Promesas de papel

“La economía mundial se está transformando y, para muchos en Occidente, el cambio no va a ser agradable”. 

Decía Milton Friedman que “solo un Gobierno puede coger papel perfectamente bueno, imprimirlo con tinta perfectamente buena y conseguir que el resultado no valga nada”. La frase encabeza uno de los capítulos de Promesas de papel, el libro que Philip Coggan presentó hace unas semanas en la Fundación Rafael del Pino. Coggan es el responsable de la columna Buttonwood de The Economist y las promesas de papel a las que se refiere son el dinero fiduciario con el que funcionamos desde que Richard Nixon puso fin a los acuerdos de Bretton Woods. “Nuestro sistema de pagos es un acto de fe”, dice Coggan. Hace tiempo que dejamos de usar monedas de oro, de plata o de cualquier otro material que tenga un valor intrínseco. Intercambiamos unas notitas que crea el Estado a voluntad, confiando en que emita la cantidad justa para respaldar la riqueza existente. Es un arte delicado: igual que en el juego de las siete y media de La venganza de don Mendo, el no llegar da dolor, porque estrangulas la actividad. Pero ¡ay de ti si te pasas! Si te pasas es peor, porque, como apunta Friedman, el resultado es un billete que no vale ni la tinta con que está impreso.

“Entonces la fe se resquebraja y la crisis estalla”, dice Coggan. A él ese preciso momento del estallido lo cogió en la playa. “Había ido a pasar unos días a Maine [en el verano de 2007]. Recuerdo que estaban dando por televisión la noticia de la caída de las bolsas. A mi lado había un señor que trabajaba en una agencia de rating y de repente le sonó el móvil. Era de su despacho. Le dijeron que volviera inmediatamente. Ahí me di cuenta de que el problema era grave”.

“Déjeme puntualizar antes de nada que yo soy historiador de formación, o sea, que todo esto lo veo un poco desde fuera”, prosigue. “Y lo que resulta irritante de estos economistas es que, si hablas con [Edward] Prescott o [Robert] Lucas, te dicen que [Paul] Krugman no tiene ni idea, pero Krugman dice lo mismo de Prescott y de Lucas. ¡Y todos tienen un premio Nobel! La economía no es como otras disciplinas científicas. Aquí no hay progreso. Nos movemos en círculos”. Hace una pausa, rebulle en su silla. “Cuando en 1976 hice mis A-level exams [el equivalente a la selectividad española], el keynesianismo estaba oficialmente acabado. Jim Callaghan, el primer ministro inglés, había anunciado [en una conferencia del Partido Laborista] que ya no existía la opción de librarnos de una recesión gastando”. Pero casi cuatro décadas después, Japón acaba de lanzar un gigantesco programa de estímulo para sacar su economía del marasmo.

Según Coggan, este tira y afloja entre keynesianos y austriacos, entre socialistas y liberales no es más que la manifestación académica y política de una batalla más sorda y soterrada: la que libran desde el principio de la historia acreedores y deudores para imponer el concepto de dinero que más conviene a sus intereses.

Los acreedores defienden una moneda fuerte, que preserve su valor frente a la arbitrariedad  de los gobernantes, tan proclives a atizar las cecas para dar satisfacción al populacho. Los deudores, por el contrario, prefieren una divisa más maleable, que se adapte a su capacidad de pago y no los aplaste bajo la losa de sus pasivos.

Coggan cree que todos llevan razón. El núcleo del conflicto radica en la propia naturaleza del dinero, que debe conciliar dos cometidos que resultan con frecuencia incompatibles. Por un lado, es un medio de intercambio y, en ese sentido, “parece obvio que querríamos que hubiera tanto como fuera posible”, porque se facilitaría el comercio y la actividad.

“Pero si consideramos el dinero como reserva de valor, querremos restringir su oferta”, porque cuando se fabrica a capricho, acaba por no valer nada, lo que impide el ahorro y, por tanto, la inversión a largo plazo. “Encontrar el equilibrio es de suma importancia”, explica Coggan.

A lo largo de la historia, la humanidad ha recurrido a distintas soluciones.

