¿Están destruyendo los avances tecnológicos “miles y miles y miles” de puestos de trabajo?
El empresario y periodista Román Cendoya acaba de publicar eRevolución, un ensayo en el que alerta de que las máquinas nos están transformando en tecnodependientes, a la vez que nos despojan de nuestros trabajos. No he leído el libro y no voy a entrar en qué pueda consistir eso de la tecnodependencia (aunque no suena demasiado bien). Pero sí lo vi referirse la otra noche en El gato al agua al segundo asunto. Con su brío y amenidad habituales, Cendoya comparaba cómo los periodistas empezábamos la jornada hace 12 años y cómo la empezamos ahora.
“Te duchabas […] e inmediatamente, como lo que más nos gusta es leer periódicos, bajábamos al kiosco a comprarlos […]. Como además nos gusta el café expreso, teníamos que ir a un bar a tomarlo […], porque en casa teníamos […] aquellas cafeteras que hacían el aguachirle, que no era un expreso precisamente. Y luego, si era primero de mes, teníamos que ir al banco […] a un mostrador donde había un bolígrafo, siempre encadenado, [con el que] empezábamos a rellenar [impresos] y pagábamos nuestros recibos. Hoy en día, mientras estamos en la ducha, en la tableta se descargan todos los periódicos […]. Vamos a nuestra cocina y hay una máquina que hace expreso. Y […] sin tener mayor cualificación bancaria […] puedes ponerte en un ordenador a hacer todo tipo de operaciones. La pregunta es: ¿cuántos empleos me he cargado yo en mi desayuno? […] Miles y miles y miles”.
La premisa inicial de Cendoya es incontestable: la tecnología permite que un individuo realice hoy el trabajo que hace solo 12 años realizaban varios. Pero Cendoya se precipita al concluir que la tecnología crea paro.
Su enfoque se concentra en un detalle de un cuadro más amplio. Si alejamos la cámara para observar el plano completo, veremos que la historia no acaba con la destrucción de mano de obra. El aumento de la productividad también reduce los costes, y el empresario puede destinar ese ahorro a (1) mejorar su beneficio, (2) bajar los precios y ganar cuota, (3) subir el sueldo a los empleados más diligentes para evitar que se los lleve la competencia o (4) un poco de todo. Haga lo que haga, el resultado será que alguien dispondrá de más medios para invertir o consumir.
Así pues, la tecnología tiene un doble efecto: crea paro, pero también impulsa la demanda. ¿Y cuál de estas dos fuerzas prevalece? Un rápido vistazo a nuestro pasado reciente revela que las economías occidentales llevan incorporando tecnología a pasos agigantados desde la Revolución Industrial y tanto los niveles de bienestar como los de empleo no han dejado de crecer. Vivimos mejor que hace 50, 100 o 200 años, y la población activa es muy superior (con las obligadas fluctuaciones propias del ciclo).
Esta impresión general está bastante corroborada por la investigación. “Los precios más bajos [que causa la innovación] han aumentado la demanda y más que compensado su efecto depresor [en el empleo]”, escribe el catedrático de Yale William Nordhaus. Por su parte, Olivier Blanchard, Robert Solow y B. A. Wilson han analizado la experiencia de Estados Unidos y Francia y su conclusión es que, en los tres primeros trimestres, los choques de productividad elevan el desempleo, pero que éste empieza a caer a partir del cuarto, para estabilizarse finalmente por debajo del nivel de partida. “No hay elementos en el pasado que justifiquen la visión pesimista de un paro tecnológico persistente”, observan.
Todo esto quizás les parezca un poco abstracto. Lo que ustedes ven es que donde antes había un equipo de cajistas, linotipistas y correctores ahora hay un teclista y un ordenador (o un ordenador, punto). Varios puestos de trabajo se han desvanecido a cambio de un fantasmagórico impulso de la demanda. ¿Por qué iba ésta a materializarse en empleo nuevo?
La respuesta es que el mundo es un sitio enorme y miles de emprendedores están maquinando noche y día cómo captar la demanda de nueva creación (o cómo arrebatar la ya existente). Cada vez que la tecnología ha generado un ahorro, ha aparecido alguien ofreciendo artículos o servicios en que gastarlo. Artículos o servicios que comportan sus correspondientes ocupaciones.
