Una defensa (moderada) del cotilla

La vieja del visillo no es una peculiaridad mediterránea. Y tiene su por qué.

Un veterano comisario de policía me dijo una vez: “Hazme caso, muchacho, lo mejor es no preguntar”. El hombre había visto tantas cosas y se había llevado tantas decepciones, que prefería vivir en una beatífica ignorancia. Cuando unos años después se jubiló, tenía fama de excelente persona, pero su reputación profesional no rayaba a gran altura. No preguntar es una buena estrategia si quieres conservar tus amigos o tu matrimonio, pero no es el mejor modo de gestionar ni la seguridad de un distrito ni, en general, los asuntos públicos.

Sin embargo, es la práctica habitual en España.

“Lo único que genera el conocimiento de nuestras declaraciones de Hacienda es cotilleo”, le respondió un ministro del Gobierno al vicedirector de El Mundo Casimiro García-Abadillo cuando éste le planteó si pensaban divulgar ellos también sus ingresos, como ha hecho Mariano Rajoy. ¿Cotilleo? ¿Cuál es el problema con el cotilleo?

En un post titulado “¿Por qué leemos revistas del corazón?”, el profesor de la Carlos III Antonio Cabrales explicaba hace años que el cotilleo cumple una importante función de control social y que por eso la selección natural lo premia con una potente liberación de endorfinas. La vieja del visillo no es una peculiaridad mediterránea. Funciona en todas partes. Recuerdo que en Londres me llamó la atención lo limpias que estaban las calles de inmundicias animales, a pesar del importante censo canino. Una de las razones es que no recogerlas se castiga con una multa de (en aquella época) 300 libras. La otra es que una nutrida y discreta red de ciudadanos vela detrás de cada ventana por que no quede impune ninguna ofensa.

Estoy de acuerdo en que el cotilleo tiene límites. El periodista Joseph Epstein escribe en el libro Gossip que su “originador nunca debe aparentar que se ha esforzado mucho para obtener la información que pone en circulación […]. Si hiciera eso, se convertiría en la más miserable de las criaturas, un condenado chismoso”. Hay áreas de nuestras vidas que están (y deben seguir) al margen del escrutinio ajeno. “Si supiéramos toda la verdad de todo el mundo, no podríamos tomar en serio a nadie”, sentenció William Donaldson, un escritor con una más que agitada ejecutoria sentimental, según he podido comprobar en Wikipedia.

Pero no veo por qué la retribución de un ministro debe ser una de esas zonas reservadas. Víctor Lapuente Giné, profesor del Instituto  para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo, contaba hace poco en El País que en los países nórdicos se permite acceder a las declaraciones de renta no ya de los ministros, sino de todos los ciudadanos. Y añadía: “Esto puede parecer una violación inadmisible de la privacidad, pero tiene lógica que nuestras contribuciones a la cosa pública sean públicas”.

La vida privada es un santuario y ahí cada cual puede hacer lo que considere oportuno: preguntar o no preguntar. Pero el resto debe ser pasto del más implacable cotilleo.

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