¿Estamos ante otra típica serpiente de verano o se trata más bien de calculados movimientos de un interminable ajedrez?
En el asunto de Gibraltar, nada es lo que parece. Como sucedía con el Kremlin durante la Guerra Fría, hay que saber leer entre líneas, interpretar el lenguaje corporal, los giros de voz, incluso los silencios, y someterlo todo luego a sesudos análisis para llegar a alguna conclusión.
¿Y qué opinan los gibraltarólogos del último incidente? El alcalde de Londres, Boris Johnson, dice que no se ha creído “ni por un minuto” que la tensión se deba a que las autoridades del Peñón hayan “arrojado “unos bloques de hormigón” al mar para preservar la fauna marina, y tiene razón. Ni al ministro principal Fabian Picardo le importan los peces (de lo contrario prohibiría la actividad de sus gasolineras flotantes, que causan frecuentes vertidos en la bahía) ni España le va a declarar la guerra a nadie porque se impida faenar a 63 barcos.
Los bloques de hormigón y los pescadores son peones de una partida de ajedrez que lleva 300 años jugándose, y que bien podría durar otros 300.
Medios anglosajones habitualmente perspicaces atribuyen la reactivación del contencioso a la urgencia de Mariano Rajoy por levantar una cortina de humo para ocultar “los problemas económicos del país” (The Wall Street Journal) o “el escándalo de financiación ilegal” del PP (The Economist). No es imposible que así sea, pero la cuestión de Gibraltar ya había entrado en lo que el catedrático de Derecho Internacional Público Alejandro del Valle Gálvez calificó en junio (bastante antes de que Picardo arrojara la primera piedra) de “crisis negociadora de carácter estructural”. ¿En qué consiste?
Desde 1964, una resolución de las Naciones Unidas insta a la descolonización de Gibraltar. Esta debe, además, llevarse a cabo mediante un diálogo bilateral entre Madrid y Londres, que tenga en cuenta “los intereses”, pero no los deseos, de los llanitos, ya que no son los moradores originales (esos acabaron en San Roque).
Dentro de este marco jurídico se han puesto en marcha dos grandes iniciativas diplomáticas: el Proceso de Bruselas (1984) y el Foro Tripartito (2004). El primero estuvo a punto de alcanzar un pacto de cosoberanía en 2002, aprovechando la luna de miel entre José María Aznar y Tony Blair, pero lo frustró la oposición de Gibraltar y, desde entonces, no se ha vuelto a activar.
El Foro Tripartito se creó con el propósito de aparcar las cuestiones de soberanía y centrarse en las cuestiones prácticas, y permitió efectivamente resolver infinidad de problemas sobre pensiones, cooperación judicial, comunicaciones, etc. Se ha acusado al PP de dinamitarlo y ciertamente nunca estuvo a gusto con un esquema que otorgaba el mismo nivel de interlocución al Reino Unido y España que a Gibraltar. Pero el Foro ya había dejado de reunirse en octubre de 2010, antes de que Rajoy llegara a la Moncloa. La falta de un convenio para el uso de las aguas en torno al Peñón dio lugar a una serie de incidentes que obligaron a suspender los encuentros. Como explica Del Valle, por mucha voluntad de ser práctico que uno tenga, “la negociación de ciertos temas se topa [tarde o temprano] con cuestiones de principio”.
A pesar de todo, durante un tiempo se mantuvo un diálogo sobre pesca y medio ambiente, pero ha sido este último vínculo el que Picardo ha aplastado con sus bloques de hormigón.
Cuál es ahora la situación? A las autoridades de Gibraltar les interesa dinamitar los cauces tradicionales de diálogo, porque todos convergen en el mandato de la ONU y el Tratado de Utrecht, ninguno de los cuales contempla la autodeterminación. Con su incansable proyección en la escena internacional como ente autónomo (acaban, por ejemplo, de lograr su incorporación a la UEFA) y su rosario de agravios (a menudo autoinfligidos), los llanitos intentan asimilar su caso al de otros pueblos oprimidos en busca de un legítimo reconocimiento como nación.
El Reino Unido, por su parte, no tiene mayor interés en meterse en líos con España, pero se deja querer, porque una hipotética república independiente de Gibraltar pondría pocas pegas a su presencia militar en el Estrecho.
¿Qué opciones le quedan a Rajoy? Puede ignorar las provocaciones de Picardo, pero si no contrarresta su discurso corre el riesgo de que cale en la opinión pública mundial y socave la posición favorable de la ONU hacia España.
También podría acudir al Tribunal Internacional de La Haya, pero a Del Valle le parece una maniobra arriesgada. Podemos encontrarnos con una sorpresa que empañe el historial de pronunciamientos favorables que llevamos encadenados desde los años 60. Además, igual que sucede con las resoluciones de las Naciones Unidas, ¿quién iba a obligar a Reino Unido a ejecutar la sentencia?
Históricamente, lo más eficaz para devolver a Londres a la mesa de negociación ha sido entorpecer la comunicación por tierra del Peñón. Aunque da alas al victimismo llanito, asfixia su economía y lo convierte en una carga para el Presupuesto británico. Por desgracia, la Verja es ahora una frontera de la Unión Europea, lo que deja a España un margen de maniobra limitado.