¿Cómo podemos evitar que los expertos de cualquier especie abusen de nosotros? No podemos.
¿Qué hace usted cuando se le estropea el coche? Un amigo mío le declaró hace años la guerra a los concesionarios oficiales. “Te clavan sin piedad”. Cierto. Pero la alternativa no carece de inconvenientes. Mi amigo ha invertido muchas horas de su vida en tugurios grasientos, haciendo la pelota a los mecánicos y, de paso, vigilándoles para que no le colocaran las piezas usadas de otro cliente. Ahora ya sabe casi tanto como ellos. Y ésa es la clave.
Los mecánicos forman parte de un selecto grupo de profesionales que se dedican al suministro de “bienes de confianza”. Nos tenemos que fiar de lo que nos dicen porque no tenemos ni idea.
—Se ha aflojado un cojinete de la biela y está sobrecargando los anillos que controlan el aceite.
—Caramba. ¿Y eso es grave?
—Hombre, lo suyo sería hacer un barrenado del cigüeñal, pero le podemos poner unas artesas que recuperen el aceite de la bomba.
Llegados a este punto, conviene poner gesto de terror, porque, como lo vean poco impresionado, le hacen el barrenado del cigüeñal, del cojinete de la biela, de la instalación eléctrica y del chalet de la playa.
Pensarán ustedes: “Cómo son los mecánicos”, pero no se crean que los cirujanos son mejores. Mucho título universitario y mucho juramento hipocrático, pero en unos estudios realizados en los años 90 se comprobó que, cuanta más medicina sabe uno, menos posibilidades tiene de que lo operen. “Los pacientes mejor informados eran los doctores y, naturalmente, acababan bajo el bisturí bastante menos a menudo que la media”, contaba The Economist. O sea, que aquí todo el mundo te hace el barrenado del cigüeñal en cuanto te descuidas.
¿Cómo podemos conjurar estos peligros? Una opción es la de mi amigo: atacar la asimetría de información estudiando mecánica. Pero la vida es breve, la mecánica larga y la sociedad del ocio está llena de tentadoras posibilidades.
Otra opción son los abogados. Funcionan, pero para los abusos más flagrantes: cuando te extirpan el riñón que no deben y así. Por otra parte, también ellos suministran bienes de confianza. En el mejor de los casos, te ahorran la primera clavada. En el peor, te meten una segunda. En el escenario intermedio, sustituyen una por otra.
¿No hay remedio? En el mismo artículo de The Economist explicaban que un par de economistas de Innsbruck han estudiado el asunto (allí hace mucho frío y el invierno dura bastante). Dicen que, cuando buscas un mecánico o un fontanero, tiendes a ignorar las ofertas. Sabes que son un reclamo y que, una vez hecha la reparación, encontrarán el modo de cargarte la tarifa ordinaria (“Esos precios son sólo para la semana siguiente al solsticio de verano”) e incluso algún suplemento (“Es que vengo de Móstoles, señora”). Así que miras las tarifas máximas, que son las que al final te van a aplicar, y eliges las más bajas.
Dado que los expertos atraen a los clientes rebajando los precios máximos, los sabios de Innsbruck sostienen que lo lógico es que converjan hacia una tarifa plana.
Por desgracia, esto parece que va a llevar algún tiempo. Entre tanto, les sugiero una terapia paliativa. ¿Se acuerdan de Dos hombres y un destino? En un momento dado, a los protagonistas se les ocurre asaltar el mismo tren a la ida y a la vuelta. El empleado del furgón postal se niega a abrirles y, cuando Cassidy se identifica, le dice: “Butch, sabe que si tuviera que elegir a alguien para que me atracara, lo elegiría a usted”.
A mí me pasa igual. Ya me he resignado a que me sangren. Sólo aspiro a que sean amables.
(Una versión original de este artículo se publicó en La Gaceta de los Negocios.)