Dando la vuelta a Pittsburgh

Entre 1979 y 1982 la ciudad se vino abajo. Una tras otra cerraron las plantas en las que había llegado a fundir más acero que Alemania y Japón juntos. Hoy Pittsburgh vuelve a prosperar. ¿Cómo lo ha conseguido?

La autopista que lleva a Pittsburgh desde el aeropuerto serpentea entre bosques verdes y suaves colinas. Luego se mete en un túnel y, a la salida, la ciudad surge de repente, proyectando riqueza y poderío desde sus rascacielos de acero y cristal.

El hotel donde me alojo es una de esas torres. Toda la pared que da a la calle es un ventanal, desde el suelo hasta el techo. La gerencia ha dejado sobre el aparador de la habitación unos prismáticos para otear los alrededores. Hace una tarde clara y al fondo se distingue una ribera abrupta, densamente arbolada, coronada por los miradores desde los que está tomada la postal típica de Pittsburgh: los ríos Monongahela y Allegheny confluyendo en el más pronunciable Ohio, con el distrito financiero en segundo plano.

Tanto Forbes como The Economist coinciden en que ésta es la ciudad más habitable de Estados Unidos. Figura también entre las 10 más limpias del mundo, y es una de las mejores para montar una empresa. Pero el espectáculo que ofrecía al visitante hasta bien entrado el siglo XX era muy diferente: chimeneas vomitando humo y fuego, gabarras cargadas de carbón, viviendas apretujadas a lo largo de calles cenicientas… Contemplando Pittsburgh desde una colina, el bostoniano James Parton escribió en 1868 que era como si alguien le hubiera levantado la tapa al infierno.

Hoy, en las riberas donde antes borboteaban las calderas de la Carnegie Steel hay parques por los que miles de ciudadanos pasean y montan en bicicleta. La ciudad tuvo en los 80 algún problema de seguridad, pero ahora la única amenaza son los gansos canadienses. Estamos en época de cría y, cuando por la mañana correteo por la orilla del Ohio, graznan y estiran el cuello. Al principio me hace gracia, pero cuando lo comento con un par de pitsburgueses me recomiendan que mejor dé un cauto rodeo.

El origen de la riqueza. “Yo vine aquí por primera vez en 1982, como reportero de televisión”, recuerda Bill Flanagan. “La ciudad atravesaba la peor crisis desde la Gran Depresión. Había perdido 250.000 empleos y yo cubría noticias sobre malos tratos y suicidios”.

Flanagan es ahora vicepresidente de la Allegheny Conference on Community Development (ACCD), una fundación creada en los 50, cuando Pittsburgh se hallaba en su apogeo industrial. Durante la Segunda Guerra Mundial había llegado a producir más acero que Alemania y Japón juntos, pero “era también un sitio muy desagradable y la ACCD nació con el propósito de recuperar el entorno”, dice Flanagan. “Las farolas de la calle estaban encendidas las 24 horas, te llovía ceniza del cielo. La gente se traía al trabajo una camisa limpia para cambiarse al mediodía, porque el cuello y los puños se iban poniendo negros a lo largo de la jornada. En el sitio donde ahora estamos”, golpea con el índice la mesa, “se hacinaban los cobertizos. No había casas, no había parque”. Señala la orilla de enfrente. “Y ahí no quedaba ni un árbol, los habían talado para explotar las minas que hay debajo”.

Ésa es una de las claves de la riqueza de Pittsburgh: está rodeada por montañas de carbón. La otra clave son los ríos. “Lo que en Europa llaman la Guerra de los Siete Años [que se libró de 1756 a 1763 y consagró a Inglaterra como potencia hegemónica] se originó por el control de esa lengua de tierra”, dice Flanagan señalando el Parque Point que está a nuestros pies. “Ahí arranca el Ohio y, antes de que hubiera ferrocarril, era el único modo de mover mercancías y personas por el interior del país”. A los franceses, que bajaban de Canadá, les permitía enlazar con sus posesiones de Luisiana a través del Misisipí. A los ingleses, que acababan de saltar los Apalaches, les abría las puertas de las ricas tierras del Oeste. “Por eso fueron a la guerra”.

Inicialmente, la suerte favoreció a los franceses, que contaban con la alianza de las tribus locales. Pero la superioridad naval de Londres les impidió recibir refuerzos y, en 1758, el general John Forbes los desalojaba de la cabecera del Ohio. Donde ahora está el parque, se levantó un fuerte al que se dio el nombre del entonces primer ministro, William Pitt. A su amparo fueron instalándose los colonos que con el tiempo formarían el poblado (borough) de Pitt, o Pittsburgh.