La hipótesis del paro tecnológico presupone que la cantidad de trabajo que hay en una sociedad es fija y que, por tanto, cada puesto que asuman las máquinas será un puesto que los humanos pierdan. Pero la cifra de empleos no es una magnitud constante. Varía con las necesidades de las personas. Piensen en el siglo XIX: si a un economista americano le hubieran contado entonces que, 100 años después, la comida precisa para alimentar a sus compatriotas la iba a producir el 2% de la población y la ropa el 1%, se habría llevado las manos a la cabeza: “¿Y qué hace la gente?” Hoy lo sabemos: fabrica automóviles, diseña aplicaciones para móviles y organiza estancias turísticas en zonas del planeta húmedas y calurosas que antes eran inhabitables.
El ser humano es una criatura increíble. Mi perrita Elsa sestea apaciblemente el tiempo que no destina a sus funciones esenciales: olisquear y marcar minuciosamente el vecindario, acudir (casi) siempre que la llamamos, hacernos las zalemas de rigor y dejarse poner un ridículo Barbour cuando llueve. A cambio de ello, percibe un estipendio diario de pienso. Podríamos aumentárselo, pero eso no alteraría su rutina ni intensificaría la producción de zalemas. Acabaría abandonándolo en la escudilla. Como un sabio oriental, ha aprendido a vivir con lo imprescindible.
Los humanos somos muy diferentes, ya les digo. Hace décadas que en Occidente dimos por zanjado el problema perentorio de la supervivencia. De hecho, destinamos una porción cada vez menor de la jornada laboral a procurarnos el dinero preciso para pagar la comida, la ropa y el techo. Una parte creciente sufraga gastos inimaginables no ya para un economista americano del siglo XIX, sino para nosotros mismos hace cinco años. A diferencia de Elsa, una vez almorzados no nos tumbamos en un cojín a sestear. Nos gusta la acción y, si nos aumentan el estipendio diario (como ocurre cada vez que los precios bajan a consecuencia de un avance tecnológico), no lo abandonamos en la escudilla, sino que discurrimos rápidamente necesidades nuevas en que invertirlo, como esas tabletas o esas máquinas de expresos que Cendoya menciona en El gato al agua.
¿Y no llegará un día en que nos sintamos saturados y no sepamos qué hacer con el aumento de la demanda que induce la tecnología? Es posible, pero de momento no hemos llegado ahí. Ni siquiera los individuos más obscenamente ricos de la especie parecen encontrar dificultades para descubrir nuevos y creativos modos de gastar: jets privados, yates con auditorio para orquesta sinfónica, islas artificiales de formas caprichosas, tiburones conservados en formol…
Cendoya puede desayunar tranquilo.
Muy interesante Miguel. Ahora nos hemos enterado que el Big Data que mejorará el funcionamiento de las empresas, parece que va creará VARIOS MILLONES de empleos. Yo espero que estés en lo cierto, aunque la tecnología me gusta hasta cierto punto y creo que nos estamos excediendo.
Muchas gracias, Miguel Ángel. Yo tengo mucha fe en la tecnología, pero fíjate que digo «fe»: creo que es buena, no tengo la certeza absoluta. Un abrazo.
Hola Miguel y demás gente. Si no me equivoco con el latín, Economía es la Ciencia que estudia cómo administrar la casa. Ecología es la ciencia que estudia la casa. Un buen economista debería tener, al menos, rudimentos de Ecología. Yendo al grano: los sistemas «maduros», como puedan ser los bosques «naturales» o las selvas tropicales tienen una carga biológica importante, es decir existe una diversidad de especies enorme, donde abundan las formas parásitas de modo que se escape al mínimo la materia y energía del sistema. Y además esa diversidad se identifica con numerosas formas de vida donde no faltan las formas súper especializadas. Pues eso: una sociedad como la actual, más madura que la de antaño, estará llena de «nichos» donde cada trabajador se deberá especializar en un tipo de tarea, y donde deberá colaborar con otros en el cumplimiento de sus deberes laborales. También habrá sitio para gente poco especializada, pero deberán derivar, como hacen ya hoy los médicos generales, de familia e incluso los pediatras hacia especialistas más expertos en cada caso. Pero los Leonardo da Vinci lo tienen crudo en la sociedad de hoy, y más en la del mañana.
Pues sí: tengo un problema con el latín, ya que la raíz «oikos» (casa) viene del griego, aunque luego tuviera su forma latina. No estoy muy puesto en lenguas muertas…la verdad. Y debería.