Vivir en la nube

La edad de la inocencia electrónica ha llegado a su fin.

John Gapper, un columnista del Financial Times, dice que la tecnología nos ayuda hoy a vivir en un “Downton Abbey virtual”. Igual que el mayordomo libera al conde Grantham de las servidumbres menudas del día a día (qué camisa llevar, con qué corbata combina mejor, etcétera), los ordenadores permiten a cualquiera “gestionar su agenda, sugiriéndole la mejor ruta para viajar, la película que quiere ver o el vuelo que le conviene coger —e incluso reservárselo”. “Todos andamos escasos de tiempo”, escribe Gapper. “En vez de que nos bombardeen con anuncios y nos obliguen a elegir, resulta agradable recibir un servicio personalizado”.

La sociedad moderna se ha vuelto inmanejable. Como explica el sociólogo Barry Schwartz en Por qué más es menos, la abundancia nos desborda. Antes había una aerolínea, una televisión y una compañía telefónica, y la luz te la daba la eléctrica que te correspondía por zona. Ahora vivimos esclavizados por la tiranía de las pequeñas decisiones. Cualquier supermercado de barrio tiene docenas de variedades de galletas, sopas, salsas para pasta, aderezos para ensalada, cereales… Y como intentes averiguar qué ponen en la tele yendo canal por canal, te pueden dar las tantas. El zapping era una estrategia viable en la sabana analógica, no en la jungla digital.

Organizar este caos era indispensable y, por tanto, hay que dar la bienvenida a los nuevos mayordomos virtuales. El problema es que, como pasaba con los antiguos mayordomos de carne y hueso, pueden acabar sabiendo más de lo conveniente del señor al que visten y alimentan. (Acuérdense de aquello de que ningún gran hombre lo es para su ayuda de cámara.)

Todos somos vagamente conscientes de ello y dosificamos la información sensible que subimos a la nube, pero la profesora de Harvard Latanya Sweeney dice que la Administración puede identificar al 87% de las personas metiendo en sus bases tres datos: edad, género y código postal. Localizarlas después es un juego de niños, gracias a los GPS que incorporan los smartphones.

Y no se trata de una mera posibilidad, como acaba de recordarnos el exagente de la CIA Edward Snowden. La Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA, por su acrónimo inglés) recopila a diario información sobre las llamadas telefónicas y los mensajes electrónicos de millones de ciudadanos. Su denuncia inicial hablaba de un “espionaje masivo” mediante el “acceso directo” a los servidores de varias compañías de internet, pero tanto Facebook como Microsoft han precisado que, aunque afecta a miles de comunicaciones, apenas suponen una fracción mínima (del orden del 0,002%) del total.

Tampoco ha habido “acceso directo”. La NSA actúa de conformidad con leyes aprobadas por el Congreso, y no lee nada ni escucha a nadie: solo vigila patrones. Si, por ejemplo, la CIA obtiene en el curso de sus pesquisas el email de un terrorista en Pakistán, puede introducirlo en un ordenador para descubrir si se ha puesto en contacto con, digamos, un taxista de Nueva York. Pero si luego quiere leer los correos del taxista, necesita la autorización de los tribunales especiales previstos en la FISA (Foreign Intelligence Surveillance Act o Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera), una norma aprobada en 1978, aunque profusamente enmendada a raíz del 11S.

Las autoridades dicen que es una injerencia menor, que a cambio han frustrado “docenas” de atentados y que se trata, en suma, de un compromiso razonable entre seguridad e intimidad. Pero la opacidad que rodea las investigaciones realizadas al amparo de la FISA (jueces secretos que dictan providencias secretas y que son, a su vez, supervisados en sesiones secretas por congresistas secretamente elegidos) ha empezado a asustar a algunos ciudadanos.

Además, es absurdo creer que datos accesibles a cualquier hacker o servicio de inteligencia vayan a quedarse pudriéndose en el ciberespacio sin que nadie les saque partido. Las redes sociales han facilitado notablemente la tarea de los espías. Muchos internautas cuelgan comentarios que permiten inferir (o que revelan explícitamente) sus vicisitudes laborales y domésticas. Algunos de esos internautas trabajan para firmas que desarrollan tecnologías sensibles y, una vez anotadas sus debilidades, no cuesta nada citarles en un discreto parque para hacerles una oferta que no puedan rechazar.

La edad de la inocencia electrónica en la que vivíamos ha llegado a su fin. No podemos seguir en la nube. Los espías existen de verdad, como ha descubierto con escándalo la Unión Europea. Y las empresas deberían tomarse en serio la defensa de su propiedad intelectual y habilitar estrategias (e incluso secciones) de contrainteligencia.

En cuanto a los ciudadanos de a pie, recuerden la frase del efímero gobernador de Nueva York Eliot Spitzer, que se vio obligado a dimitir tras airearse sus andanzas con una prostituta de lujo: “Nunca hables cuando puedas asentir, nunca asientas cuando puedas guiñar y jamás, jamás escribas un correo electrónico”.

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