Aunque durante años se consideró un ejemplo de la eficacia de los estímulos keynesianos, el impacto directo de la ayuda americana en el crecimiento de la Europa de la posguerra fue modesto.
El pasado 28 de enero, Ignacio Fernández Toxo reclamó ante la Confederación Europea de Sindicatos “un Plan Marshall” para la UE. El secretario general de CCOO no dio más detalles, pero la delegación alemana que lo escuchaba desde el patio de butacas sí había traído una propuesta muy concreta: una inversión de 250.000 millones de euros anuales durante una década en grandes infraestructuras de transporte, energía renovable, educación, ciencia, etc., que se financiaría mediante un impuesto sobre “las personas ricas y pudientes” (una precisión que revela la agudeza superior de los sindicatos a la hora de apreciar los distintos matices de la opulencia).
Un cuarto de billón de euros parece una suma fabulosa, pero apenas supone el 2% del PIB de la Unión. Ése fue más o menos el importe de la ayuda que recibieron los beneficiarios del Plan Marshall. Y el resultado fue espectacular, a pesar de que la situación de partida era infinitamente peor que la actual.
Recapitulemos. A finales de 1947, la incipiente recuperación de la posguerra se detuvo abruptamente. Los países europeos habían agotado sus reservas de divisas y los ingresos por exportaciones no cubrían el coste de las materias primas y los bienes de equipo imprescindibles. Los raquíticos sueldos tampoco generaban ahorro ni impuestos suficientes para la reconstrucción. Las cuentas públicas estaban en números rojos y la amenaza de la inflación y el impago mantenía alejada a la banca americana, que miraba con aprensión cómo los comunistas ganaban terreno en Italia, Francia y Grecia.
En Washington, el demócrata Harry Truman era muy consciente de que, sin unas economías prósperas al otro lado del Atlántico, el futuro de Estados Unidos tampoco era demasiado halagüeño, pero su Gobierno llevaba invertidos ya miles de millones en la recuperación de Europa sin gran éxito. Plantear otro programa más ambicioso y, sobre todo, que incluyera a Alemania, iba a tropezar con la oposición republicana, cada vez más dominada por el discurso aislacionista del senador Robert A. Taft.
Pero Truman era un viejo zorro y lo primero que hizo fue encargar la iniciativa a alguien intachable: el estratega del desembarco de Normandía y la invasión de Europa, el primer general de cinco estrellas de la historia de Estados Unidos, el héroe de guerra George Marshall. Como el propio presidente diría posteriormente: “¿Puede imaginar las probabilidades de que aprobara [el plan] un Congreso republicano en año electoral si se hubiera llamado Truman en lugar de Marshall?”
La Casa Blanca también cargó un poco la mano con el avance de los comunistas, a los que hoy sabemos que nunca consideró capaces de hacerse con el poder en Francia e Italia. En esta campaña, el presidente contó con la inestimable colaboración de Stalin, que derrocó al Gobierno checo en febrero de 1948. Un mes después, aprovechando que el susto aún les duraba a los republicanos, Truman presentaba la Ley de Cooperación Económica (nombre técnico del Plan Marshall) en el Congreso, que la tramitó y aprobó en 15 días.
En total, y a lo largo de cuatro años, Estados Unidos transfirió 13.000 millones de dólares a 16 países europeos. El resultado ya hemos dicho que fue espectacular. Tras la llegada de los fondos, el Viejo Continente empezó a crecer y no paró hasta 1973. El Plan Marshall inauguró la era más próspera de su historia.
Este éxito se cita a menudo como ejemplo de la eficacia de los estímulos keynesianos, pero lo cierto es que “la ayuda sencillamente no fue lo bastante grande para impulsar el crecimiento de Europa”, como escriben los economistas Bradford de Long y Barry Eichengreen en “El programa de ajuste estructural más eficaz de la historia”, una referencia clásica en los estudios sobre el Plan Marshall.
De hecho, en los años anteriores se habían invertido cantidades similares (4.000 millones de dólares por ejercicio) y Europa seguía en 1947 atascada. Además, cuando se desagrega el programa por países, tampoco se encuentra correlación entre el volumen de los fondos y el ritmo de progreso: Alemania recibió relativamente pocos y, sin embargo, creció muy deprisa. ¿Por qué funcionó el Plan Marshall donde otros habían fallado?
