¿Cuánto nos ahorraríamos si nuestra reputación fuera como la de los países nórdicos?
A pesar de que hace varias semanas que caen chuzos de punta sobre Génova con todo el lío éste de Bárcenas, la prima de riesgo se ha tomado su tiempo para reaccionar. Hasta ayer solo había experimentado un repunte, que los expertos atribuían además a los malos datos de coyuntura (el paro, sobre todo) y a alguna cuestión técnica (el fin de la prohibición de las posiciones cortas).
Y es que la relación entre corrupción y riqueza no es del todo nítida. En general, como se aprecia en el gráfico 1, los países más deshonestos tienden a ser más pobres, pero el sentido de la causalidad no es tan obvio. Puede que no crezcan por falta de seguridad jurídica, pero la seguridad jurídica también exige unos medios de los que carecen precisamente porque son pobres.
Hay incluso algún autor, como Samuel Huntington, que la considera un mal necesario, una especie de enfermedad del crecimiento. Su tesis es que “la función de un Gobierno es gobernar”, es decir, mantener el orden. Sin ello, no hay desarrollo. Ahora bien, esa “autoridad central”, indispensable para acabar con las estructuras tradicionales que impiden el funcionamiento de una economía de mercado, suele ser terreno abonado para todo tipo de abusos.
Cuando escribió su libro, Huntington tenía en mente a algún general occidental, pero sobre todo a las distintas variedades de tigres y dragones asiáticos: Corea, Taiwan, Malasia, Indonesia, Singapur y, últimamente, China. No sé si la corrupción rampante ha favorecido su despegue, pero desde luego no lo ha impedido. Esto ha inducido a mucha gente a mirar con benevolencia a la corrupción. No pueden estar más equivocados.
Como señaló hace más de un siglo Frédéric Bastiat, en economía es a menudo más importante lo que no se ve que lo que se ve. Es lo que sucede con la corrupción. Sus consecuencias principales son negativas: reduce la eficacia del gasto público, que se destina a proyectos faraónicos; distorsiona la asignación de recursos, porque se premia a los empresarios más influyentes, no a los más productivos, y desincentiva la inversión.
Ahora bien, estos tres efectos son compatibles con una apariencia general de normalidad e incluso de progreso. Pensemos en el ciudadano de a pie. Lo que observa a su alrededor es que se ejecutan grandes obras (las Torres Petrona, el AVE a Cuenca), porque para el político es mucho más vistoso destinar los impuestos a infraestructuras con placas conmemorativas, cintas que cortar y gran repercusión mediática, que a la mejora de la competencia. Ésta acapara pocos titulares, aunque no sea en absoluto irrelevante: recordemos que, según la Comisión Nacional de la Competencia, los españoles estamos pagando cada año 1.600 millones de euros de más en gasolina.
En cuanto a la inversión, suele rehuir a los funcionarios que reclaman sobornos, pero como explican los economistas Axel Dreher y Thomas Herzfeld, “un Gobierno muy centralizado puede limitar los efectos negativos”. Es cuestión de organizarse. Si las empresas internalizan fácilmente la mordida y, una vez hechos los números, concluyen que el negocio todavía les compensa, seguirán adelante. Es lo que sucede en general en Asia: todo es perfectamente previsible. Por el contrario, Rusia es un caos. El directivo de una compañía de transporte de viajeros que opera con toda normalidad en China,se me quejaba de la imposibilidad de trabajar con los rusos. “No sabías nunca cuánto te iban a pedir la próxima vez, ni si te iba a aparecer un extorsionador nuevo. No había modo de planificar nada y nos tuvimos que ir”.
La corrupción quizás sea inevitable en las fases iniciales de desarrollo, como sugiere Huntington. Es también un lujo que puedes permitirte mientras creces vigorosamente, pero sus costes se hacen evidentes en cuanto el ciclo se da la vuelta. Es lo que estamos viendo en España. De acuerdo con la sencilla correlación que figura en el gráfico 2, si tuviéramos una reputación similar a la de los países nórdicos, la prima de riesgo caería unos 200 puntos básicos. Y si pensamos que, como calculaba el presidente del BBVA Francisco González hace unos meses, cada 100 puntos te encarecen la financiación en 12.400 millones al año, podríamos ahorrarnos 25.000 millones.
Cristóbal Montoro no habría tenido que subir ningún impuesto, o no habría habido que acometer ningún recorte…