Sólo hay algo más patético que un griego llevando cuentas: un alemán montando orgías.
Si mete en Google Heil Merkel, salen 771.000 resultados (“aproximadamente”, matiza el buscador). Hay un mosaico de imágenes de la canciller con bigotito y posando con distintos modelos nazis, y también un artículo de un diario tinerfeño que explica que “ni siquiera Adolf Hitler con su Wehrmacht logró conquistar Europa”, pero Merkel va a conseguirlo “con una de las peores armas del siglo XXI: la financiera”. Los rescates son la fase final de “una crisis preparada durante décadas”. Primero cayeron Portugal y Grecia, luego España e Italia, finalmente Francia e Inglaterra. “Todos sucumbirán a la presión alemana”.
Esta tesis se la he oído a bastante gente: como Berlín no pudo dominar Europa con sus ejércitos, pretende comprársela ahora. A mí me parece una exageración. Los alemanes tienen muchos defectos, pero carecen de doblez, no por honestidad, sino por constitución fisiológica. El día que decidan invadirnos, pierdan cuidado, que se les notará a la legua.
Si supeditan cualquier ayuda al “cumplimiento íntegro y en plazo del programa” es porque ésa es su forma de resolver las cosas. Su obsesión por “el programa” raya con lo patológico. En su reportaje para Vanity Fair (“It’s the Economy, Dummkopf!”, más o menos: “¡Es la economía, cabeza cuadrada!”), Michael Lewis explica que “este preternatural amor a las reglas” impregna todos los órdenes de la vida alemana, y cuenta cómo en junio de 2007 la aseguradora Munich Re organizó para sus directivos una fiesta “en la que no solo se ofreció pollo y golf”, sino “una comilona con prostitutas”. “En el mundo de las finanzas, altas o bajas, este tipo de celebraciones no son insólitas”, sigue Lewis. “Lo llamativo era lo bien organizado que estaba todo. La empresa repartió entre las prostitutas brazaletes blancos, amarillos y rojos para que cada hombre supiera cuáles le correspondían. Después de cada encuentro sexual, a la prostituta se le aplicaba un sello en el brazo, para que se supiera cuántas veces se había hecho uso de ella. Los alemanes no querían solo putas: querían putas con reglas”.
Lo mismo pasa ahora. Los alemanes no quieren solo griegos: quieren griegos con reglas. Ahora bien, del mismo modo que resulta discutible que una orgía con reglas alemanas sea superior a una orgía sin reglas de ningún tipo, ¿será mejor una Europa con reglas alemanas? Si la alternativa son las reglas griegas, por supuesto. Lo ideal sería, en todo caso, que encargáramos los presupuestos a los alemanes y las orgías a los griegos. Pero ni siquiera esa especialización extrema resulta deseable.
Entiéndanme, no estoy cuestionando cómo los griegos organizan sus diversiones privadas: llevan montando bacanales desde… Bueno, desde que Baco era aún Dionisos. Lo que discuto es el modo en que los alemanes gestionan sus finanzas privadas.
Para empezar, ¿quiénes patrocinaron la gran orgía crediticia previa a la crisis? Los virtuosos banqueros alemanes. “Prestaron dinero a los suscriptores de hipotecas subprime americanos, a los promotores inmobiliarios irlandeses y a los magnates de las finanzas islandeses para que hicieran cosas que ningún alemán habría osado hacer nunca”, escribe Lewis. “El único desastre financiero de la pasada década que [los banqueros alemanes] se perdieron fue Bernie Madoff”.
Esta racha nada aleatoria de meteduras de pata delata uno de los secretos mejor guardados del ejemplar modelo alemán: que en su pecho late un enclenque corazón financiero. Es típico de las potencias exportadoras. Para favorecer a sus campeones industriales, dictan a su banca instrucciones precisas sobre a quién deben prestar y a qué precio. Todo el sistema está intervenido, no hay competencia, la vida es fácil y a los directivos se les va atrofiando el olfato para detectar el riesgo.
Por eso fueron fácil presa de los que Lewis describe como “extremadamente astutos” banqueros de inversión americanos. Estos diseñaban “apuestas diabólicamente complicadas y luego enviaban a sus fuerzas de venta a explorar el planeta en busca de algún idiota que aceptara ser la contraparte de esas apuestas. Y durante los años del boom crediticio una desproporcionada parte de estos idiotas procedía de Alemania”. Es más, cuando en Wall Street se pasaban tanto con los productos estructurados que creían que “nadie compraría esa mierda”, no faltaba nunca una voz que sugería: “Bueno, espera. Seguro que se la colocamos a alguna caja alemana”.
Y a mediados de 2007, cuando todas las firmas de Nueva York se dieron cuenta de que el mercado subprime se hundía y se afanaban desesperadamente para deshacer posiciones, ¿quiénes fueron los últimos compradores “de todo el mundo”? Exacto: los alemanes.
Berlín tiene que cobrar conciencia de que, para sobrevivir en este mundo salvaje e implacable, la solución no es ser aún más alemán, sino un poco más griego (o irlandés o italiano: ¿quiénes se han adueñado después de todo de Wall Street?). No es que resulte políticamente intolerable imponer reglas alemanas a los griegos. Es que los americanos nos las van a dar todas en el mismo carrillo.