Hemos cometido el error equivocado

Nassim Taleb cree que la actual sobreprotección no solo no nos defiende de los cisnes negros, sino que los hace aún más catastróficos.

Cuenta Nassim Taleb en Antifrágil que hacia 1998 se encontraba en un restaurante de Chicago “en compañía del hoy fallecido Fred A., que a pesar de ser economista era todo un caballero y una persona muy amable”. Taleb andaba todavía en la treintena (nació en Líbano en 1960), pero ya era una leyenda en el mundo de la inversión. El crash de 1987 lo había sorprendido sentado encima de una pila de futuros en eurodólares (unos compromisos de préstamo a un determinado interés) y, cuando la Reserva Federal bajó radicalmente los tipos para sostener las bolsas, su “masiva” posición salió catapultada. First Boston, el banco para el que trabajaba, ganó el Lunes Negro 40 millones de dólares y él, una cantidad indeterminada aunque sustanciosa: según dice, el 97% de todo lo que ingresaría a lo largo de su carrera como operador, y hablamos de una carrera singularmente próspera.

Así que Taleb era una leyenda en el mundo de la inversión, aunque ya abrigaba dudas sobre el origen último de su éxito. Muchos años después, frente al magnetofón de una redactora de Bloomberg, había de declarar refiriéndose a aquel lunes remoto: “A veces se dan estos golpes de suerte”. Pero hacia 1998 no había perdido la esperanza de que hubiera algún método científico con que anticiparse al mercado. Buscaba en concreto la manera de poner precio a los derivados, para forrarse comprándolos (o vendiéndolos) cuando estuvieran por debajo (o por encima) de su “valor verdadero”.

Taleb estaba especializado en unas inversiones enrevesadas llamadas “opciones exóticas” y quería saber qué opinaba de ellas Fred A. “Reconoció”, recuerda Taleb, “que la demanda de esos productos iba a ser muy alta, pero se preguntaba cómo podrían manejarlos los operadores de bolsa si no entendían el teorema de Girsanov”.

La respuesta lo dejó atónito. Por supuesto que sus compañeros de parqué no tenían ni idea de quién era Girsanov. “Seguramente les sonaría a una marca de vodka”, escribe. Aquella gente era tan inculta que “consideraban una eminencia al que era capaz de deletrear bien su dirección”. Uno en concreto, “Basil Nosécuántos”, había hecho una fortuna especulando con francos suizos, pero no supo “situar Suiza en un mapa” cuando Taleb se lo pidió.

Ni falta que le hacía. Se había criado en un mundo en el que los veteranos aún repetían que “un hombre de verdad no usa papeluchos”. Cerraba las posiciones a golpe de ensayo y error, “igual que a un vendedor del zoco de Damasco no le hace falta resolver ecuaciones generales de equilibrio para poner precio a sus pistachos”.

Es cierto que, con el tiempo, los quants habían impuesto sus sofisticadas técnicas y por los patios de contratación había acabado circulando la famosa fórmula Black-Scholes-Merton. Pero ¿de dónde había salido? La concesión en 1997 del Premio Nobel a Myron Scholes y Robert Merton (Fisher Black había fallecido dos años antes) consolidó la creencia de que la universidad era el rompeolas de la historia y que, gracias a su callada labor, podían surcarse océanos antes vedados a la navegación. Pero en realidad cientos de Basil Nosécuántos llevaban décadas faenando en esos caladeros. De hecho, Scholes y Merton solo habían “empaquetado” su experiencia en un elegante modelo matemático.

Taleb escribió un artículo en el que presentó “una prueba tras otra” de cómo los académicos se habían apropiado una vez más del mérito de los hombres de acción. La idea central de su ensayo era que la investigación no lideraba el progreso técnico. La astronomía surgió de la necesidad de orientarse en el mar, la termodinámica se desarrolló a partir de la máquina de vapor y la teoría germinal de la enfermedad fue fruto de los trabajos de Pasteur para combatir las plagas de los viñedos.

“Creamos teorías a partir de la práctica”, escribe Taleb. La Revolución Industrial fue obra de gente sin apenas formación.