La (no tan) Belle Époque. Un modo de eludir los cantos de sirena del dinero fácil es amarrarse al mástil de una paridad irrevocable. A lo largo del siglo XIX, varios países siguieron el ejemplo de Reino Unido y se comprometieron a mantener la cotización de sus divisas en relación con el oro. El sistema recibió el espaldarazo definitivo en 1871, con la incorporación de Alemania, inaugurando una era de prosperidad que duraría hasta la Primera Guerra Mundial. “Los acreedores y comerciantes podían saber con seguridad el valor del dinero y esto los animaba a prestar y comerciar”, explica Coggan. La inflación prácticamente desapareció: el economista Roger Bootle cita el caso de los taxis londinenses, cuya tarifa permaneció en un chelín por milla durante dos siglos, entre 1694 y 1900.

El patrón oro también impulsó la primera globalización. Capitales, trabajadores y bienes circulaban libremente por todo el planeta. Eran los tiempos de la Belle Époque. ¿Por qué renunciamos a aquel maravilloso arreglo?

En primer lugar, la naturaleza inevitablemente limitada del suministro de oro impone una restricción arbitraria a la economía. A finales del siglo XIX esto no supuso una traba porque se encontraron importantes yacimientos en Sudáfrica y California y se pudo acompasar la expansión de la oferta monetaria a la del PIB. Pero todo el oro que existe hoy no abulta más que un cubo del ancho de una pista de tenis, y no es previsible que vaya a aumentar significativamente.

Además, cualquier divisa fuerte, esté referenciada al oro, al tungsteno o al marco alemán, tiene un reverso tenebroso: cuando las reservas que la respaldan caen (porque hay que liquidar un déficit comercial, por ejemplo), las autoridades deben retirar de la circulación billetes por un importe equivalente, lo que sube el precio del dinero y causa una recesión. Mientras los trabajadores carecieron de voto, como sucedía en la Belle Époque, los políticos pudieron aislarse de su ira. Pero a medida que el sufragio fue universalizándose, las deflaciones periódicas que exige mantener el tipo de cambio se volvieron insostenibles y, a lo largo de los años 30, un Gobierno detrás de otro renunció a lo que Keynes denominaba “la bárbara reliquia”.

De todos modos, la hiperinflación de la Alemania de Weimar (1919-1933), donde un kilo de mantequilla llegó a costar 250.000 millones de marcos, había dejado claro que hay algo peor que una restricción arbitraria a la impresión de moneda: la ausencia total de restricción. Por ello, el propio Keynes abogó en Bretton Woods por el establecimiento de un sistema de paridades fijas, pero ajustables. Su idea era prevenir los desequilibrios comerciales excesivos penalizando tanto los déficits como los superávits, y para suavizar los ajustes concibió un prestamista global: el Fondo Monetario Internacional. Pero en la redacción final del tratado, Washington rebajó la capacidad del FMI y suprimió por completo la pretensión de que se castigara a las potencias exportadoras (Estados Unidos era en aquel momento el primer acreedor del planeta), así que Bretton Woods echó a andar como una especie de patrón dólar: el oro se quedaba mayormente en Fort Knox y los demás países podían acumular billetes verdes de cuya solidez respondía la Reserva Federal.

A pesar de estas limitaciones, el acuerdo funcionó razonablemente hasta que, en los años 60, acuciado por la guerra de Vietnam y la construcción de la Gran Sociedad, Lyndon Johnson descuidó su compromiso con la ortodoxia monetaria. Los bancos centrales de Occidente, liderados por el siempre revoltoso De Gaulle, empezaron a comprar oro y a vender dólares, la situación del billete verde se volvió insostenible y, en 1971, Nixon suspendió su convertibilidad.

Vigilantes. Si el patrón oro constituyó el triunfo de los acreedores, lo que siguió a Bretton Woods ha sido la apoteosis de los deudores. Una vez liberados de los grilletes dorados, ¿qué fe podía depositarse en las promesas de papel de los Gobiernos? El episodio de Weimar no invitaba al optimismo y, efectivamente, los 70 arrancaron con un brote de inflación. Pero se sofocó rápidamente y, tal y como preveía el nuevo paradigma liberal que había derrocado al caduco keynesianismo, el mercado de bonos se encargó a partir de entonces de mantener a raya a los Gobiernos manirrotos, disparando sus costes de financiación. James Carville, un asesor de Bill Clinton, llegó a comentar: “Solía pensar que, de reencarnarme, me gustaría ser presidente o papa […]. Pero ahora lo que quiero ser es el mercado de bonos. Puede intimidar a quien le dé la gana”.