“Todos los que viajaban al Oeste tenían que pasar por aquí”, prosigue Flanagan. “Necesitaban suministros y surgieron pequeños talleres para atender esta demanda. Se fabricaban pistolas, platos, ruedas de carro… Muchos de estos objetos eran metálicos y la ciudad se convirtió en un productor natural de acero: tenía el carbón, tenía el hierro y tenía las vías de transporte”.

Pero el verdadero despegue llegaría tras la Guerra de Secesión (1860-1865), cuando un antiguo telegrafista llamado Andrew Carnegie importó a Estados Unidos un horno diseñado en Inglaterra por Henry Bessemer, que agilizaba y abarataba el proceso siderúrgico. Aquel invento convirtió a Pittsburgh en la capital mundial del acero y a Carnegie en el segundo hombre más rico de la historia, después de John D. Rockefeller.

El corazón de la ciudad. Uno de los sucesos recientes que más alarma ha causado en Pittsburgh ha sido la cadena de falsos avisos de bomba que vivió su universidad entre febrero y abril de 2012. El Pittsburgh Post (230.000 ejemplares) llevó el asunto a su primera página.

Es difícil imaginar que una cadena de falsos avisos de bomba en la Complutense sea no ya noticia de portada, sino simplemente noticia en Madrid, no sé si porque hay muchos, porque hay pocos o porque en el fondo la suerte de la universidad nos inquieta relativamente. En Pittsburgh es “la institución más importante de la región”.

Durante mi visita he tenido ocasión de visitar unas cuantas facultades. En ninguna me han abrumado con amplias bibliotecas o sofisticados laboratorios. Me han llevado a aulas convencionales, donde alumnos casi adolescentes han mostrado los proyectos en los que trabajan: bicicletas eléctricas, generadores mareomotrices, libélulas mecánicas… Es obvio que saben un montón (hay pizarras llenas de esas fórmulas misteriosas que garrapatea Sheldon Cooper en Big Bang), pero todo el énfasis está puesto en los aspectos prácticos. Muchas presentaciones van precedidas de una breve aclaración sobre el mercado potencial del invento. En Pittsburgh la universidad no es la catedral de la Cultura, como en Francia, sino el taller del capitalismo, la fábrica del bienestar.

Este pragmatismo se manifiesta también en la naturalidad con que se aceptan los errores. Para un europeo continental, el fracaso es un estigma. Si este viaje lo organizara una universidad alemana, llevarían meses ensayando, las exhibiciones estarían minuciosamente coreografiadas y todo funcionaría como un reloj. Aquí no. En la Carnegie Mellon (puesto 49 del ranking de Shanghái), el decano nos enseña un robot y anuncia solemnemente: “Les presento a su guía”. Pero el pobre robot no da una. Se niega a entrar en el ascensor y hay que meterlo a empujones. Luego se abalanza sobre una periodista y al final se para delante de un tenderete que hay en mitad de un corredor y tenemos que abandonarlo ahí.

Pero nadie se pone nervioso. La tolerancia a la frustración es una de las señas de identidad de la cultura americana. Recuerdo una película sobre la vida de Bruce Lee. Los típicos wasp rubitos intentan darle una paliza, pero él los reduce con su repertorio oriental de mandobles y patadas giratorias y se da a la fuga. Los wasp salen detrás de él, lo alcanzan y, cuando lo tienen acorralado, le dicen: “Solo queremos que nos enseñes cómo lo haces”. Ese talante ha hecho grande este país.

Muchos de los inventos que los alumnos nos han enseñado no irán a ningún lado, acabarán parados delante de un tenderete en mitad del corredor. Pero ellos no se rinden, porque desde pequeños aprenden que así es la vida. Te caes, te levantas y sigues.

El origen de la pobreza. Dennis Yablonsky es un tipo alto, dinámico, muy americano. Saluda con un enérgico apretón de manos y saca sin más dilación unos papeles para hacerte el análisis DAFO de Pittsburgh: debilidades, amenazas, fortalezas, oportunidades. “En los años 50 nadie quería vivir aquí”, dice. “Había problemas para contratar a buenos profesionales. Por eso surgió la ACDD”.