“La crisis de la Europa de la posguerra no se debía a la falta de inversión, ni a la carestía de materias primas, ni a la incapacidad de reparar sus infraestructuras”, explica en el artículo “El Plan Marshall” Eichengreen (esta vez en colaboración con Marc Uzan). De acuerdo con sus cálculos, las transferencias americanas explicarían como mucho un 20% de la formación de capital. La carestía de materias primas tampoco era dramática y, para cuando la Ley de Cooperación Económica entró en vigor, no quedaban tantos puentes ni carreteras que reparar. “La crisis era de mercado”, dicen Eichengreen y Uza. “Los productores no distribuían su género, y los trabajadores y los patronos reservaban sus esfuerzos”, porque “la inestabilidad política, la escasez de artículos de consumo y el temor al caos financiero los inducían a acaparar bienes y a dosificar energías”. El Plan Marshall no sólo calmó a los inversores, sino que forzó a los Gobiernos que querían sus fondos a liberalizar los mercados de factores y productos. Y una vez eliminadas las trabas a la contratación y a la fijación de precios, los empresarios se animaron por fin a crear empleo y a sacar su género a la venta.
“El impacto directo del Plan Marshall en el crecimiento europeo fue menor, […] quizás del 0,3% anual”, escribe Nicholas Crafts, otro experto en la materia. Lo relevante fue su carácter de “programa de ajuste estructural”. Los países beneficiarios firmaban “un acuerdo que los obligaba a seguir políticas macroeconómicas rigurosas y liberalizar el comercio”. “Las sumas de dinero fueron modestas”, añade, y sirvieron básicamente para suavizar las reformas estructurales que constituían el núcleo de la iniciativa y que “resultaron determinantes para su éxito”.
¿Tiene sentido hoy un Plan Marshall para la UE, como reclama Toxo? Crafts cree que las economías periféricas sufren el mismo problema que la Europa de la posguerra: han perdido competitividad. Pero, como entonces, la solución no es “arrojar dinero”, que es lo que lleva décadas haciendo Bruselas con los fondos estructurales. Esa estrategia es incluso perjudicial, porque fija a la población en actividades y regiones improductivas. Un “auténtico Plan Marshall” consistiría en “un programa de ajuste con estricta condicionalidad”, cuyos fondos se entregasen a quien liberalizara sus mercados. Es esa desregulación la que impulsa la productividad y el bienestar, porque facilita la entrada de nuevos competidores que obligan a los negocios ineficientes a espabilar o cerrar.
Pero ésa es otra historia, no la que Toxo quería contar.
Qué pasa, primo? Yo lo tengo bastante claro: entre la gestión privada y la gestión pública de los recursos, yo prefiero la administración militar. Y te explico: los ejércitos son estructuras que han continuado perfeccionándose desde los albores de los tiempos hasta hoy. Sus finanzas y modos de gestión llevan milenios perfeccionándose hasta hoy (lo repito) y lo seguirán haciendo en el futuro. En los cuarteles se tiene en cuenta hasta el último cacahuet de cada bolsa, y además es difícil que ningún militar meta la mano en la caja. Ser militar es vocacional y además se tiene un sentido de entrega a la patria, o a sus gentes, donde el honor cuenta mucho. Además los militares son gente entregada a su quehacer, administrando muchas veces presupuestos muy altos (más que muchos bancos) y cobrando en dinero tan solo el sueldo que les corresponde por Ley. Durante mi Servicio Militar (primer reemplazo del 92: RIMT 54 – es decir Regulares de Ceuta, el primero que tuvo una duración de 9 meses) uno de mis tenientes se jactaba de que ganaba más dinero que el coronel, gracias a condecoraciones remuneradas, años de servicio, etc.) Y pudiendo ser de una graduación mayor, le gustaba su puesto de teniente y ahí seguía.
Dentro del ejército algunos quieren ser soldados, otros suboficiales, otros oficiales, otros jefes…El puesto mayor dentro del ejército al que se puede optar por carrera es el de coronel. Los generales son ya puestos políticos.
Bueno, no quiero seguir el tema, que da para mucho más, sobre todo por no aburrir al personal.
Un abrazo a tod@s.
Una visión diferente. Yo no tengo en tan buena estima a la administración militar. Hice el servicio en la Brunete y en el regimiento se respiraba un fuerte desánimo, consecuencia de los recortes y la inactividad. Tendemos a pensar que la felicidad consiste en el ‘dolce far niente’, pero el buen ocio mina más que el mal negocio. Gracias por tus comentarios, Edu.