El presidente del IFO cree que el camino de la recuperación debe hacerse a pelo.
Luce Hans-Werner Sinn una sotabarba decimonónica que evoca inevitablemente al capitán Ahab. Lo recordaba Claudi Pérez en la entrevista que le hacía este fin de semana en El País. Pero la barba de ballenero no es el único rasgo que comparten el protagonista de Moby Dick y el presidente del IFO (acrónimo alemán de Instituto de Investigación Económica). Ambos personajes están embarcados en una persecución de lo que consideran la encarnación del mal: la ballena blanca el uno, la inflación el otro. Ahab ha perdido una pierna y Sinn se siente víctima también de una mutilación colectiva: el hundimiento de la República de Weimar. “Los alemanes”, le confiesa a Pérez, “tenemos una relación paranoica con la inflación”. Ahab acaba estrangulado por la cuerda del arpón con el que ha herido a su enemiga, y uno se pregunta a veces si no le aguarda a Sinn (y a toda la tripulación que lo acompañamos) un final igualmente épico.
Sinn no es ningún indocumentado. Su diagnóstico de la recesión no difiere del que hacen otros expertos: tras su incorporación al euro, los países del sur sufrieron una fuerte pérdida de competitividad que se tradujo en la acumulación de déficits en el saldo exterior (vendíamos cada vez menos y comprábamos cada vez más). Mientras estos desequilibrios pudieron financiarse en una banca mundial anegada en liquidez, no hubo problema. Pero el colapso del mercado interbancario en 2008 interrumpió abruptamente nuestras líneas de avituallamiento y forzó, primero, la quiebra en cadena de miles de empresas y, luego, el deterioro de las cuentas del Estado, cuyo gasto en desempleo se disparó y cuyos ingresos fiscales se desplomaron.
¿Cómo se sale de este lío? Sinn cree que hay que ir directamente a la raíz del problema: la pérdida de competitividad. Las economías del sur deben acometer “los ajustes necesarios”, que en el caso de España consisten en “otra reforma laboral que flexibilice los salarios a la baja” (lo que permitiría a las empresas reducir costes vía sueldos, en lugar de vía empleo). “Eso hizo [Gerhard] Schroeder en 2003. Eliminó el salario mínimo y laminó el Estado de bienestar”.
Aunque Sinn emplea un lenguaje escasamente político, tampoco suelta ninguna extravagancia. La mayoría de los expertos son partidarios de reducir un gasto público mucho más generoso de lo que podemos permitirnos. También existe un consenso bastante amplio sobre la necesidad de desregular los mercados, es decir, de rebajar las barreras que protegen a trabajadores y empresas. La incorporación de nuevos actores intensificaría la competencia y obligaría a unos y a otras a espabilar o retirarse, lo que impulsaría la productividad general y, a la postre, el bienestar.
Ahora bien, reducir el gasto puede ser una medida sensata para reconducir las cuentas de una familia aislada, pero cuando lo hacen todas las familias a la vez, el efecto resulta devastador. Por eso, como me decía el profesor del IESE Juan José Toribio, la contracción presupuestaria se compensa generalmente con una expansión monetaria. Pero a Sinn le parece que “imprimir dinero no es una solución a largo plazo” e invoca el trauma de Weimar.
Tiene razón. Aquel brote de hiperinflación no debe repetirse, pero para ello hay que empezar por evitar los errores que lo precedieron, y el primero fue la imposición de unas reparaciones de guerra inasumibles. “En el Tratado de Versalles”, cuenta Robert Skidelsky en Las consecuencias de Angela Merkel, “los aliados insistieron en que Alemania sufragara el coste de la contienda”. A lo largo de tres décadas, Berlín debía transferir a las potencias victoriosas entre el 8% y el 10% de su PIB.
John Maynard Keynes se opuso desde el primer momento a este calendario de pagos, no sólo porque podía causar una revuelta social, sino porque era poco práctico. La satisfacción de la deuda hasta el último marco impediría a los alemanes comprar nada a sus socios comerciales, de modo que el dinero que se embolsaran en concepto de compensación dejarían de percibirlo vía importaciones. “Reducir a una generación a la servidumbre, degradar la vida de millones de personas y despojar de la felicidad a toda una nación debería parecernos horroroso y detestable”, escribió, “incluso aunque no esparciera de la semilla de la decadencia de toda vida civilizada en Europa”.
Es difícil encontrar otra profecía más certera en la historia de la economía.
El caos desatado por el Tratado de Versalles indujo a Harry Truman a encarar la siguiente posguerra con un planteamiento radicalmente distinto: un Plan Marshall que antepuso la reactivación del crecimiento a la devolución de la deuda. Sinn ha debido de hartarse de escuchar esta historia, porque en junio del año pasado publicó en el New York Times un artículo en el que explicaba que ya estaba bien de acusar a Alemania de cicatería. “Grecia ha recibido […] 575.000 millones de dólares en ayuda directa, líneas de liquidez del BCE, recompra de bonos y quitas. Comparen esto con el Plan Marshall, por el que Alemania está muy agradecida. Supuso el 0,5% de su PIB a lo largo de cuatro años, o el 2% en total. En el caso de Grecia, [el 2% del PIB] equivale a 5.000 millones actuales. En otras palabras”, concluía, “Grecia ha recibido 115 planes Marshall”.
El problema de estas cuentas es que se refieren “a la cáscara del Plan Marshall”, como rápidamente le replicó en Free Exchange el historiador de la London School of Economics Albrecht Ritschl. Además de ese 2% de ayuda directa, Estados Unidos puso en marcha una descomunal condonación de la deuda alemana, que hacia 1947 suponía el 330% de su PIB. “Mientras Europa Occidental se debatía en los años 50 con unos ratios de endeudamiento próximos al 200%, la nueva República Federal disfrutaba de tasas inferiores al 20%”. Eso es lo que permitió a Alemania adoptar esa ortodoxia macroeconómica de la que ya no se ha desviado, y que Sinn pretende acertadamente generalizar ahora a todo el continente.
“Europa [no sólo Sinn] debería aprender de la historia”, dice Ritschl. “Y debería hacerlo ya. No habrá recuperación mientras las deudas no se reduzcan a proporciones manejables”.
En descargo de Sinn hay que decir que en la entrevista de El País no se opone a efectuar “quitas significativas”, pero un poco de inflación ayudaría a erosionar la deuda en términos reales y tampoco nos vendría mal, por muy paranoicos que se pongan los alemanes.
Sí. En pequeñito es lo mismo que ocurre con el tema actual de Cataluña, y a mi entender Rajoy lo está levando bien.
Sí. En pequeñito es lo mismo que ocurre con el tema actual de Cataluña, y a mi entender Rajoy lo está llevando bien.