La ACDD es la fundación encargada de regenerar el entorno que mencioné antes. Yablonsky es el presidente. En España, una fundación suele ser un retiro honorable y su presidente, alguien en el ocaso de su carrera. En Estados Unidos una fundación es un lío, y Yablonsky está desde luego en la plenitud de sus facultades. Murry Gerber, el exconsejero delegado de la firma de energía EQT, cuenta que, cuando hace años se descubrió un importante yacimiento de gas de esquisto en la región, se fue a ver a Yablonsky a la ACDD. Ambos concluyeron que Pittsburgh no podía limitarse a repartir licencias y que debía aprovechar para atraer plantas transformadoras, que son las que dejan buenos empleos. “En una semana teníamos lista una presentación y nos lanzamos a la carretera”, escribe Gerber en Pittsburgh Quarterly. “Visitamos algunas de las principales firmas químicas de Houston y de otras partes del país”. Fue “una gran labor comercial”, que se concretó en la instalación de la Shell Chemical.

Esa misma capacidad ejecutiva fue la que la ACDD empleó para recuperar la calidad del aire. “Hicieron falta 30 años, pero se logró”, dice Yablonsky. Corrían los 70 y pocos estaban entonces inquietos por la marcha de la economía. Los rascacielos más altos son de aquella época. Pittsburgh se había beneficiado del formidable esfuerzo de reconstrucción de la posguerra. En Europa había que rehacer puentes, carreteras, ciudades enteras y los hornos de la ciudad funcionaban día y noche. Las empresas no querían perderse ni un pedido y, si los sindicatos reclamaban más dinero, se lo daban sin rechistar. Tampoco invertían en innovación. Eran cada vez más caras e ineficientes, pero no había competencia y podían trasladar el sobrecoste a los clientes.

La situación cambió en 1970, cuando se incorporan a la siderurgia nuevos jugadores. Algunos, como los asiáticos, carecían de experiencia, pero sus costes eran muy inferiores. Otros, como los alemanes, pagaban bien, pero su tecnología era un siglo más joven.

Pittsburgh se vino abajo en tres años. Entre 1979 y 1983 se cerró una planta tras otra. Miles de obreros abandonaron los valles del Allegheny y el Monongahela, dejando a su espalda un paisaje de escombros, almacenes vacíos y fábricas fantasma.

“Mi padre tenía 50 años”, recuerda Paul Kovach, director de comunicación de la Swanson School. “Había pasado toda su vida en la US Steel y no sabía hacer otra cosa”. Miraba lo que siempre había considerado la fuente de su prosperidad: las montañas de carbón y los ríos, y se preguntaba qué sería de él ahora que todo aquello no valía nada.

Tenía la respuesta delante, pero no eran ni las montañas ni los ríos.

Conocimiento. “Cuando uno repasa lo que se escribía en los 50, comprueba que algunas voces ya alertaban de que el acero no duraría eternamente”, dice Flanagan. “A instancias de aquella gente, los patronatos de las universidades redoblaron la inversión y el esfuerzo para atraer a buenos investigadores. La vacuna de la polio se desarrolló aquí”.

Esta estrategia se mantuvo durante los años 60 y 70 y, cuando la crisis estalló, el sector de ciencias de la salud se había convertido en uno de los motores de la economía. El Centro Médico de la Universidad de Pittsburgh es el primer empleador de la región. “También somos una capital financiera”, dice Flanagan. “Y, por supuesto, aún tenemos una industria potente, aunque no supone el 40% del PIB”.

“Nunca renunciamos a los sectores en los que habíamos sido fuertes”, ratifica Yablonsky. Pero la gran lección de Pittsburgh es que no se le puede dar la espalda a la innovación. Todas las economías prósperas son economías del conocimiento. Igual que Carnegie liberó la riqueza que encerraban estos valles gracias al horno de Bessemer, sus descendientes aplican hoy el vigor de sus universidades para extraer valor de cualquier actividad: desde las más modernas (“Tenemos 2.000 empresas de robótica, biomedicina o informática”, alardea Yablonsky), hasta las menos glamurosas, como la construcción.

Vegetales. Mi vuelta a Pittsburgh concluye en el Invernadero de la Fundación Phipps. En España nos quejamos de que nuestras condiciones geográficas nos abocan a ser un país de bajo valor añadido, con mucho turismo y mucho negocio inmobiliario, pero este invernadero demuestra que la tecnología punta no está reñida con el ladrillo. Cumple los requisitos del Living Building Challenge (Desafío del Edificio Vivo), una certificación que exige que el inmueble produzca la energía necesaria para su funcionamiento, que obtenga el agua de la lluvia y que no genere residuos. Paseando por sus instalaciones te preguntas a veces si a esta gente no se le habrá ido la bola, sobre todo cuando alguno te cuenta que solo come la verdura que cultiva o te pide que te pares para dejar pasar a una hormiga.

Pero dentro de unos años probablemente les estemos comprando la tecnología para levantar nuestras casas, igual que antes les comprábamos el acero y ahora les compramos las vacunas.

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