CONTRA TODO. Taleb vive en guerra permanente con buena parte del planeta. Le caen mal los economistas, los académicos, los banqueros, los políticos y, por supuesto, los periodistas. “Un erudito”, declaró en cierta ocasión, “es alguien que revela menos de lo que sabe; un periodista [es] todo lo contrario”. Muchas de sus entrevistas acaban de mala manera y en la Fundación Rafael del Pino, que lo ha traído a Madrid junto con la editorial Paidós, me advierten que no va a posar para los fotógrafos ni piensa hablar con quienes “no se hayan leído su libro”. “Ya sabes”, añaden, “que tiene un carácter especial”.

Lo sé, lo sé. Una vez le remití un cuestionario de nueve preguntas. Contestó a cuatro, con frases de no más de 10 palabras, y me lo devolvió sin mayores aclaraciones.

Esta mañana procura portarse mejor. Es verdad que no deja de teclear SMS en su móvil mientras le hablo o que, pasadas las dos de la tarde, me deja con la palabra en la boca para espetarle a la representante de la editorial: “¿Aquí no se come nunca?”

Pero, en un momento dado, incluso me ha dado ánimos. “Vine por primera vez a España en 1981”, dice, “y era un país mucho más pobre. ¿De qué se quejan? Su único problema es que tienen un Estado que se dedica a ayudar a los bancos en lugar de a los emprendedores”.

Ésta es justamente una de las tesis centrales de Antifrágil, pero antes de entrar en ella déjenme que les siga poniendo en antecedentes de los encontronazos de Taleb con el mundo mundial.

CISNES DE COLORES. Recién licenciado por la Universidad de París, Taleb se matriculó en la escuela de negocios de Wharton y allí se dio cuenta de que toda la estadística que le estaban enseñando no explicaba la frecuencia con que se daban los sucesos extremos. La hipótesis del mercado eficiente (HME) sostenía que millones de ojos escrutan las 24 horas del día la evolución de las acciones, tratando de detectar la menor anomalía (una valoración anormalmente alta o baja) para aprovecharse de ella. Esta infatigable vigilancia hace que los precios reflejen toda la información disponible en cada momento y que el movimiento futuro de un título dependa de acontecimientos impredecibles (porque si fueran predecibles ya se habrían incorporado a la cotización). Quizás suba o quizás baje. Es como lanzar una moneda: un fenómeno aleatorio. Sus oscilaciones deberían, por tanto, distribuirse a lo largo de lo que se llama una curva normal.

Pero el propio padre de la HME, Eugene Fama, ya observó que la evolución de las bolsas no era puramente aleatoria. Si lo hubiera sido, desplomes como el crash de 1987 se producirían cada 7.000 años, no cada tres o cuatro.

“Comprendí que había un fraude en algún lugar, que los sucesos de sigma seis [que se desviaban mucho de la media] se calculaban mal”, escribe Taleb. Pero cuando quiso debatirlo, se vio “humillado” por expertos que lo “machacaban con matemáticas complejas”.

Taleb decidió proseguir la investigación por su cuenta y no tardó en convencerse de que el descomunal esfuerzo por predecir el futuro era inútil. Vivíamos en un mundo demasiado complejo. El escritor Malcolm Gladwell cuenta que, a finales de los años 80, cuando Taleb empezaba su carrera en Indosuez (hoy parte de Crédit Agricole), tuvo un jefe cuya obsesión con el riesgo rayaba en la paranoia y que una noche le llamó para preguntarle qué pasaría con sus inversiones si un avión se estrellaba contra una torre del banco. Taleb le tranquilizó diciendo que aquello era imposible.

Pero nada es imposible. Como había aprendido leyendo al filósofo Karl Popper, el hecho de que en el pasado únicamente hayamos visto cisnes blancos no nos autoriza a pensar que todos los cisnes sean blancos. Bastará un solo cisne negro para hacer saltar por los aires nuestra convicción.

Eso era justamente lo que había sucedido en 1987: un feo pajarraco se había abatido sobre las bolsas, pero los inversores no habían sacado ninguna conclusión. Al contrario. Siguieron comportándose como si el mercado fuera eficiente y, cuando Taleb publicó El cisne negro, la comunidad científica lo acogió con una mezcla de hostilidad y condescendencia. Le reprocharon su ignorancia de vastas áreas de la estadística, incluso le acusaron de cometer burdos errores matemáticos. Corría 2007 y cabalgaban, imparables, de acierto en acierto hasta el desastre final.