La disciplina de estos vigilantes mantuvo la inflación controlada durante los 90, pero en la década siguiente se vieron desplazados por unos actores totalmente distintos: los países emergentes, con China a la cabeza. A estos clientes no les importaba lo que la Casa Blanca hiciera con sus finanzas. Compraban dólares que luego invertían en deuda soberana porque querían mantener su divisa devaluada para vender zapatillas deportivas y ordenadores a los estadounidenses.

Bajo el patrón oro o bajo Bretton Woods esta situación no habría durado mucho. El persistente déficit exterior americano se habría tenido que saldar. Pero en la era de los tipos flotantes el boquete de la balanza comercial se cancelaba con la entrada de capitales y todos parecían felices: los asiáticos colocaban sus artículos y los americanos gozaban de crédito ilimitado.

En la eurozona operaba un apaño similar: a Berlín le venía muy bien financiar el consumo de los periféricos, porque su demanda contrarrestaba el efecto contractivo de la reunificación.

Esos chorros de dólares asiáticos y euros alemanes no parecían afectar, además, a los precios. Había, sí, burbujas de activos concretos, pero nadie mostraba inquietud. “En Estados Unidos los pisos no han bajado a escala nacional desde los 30, me decían cuando preguntaba por la exuberancia de los precios”, recuerda Coggan. “Era el mismo aplomo con que habían defendido la disparatada cotización de las tecnológicas”.

Esa temeraria confianza se veía reforzada por la fe universal en Alan Greenspan. “En octubre de 1987 el Dow cayó el 22% en un día y se pensó que estábamos ante una repetición del Crack del 29, pero la reacción del presidente de la Fed convenció a los inversores de que podrían rescatarlos eternamente”.

Los bancos asumían cada vez más riesgos, las empresas y las familias se cargaban de deudas y Greenspan iba detrás, atajando los conatos de crisis. “A los de Yellowstone también les dio una temporada por apagar cualquier llamita que se formase”, dice Coggan. “No se daban cuenta de que esos fuegos ayudan a limpiar el sistema. Cuando finalmente llegó el gran incendio, había tanta maleza acumulada que la hoguera fue pavorosa”.

Misterio resuelto. En La sociedad opulenta, John Kenneth Galbraith señaló que la expansión del crédito podía impulsar la demanda algún tiempo, pero que el proceso acabaría tocando inevitablemente a su fin. ¿Y qué pasaría entonces?, se preguntaba.

Ahora ya lo sabemos. “Primero pasamos la deuda de los hogares a los bancos, luego los bancos se la pasaron a los Gobiernos y ahora estamos viendo si los Gobiernos débiles se la pasan a los Gobiernos fuertes”, dice Coggan. Pero no tiene buena pinta. Igual que sucedió con el patrón oro y con Bretton Woods, el sistema de tipos flotantes se está yendo a pique ante la incapacidad de los deudores para afrontar las obligaciones asumidas. “El primer síntoma ha surgido en la eurozona”, se lee en Promesas de papel; “el segundo surgirá en la relación entre China y Estados Unidos”.

Coggan es muy pesimista. “De este atolladero no vamos a salir creciendo, como después de la Segunda Guerra Mundial”, dice. Entonces la población aumentaba y las economías asimilaban tecnología a marchas forzadas. Pero hoy la población se contrae y la productividad avanza mucho más despacio.

La segunda opción es gastar menos, pero si todos los países reducen su consumo a la vez, la recesión se agravará. Incluso en condiciones favorables, la austeridad es un proceso lento y doloroso, parecido a las deflaciones de la Belle Époque y sujeto a gran contestación, porque, en el fondo, “la devolución de una deuda transfiere recursos de los pobres [familias hipotecadas] a los ricos [inversores y banqueros]”.

Los rescates, finalmente, tampoco han dado el resultado apetecido. “The Economist sostiene que Alemania debería estimular su actividad y mutualizar [o sea, asumir] parte de la deuda, pero ¿quién quiere eso? Los alemanes desde luego no, pero tampoco los griegos, porque comporta una fuga de soberanía fiscal”.

¿No hay salida, entonces? Históricamente, situaciones similares a la actual se han resuelto con inflación, estancamiento o impago, y seguramente tengamos un poco de todo. Lo que a Coggan le parece altamente improbable es que la deuda se reintegre en su totalidad. “En los 40 últimos años”, escribe al final de su libro, “los deudores han asumido compromisos de pago que no van a poder cumplir. […] Romper esas promesas de papel causará un gran desbarajuste”. Y concluye: “La economía mundial se está transformando y, para muchos en Occidente, el cambio no va a ser agradable”.

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