Historia personal del rescate chipriota

Se han dicho todo tipo de barbaridades estos días, y probablemente todas ciertas.

El rescate de Chipre levanta pasiones encontradas. A mí, al principio, me dio la impresión de que era una canallada. Luego leí una entrada de Nada Es Gratis y vi que tampoco había tantas alternativas a confiscar parte de sus ahorros a los chipriotas, aunque siguió pareciéndome un error.

Mi hijo me preguntó entonces cuál era la diferencia entre gravar los depósitos y gravar las rentas o el consumo, y lo único que me salió fue el argumento grandilocuente de que se había cruzado una línea roja y de que habíamos entrado en tierra incógnita, etcétera. No sé si a ustedes les ha pasado alguna vez, pero me quedé con la incómoda impresión de que no lo había convencido del todo.

Esa misma tarde, mi cuñado me dijo que a él no le parecía mal. “¿Por qué hay que pedirle el dinero a los contribuyentes europeos?”, razonó. “¡Que se lo pidan primero a los chipriotas, que casi no pagan impuestos!”

Finalmente, el martes, cuando llegué a la redacción, volví a encontrarme con un clima definitivamente crítico con el rescate (“Es una chapuza”), con lo que el círculo se cerró. ¿Qué balance puedo ofrecerles después de este instructivo rodeo?

Primero, los antecedentes. Los bancos chipriotas son insolventes debido a una combinación de errores propios y ajenos. Durante los años felices del boom crecieron espectacularmente (sus activos llegaron a suponer el 750% del PIB) gracias a la captación de ahorro foráneo, y no capearon mal los primeros embates de la crisis. Pero su fuerte exposición a los bonos griegos hizo que a partir de 2010 la clientela extranjera empezara a escasear. Dentro de casa, el estallido de la central eléctrica de Vasilikos, que suministraba la mitad de la energía a la isla, agravó aún más la recesión. Por último, la quita de la deuda helena les dio la puntilla.

A lo largo de los últimos meses, los expertos del Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo (la troika) debatieron con el Gobierno de Nicosia la cuantía y los detalles del rescate. Se concluyó que Chipre necesitaba 17.000 millones de euros, el equivalente al producto nacional de un año, pero también se decidió rectificar una injusticia de operaciones anteriores.

Cada vez que se plantea un rescate bancario, los contribuyentes se quejan de que se cargue sobre sus espaldas, pero, si se repasa la relación de agraviados, resulta que no son los que han llevado la peor parte. En el caso de los accionistas, el desplome de los títulos revela que desde luego ellos no se han ido de rositas. Entre los directivos, la suerte ha estado más repartida: algunos se han jubilado con sustanciosos bonos, pero, de cada 10 dólares que cobraban los banqueros de Wall Street, nueve los percibían en acciones, de modo que también han recibido lo suyo. En cuanto a los trabajadores, en 2008 las cajas empleaban a 130.000 personas y, cuando acabe el saneamiento, quedarán 100.000.

Los que sí habían quedado indemnes hasta ahora, y ésa es la injusticia, son los acreedores. En un concurso normal, habrían tenido que aceptar fuertes quitas. Ésa es la lógica del capitalismo, ¿no? Si prestas mal, debes pagar por ello. Pero en el caso de los bancos, ni se habían enterado. Como se preguntan Lee Buchheit, Mitu Gulati e Ignacio Tirado en un reciente documento del Social Science Research Network, “¿por qué […] se insiste […] en que los enfermos de cáncer de las economías rescatadas sacrifiquen su medicina en aras de un saludable ajuste fiscal, mientras se evita ocasionar la menor molestia al gestor de un fondo de alto riesgo de Greenwich, Connecticut, que ha invertido en deuda soberana del país?”

Esto es intolerable y, según Reuters, el ministro alemán de Finanzas Wolfgang Schauble lo dejó muy claro a sus socios de Bruselas: “No bail-in, no bail-out”, lo que significa que no habría rescate (bail-out) si no había contribución de los acreedores (bail-in). De los 17.000 millones, 5.800 tenían que ponerlos ellos.