UNA QUEJA ES UN REGALO. Cuando a Taleb le preguntan cuál es la posibilidad de anticipar cisnes negros, hace un rosco con la mano, lo lleva a la altura de los ojos y dice: “Cero”. ¿Y cómo podemos entonces defendernos de ellos? Igual que hemos hecho para desarrollar la mayor parte de nuestros avances, desde la maleta con ruedas hasta el teorema de Girsanov, pasando por la bombilla o el microprocesador: equivocándonos.

Taleb explica que hay que aprender a ser antifrágil, que no es lo mismo que robusto, sino lo contrario de frágil. Lo frágil sufre con el maltrato y lo robusto aguanta, pero lo antifrágil mejora. Es lo que vemos en la naturaleza. Las especies simplemente robustas aguantan los golpes corrientes, pero no sobreviven al impacto del meteorito. Para eso hace falta ser antifrágil, estar constantemente probando y errando, porque cada cambio ofrece una alternativa nueva a la naturaleza para que elija la respuesta que más conviene en cada situación.

Lo mismo pasa con las aerolíneas (los accidentes hacen más seguro volar) o con la navegación marítima (las lecciones del Titanic han salvado millones de vidas).

Por desgracia, en otros muchos terrenos hemos optado por levantar un parapeto educativo-político-financiero que, con el bienintencionado propósito de ahorrarnos disgustos, nos ha ido haciendo más vulnerables.

“La comodidad es un camino que no conducía a nada bueno”, escribe Taleb. Las soccer mom (típicas madres americanas de clase media-alta que solo viven para sus hijos) resultan tan engañosamente beneficiosas como los antibióticos: nos inmunizan contra los patógenos de hoy, pero a costa de cebar los gérmenes que nos destruirán mañana.

A otra escala, los Estados han hecho algo parecido al salvar a la banca o a la industria del automóvil. Mientras, la universidad nos proporcionaba una tranquilidad ilusoria, con sus modelos capaces de prever todo menos lo imprevisible, y Alan Greenspan se dedicaba a protegernos de las pequeñas fluctuaciones, sofocando cualquier fuego que se declarara en la economía, sin darse cuenta de que estaba preservando la hojarasca de la que iba a alimentarse el más pavoroso de los incendios.

DEJARSE LA PIEL. Vivimos en una sociedad traspasada por el riesgo moral, y eso no solo no nos defiende de los cisnes negros, sino que los hace aún más catastróficos. “La modernidad es la dominación a gran escala del entorno”, escribe Taleb, “el alisamiento de las irregularidades del mundo y la represión de la volatilidad y los estresores”. Nos hemos encerrado en una burbuja y estamos convencidos de que nuestros científicos tienen un dominio creciente de lo que sucede ahí fuera.

Pero la razón por la que el teorema de Girsanov funciona no es la agudeza de Igor V. Girsanov, sino la saludable experiencia de los Basil Nosécuántos que sufren en sus carnes las consecuencias de aplicar una versión inadecuada de la fórmula.

“¿Sabe cuál es su problema?”, me dice Taleb refiriéndose a España. “Fracasan poco. Fíjese en California. ¿Por qué prospera? Porque allí dicen que hay que arruinarse siete veces antes de triunfar”.

“Claro”, prosigue, “que casi toda la financiación de sus compañías depende de la banca, y a la banca no le gusta el fracaso… Un inversor es distinto. Tiene una cartera diversificada y sabe que gran parte de sus apuestas saldrán mal, pero con que tenga un Facebook le compensa. Eso es lo que les hace falta: un Facebook”.

Necesitamos más emprendedores y menos funcionarios. Los emprendedores son antifrágiles. Los contratiempos hacen que rectifiquen y mejoren su adaptación. Cada equivocación (siempre que no sea irreparable) aporta valiosa información.

Para el funcionario, por el contrario, el error es un borrón en el expediente. Por eso elude equivocarse. Por eso no progresa. Igual que gran parte de Occidente. Como diría el jugador de béisbol Yogi Berra, “hemos cometido el error equivocado”.

2 comentarios en “Hemos cometido el error equivocado

  1. Toda la Naturaleza es un continuo ensayo-error, y por eso progresa, o mejor dicho evoluciona. Si todo fuera perfecto, no podría ser mejor…

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