemos en España… con una peculiaridad. Aunque la UCD respetó la Administración franquista, al PSOE le parecía que no habría verdadera democracia mientras no se acabara con los viejos cuerpos de la dictadura y elaboró una ley de la función pública que reservaba al Gobierno la designación de altos cargos. Luego iba a hacerse otra regulación más meritocrática de la carrera administrativa, pero el proyecto siempre se posponía. Y cuando el PP llegó al poder, le resultó muy cómodo mantener el statu quo.

“Tenemos una Administración razonablemente profesional”, dice Víctor Lapuente Giné, politólogo de la Universidad de Gotemburgo, “pero muy dependiente de los políticos”. Este diseño institucional tiene un efecto doble. En primer lugar, mina su eficacia. “Si tu futuro como funcionario depende de tus contactos”, plantea Lapuente, “¿a qué te vas a dedicar? ¿A sacar tu trabajo o a llamar por teléfono?”

El segundo efecto está estrechamente vinculado con la corrupción. “Cuando hay una única cadena de mando y la suerte de todos depende del partido, los burócratas tienen pocos incentivos para enfrentarse a las arbitrariedades de los cargos electos”, dice Lapuente.

“Cada vez que estalla un gran escándalo, los Gobiernos crean una agencia, una fiscalía, un órgano externo”, concluye Lapuente, “pero los políticos encuentran siempre el modo de sortearlos. Lo único eficaz es el control interno: desalinear los intereses de funcionarios y cargos electos, para que se vigilen mutuamente”.

¿Han oído a algún partido plantear una reforma similar? No. Están demasiado entretenidos encargando más túnel.

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