Hasta aquí todo perfecto. El problema es que, cuando uno se mete en el balance de un banco chipriota, descubre que la mayor parte de los acreedores son depositantes como usted y como yo. Gestores de fondos de Greenwich, Connecticut, hay pocos. Entre todos los bonistas no reúnen ni 2.000 millones, y muchos de ellos están acogidos a la legislación inglesa, lo que preludia litigios interminables de final incierto.

Así que el presidente de Chipre, Nikos Anastasiades, se volvió inevitablemente hacia los depósitos y ahí se encontró con dos perfiles: los que tienen menos de 100.000 euros, que es la cantidad garantizada en toda la Unión, y los que tienen más de 100.000. Lo lógico (y lo que propuso Schauble) habría sido meter mano a estos últimos, que sumaban 38.000 millones y entre los que figuran los famosos oligarcas rusos, que aprovechan el hermético secreto bancario chipriota para lavar sus fondos. ¿Por qué no se les impuso un gravamen del 15% para reunir los 5.800 millones que pedía la troika? Probablemente porque habría infligido un golpe insuperable a la industria financiera de la isla, a la que acuden capitales de todo origen y condición confiados en su absoluta impermeabilidad a cualquier contingencia.

Lo más que Anastasiades llegó a aceptar fue la aplicación de un impuesto del 9,9% sobre los depósitos de más de 100.000 euros, de modo que el resto del dinero (unos 2.000 millones) debía salir del pequeño ahorrador.

Ésta es la historia de cómo se cruzó la famosa línea roja. ¿Y cuáles pueden ser las consecuencias?

Algún comentarista ha escrito que los depósitos de los pequeños ahorradores son “un pilar básico de la sociedad y de la democracia” y que violarlos “incumple una norma ya escrita en el Deuteronomio”, pero ningún principio moral o político (aparte de los generales que defienden la propiedad privada) justifica que se les dé un tratamiento especial. Si las autoridades los garantizan ahora es porque, cuando no los garantizaban, los bancos resultaban vulnerables a cualquier rumor. La gente no esperaba a confirmar si una entidad tenía problemas o no: en cuanto surgía la menor duda, corría a reclamar su dinero, con lo que los peores augurios acababan consumándose indefectiblemente.

Al incumplirse esta garantía en Chipre, ¿cabe la posibilidad de que se repitan las corridas bancarias de la Gran Depresión? La reacción inicial de los inversores fue cauta. Como escribía el lunes el Wall Street Journal, las primas de riesgo subieron, sobre todo la italiana, pero menos de lo que lo había hecho tras las elecciones. El euro también perdió terreno en Asia, pero lo recuperó cuando abrieron los mercados europeos. “Todo esto”, explicaba el diario, “indica que hasta ahora los mercados están de acuerdo con el mensaje que ha lanzado la eurozona a Chipre: que su situación es única y que por tanto requiere una solución única, pero no constituye una amenaza sistémica”.

Pero, claro, eso era el lunes. El martes el rescate descarrilaba en el Parlamento chipriota y ahora resulta que la unanimidad con que el Eurogrupo lo aprobó no era tal. Anastasiades dice que lo chantajearon, Luis de Guindos asegura que él siempre defendió que los depósitos eran “sagrados” y cada cual, en fin, escurre el bulto como puede.

¿Y qué conclusión saco yo de todo esto? Pues que todos llevan razón: mi cuñado (hacer pagar a los acreedores es una buena idea), mi hijo (no hay grandes diferencias prácticas entre gravar un depósito o la renta), yo mismo (estamos en tierra incógnita), el Wall Street Journal (no tenía por qué suponer una amenaza sistémica) y, por supuesto, mis compañeros (es una chapuza).

O sea, Europa en estado puro: grandes ideas, desastrosa ejecución.

2 comentarios en “Historia personal del rescate chipriota

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