Lo justo y lo necesario

La salida de la crisis debe ser tan equitativa como sea posible, pero no más.

Los magistrados del Constitucional portugués creen que quitarles una paga extra a los funcionarios y a los pensionistas viola el principio de igualdad, y le han abierto un boquete al plan de ajuste del primer ministro Pedro Passos Coelho. Joaquín Estefanía celebraba este lunes la decisión en su columna de El País. Decía que es “una más de las pequeñas rebeliones” contra las medidas que llegan de Bruselas, “todas en el mismo sentido”. En su opinión, “la tecnocracia y la plutocracia” han sometido a “los poderes políticos” y no les dejan salir de la crisis “aplicando sus propias recetas y ritmos”.

Estefanía no da detalles sobre estas “recetas y ritmos”, pero considera que las actuales “no [han sido] debatidas democráticamente ni [son] compartidas por todos”. Aunque es difícil imaginar una estrategia de ajuste efectiva que complazca a la mayoría, sí podemos analizar las alternativas que tiene ante sí Lisboa para cumplir el objetivo de déficit (siempre dentro del euro; también podría salirse, pero menudo lío).

La primera sería otro rescate. El propio primer ministro lo ha desechado, en parte porque no estaría exento de dolorosas contrapartidas, pero también porque engordaría una deuda pública que ya supera el insostenible nivel del 120% del PIB.

La segunda opción, que también ha descartado Passos Coelho, es una subida de impuestos. A la izquierda le seduce la idea, porque carga el esfuerzo sobre los hombros de los ricos, algo que parece más equitativo que quitarles una paga a los pensionistas. Además, Portugal está entre los países con menor presión fiscal de Europa (36,1% del PIB en 2011, frente a una media del 40%). El inconveniente de un alza de los tributos es que la experiencia reciente arroja muchas dudas sobre su eficacia. El año pasado, los ingresos de la Hacienda lusa cayeron el 4,5% en los tres primeros trimestres, a pesar de que se aumentaron el IVA y el IRPF (cuyo marginal ha pasado del 40% de 2007 a casi el 50%). Dar otra vuelta de tuerca al contribuyente podría agravar la situación.

Una tercera alternativa, que compartiría si no la totalidad de los portugueses, sí una amplísima mayoría, sería la reestructuración. Igual que los islandeses decidieron no pagar a los depositantes extranjeros de sus bancos, Lisboa podría imponer una quita a los tenedores de sus bonos. El problema es que la deuda soberana, una vez creada, no se destruye, solo se transforma en deuda financiera. Y llenar de activos incobrables los balances del Banco Central Europeo y, particularmente, de las entidades portuguesas (y españolas) no tendría un efecto muy favorable en la actividad crediticia, el crecimiento y el empleo.

Queda, por último, la opción de completar la unión fiscal, emitir eurobonos y lanzar un Plan Marshall en los países periféricos, pero, en el corto plazo, no deja de ser una pura fantasía.

Si ahora se toman la molestia de repasar lo expuesto hasta aquí, se darán cuenta de que la receta de “la tecnocracia” lleva un poco de todo: recortes, rescates, subidas de impuestos, quitas parciales, incluso algún tímido avance hacia la unión fiscal. Esta aproximación ecléctica (que da un poco la razón a todo el mundo y garantiza, por tanto, la animadversión general) es lenta y dolorosa, y suele ser el producto de un laborioso consenso que conviene abordar con el pragmatismo más descarnado.

Por desgracia, como explica James Surowiecki en The New Yorker, en lugar de discutir “cuál es la política económica más sensata”, los europeos nos hemos enzarzado en una disputa sobre “lo que es justo”. “Los políticos y votantes alemanes creen que es injusto pedir a Alemania que siga pagando la factura de los países que han vivido por encima de sus posibilidades […]. Pero los votantes griegos están convencidos de que es un ultraje que les impongan años de austeridad fiscal y de elevado desempleo para pagar a […] sus ricos vecinos del norte, que se han beneficiado desproporcionadamente de la integración europea”.

Son agravios legítimos y comprensibles, pero al atizarlos continuamente corremos el riesgo de ofuscarnos y dificultar el acuerdo. Surowiecki cita el juego del ultimátum. En este experimento de psicología social, dos personas deben repartirse una cantidad, generalmente 100 dólares. Al primer jugador se le encarga que haga una propuesta, sin ninguna cortapisa: puede compartir la mitad del dinero, pero también quedarse con el 80% o el 90%. El segundo jugador, por su lado, se limita a aceptar o rechazar la propuesta. Pero si la rechaza, nadie gana nada.

Lo lógico sería que el segundo jugador aceptara la oferta que se le hiciese, por mezquina que fuese, puesto que siempre mejorará su situación de partida. Pero los humanos estamos diseñados para indignarnos ante la injusticia y, cuando nos sentimos víctima de un abuso, preferimos perder algo con tal de que el rival lo pierda todo.

“La inquietud por la justicia tiene muchas ventajas”, escribe Surowiecki: “reduce la explotación, promueve el mérito e incentiva el esfuerzo. Pero en una negociación en la que ninguna de las partes obtendrá nunca lo que desea y en la que la mejor solución es la menos mala, preocuparse mucho por la justicia puede resultar suicida”. Y concluye: “Para alejar a Europa del abismo, los votantes y los políticos [y los magistrados del Tribunal Constitucional portugués, añadiría yo] deben dejar de preguntarse qué es justo y empezar a preguntarse qué es posible”.

Un comentario en “Lo justo y lo necesario

  1. Si. El humano cambia dejarse ciego por dejar a alguien tuerto. En los tiempos bíblicos (lo comentamos mucho en casa) «el ojo por ojo y diente por diente» fue un gran avance de la ética en nuestra historia. Antes debía ser de órdago, pagando, como siempre, el de abajo…

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