El problema con las ‘betches’

¿Qué sucede cuando se subordinan las relaciones personales al interés y la eficacia?

Durante mi adolescencia, fui miembro efímero de una pandilla liderada por Lola García. El nombre es ficticio, pero el real no era mucho más aristocrático, a pesar de los aires que se daba. No era una chica seca ni antipática. Al contrario. Era encantadora, pero cada uno de sus amables comentarios ocultaba un frío cálculo. Su obsesión era dar caza a alguno de los veraneantes ricos y de buena familia que recalaban por la costa cantábrica en agosto y, en la medida en que la acercaras a ese objetivo, te toleraba en su círculo. Luego, una vez obtenido lo que deseaba de ti (o constatado que no le eras de utilidad), te expulsaba. No era una decisión formal. Simplemente, un día te encontrabas fuera. Habían dejado de llamarte. A las chicas no les interesabas bastante como para plantarle cara a Lola y los chicos eran, consciente o inconscientemente, pretendientes que ella mantenía en hibernación y que activaba fácilmente cada vez que necesitaba que le prestaran algún servicio.

Entonces no lo sabía, pero Lola era una betch. Como explica El País, esta tribu urbana está formada por chicas de entre 18 y 24 años, cuya propósito en la vida es ser guapas y “ganar básicamente en todo”. Para ellas, el mundo se divide en triunfadores y perdedores, y hay que estar como sea entre los primeros: lograr que otro te haga los deberes, saltarte todas las colas, no pagar por nada… Sus referentes son la familia real inglesa, Paris Hilton o Ivanka Trump, es decir, gente que es rica y famosa porque sí, sin haber contraído el menor mérito (ni falta que hace).

Las betches han trasladado a la esfera privada la lógica implacable del mercado. El afecto o la moral no cuentan ya, o cuentan poco. Del mismo modo que nadie elige al carnicero, al cervecero o al panadero por su carácter o por la riqueza de su vida interior, las betches no dejan que los sentimientos interfieran en sus relaciones personales. Son deliberadamente frívolas. Como Oscar Wilde, creen que lo que cuenta es lo visible, el signo externo, y que solo alguien muy superficial no juzga por las apariencias.

Este trasvase de valores de un ámbito a otro no es nada original. Las religiones (y algunos pensadores) llevan siglos intentando persuadirnos de la validez universal de sus remedios. Ser piadoso, sostienen, garantiza el éxito en todos los órdenes: el político, el profesional y el personal.

La evidencia empírica, por desgracia, dice otra cosa. Maquiavelo ya descubrió la trágica inconsistencia entre los intereses del individuo y los del Estado: a veces, para que la República prospere, el Príncipe debe dejar a un lado sus escrúpulos. El mundo de la empresa también es despiadado y, aunque la ética importa, no es lugar para santos. Ahí conviene tener a tipos capaces. “¿Qué es preferible?”, se pregunta el filósofo André Comte-Sponville. “¿Un buen médico o un médico bueno? Yo prefiero que me cuide un buen médico, aunque no cure más que por amor al dinero, que un médico incompetente que, con mucha humanidad y desinterés, me deje morir a fuego lento”.

No es difícil imaginar cómo acabaría una compañía que se administrara con arreglo a criterios de caridad y simpatía, pero ¿qué sucede cuando se subordinan las relaciones personales al interés y la eficacia? Lo sabemos también, porque las betches no son un fenómeno nuevo. Ya se dio algo parecido en los años 20 con las flappers, y tuvieron un cronista excepcional: Francis Scott Fitzgerald.

Muchos de sus relatos giran en torno a estas chicas “de absoluta belleza”, “hijas de los dueños de las grandes mansiones”, que van dejando un reguero de corazones devastados en su búsqueda del partido ideal. “A los 23 años”, escribe Fitzgerald en La última belleza, “yo no estaba convencido de nada, salvo de que algunas personas eran fuertes y atractivas y podían hacer lo que quisieran”. Ailie, la protagonista de esta historia, es “sin duda” una de ellas, y apenas arquea las cejas cuando se entera de que un teniente con el que lleva coqueteando todo el verano se ha suicidado.

La flapper por excelencia es, de todos modos, Josephine Perry. Fitzgerald dedicó a este personaje cinco cuentos. En el que inaugura la serie, La primera herida, Josephine es solo una adolescente, pero decide seducir al pretendiente de su hermana mayor y, cuando éste cae finalmente rendido a sus pies y se convierte en el hazmerreír de Chicago por “perseguir como un loco a una chica de 16 años”, lo rechaza para evitar que la excluyan de la buena sociedad. “La belleza excepcional”, se justifica, “tiene la necesidad, casi la obligación de ponerse a prueba”, y esto entraña riesgos: “la amplia copa de sus emociones había rebosado de pronto y había sido un accidente que lo hubiera destruido a él en vez de a ella”.

Aunque Fitzgerald rara vez las condena expresamente, la impresión que transmite es que las flappers hicieron del mundo un lugar un poco más desagradable, y no solo para sus víctimas. A fuerza de reprimir sus sentimientos, Josephine terminará en la bancarrota emocional, incapaz de experimentar afecto por nadie. Y la sagaz Ailie renunciará a infinidad de novios decentes para emparejarse con lo que no es más que un vulgar tranviario.

A Lola le pasó algo parecido. Se casó ya talludita con un individuo que llevaba un impresionante tren de vida, pero que resultó pura fachada, un montaje para atraer a incautas herederas. Como dice el refrán, Dios los cría, etcétera.

Naturalmente, esta especie de justicia poética no se da siempre, ni siquiera creo que sea la norma. Muchas flappers se cobraron su trofeo, igual que lo harán muchas betches, porque las altas esferas están llenas de millonarios deseosos de ser cazados por jóvenes de absoluta belleza y a los que no les importa que éstas sean más o menos escrupulosas. Pero es discutible considerarlo un éxito. El lujo es algo a lo que nos habituamos rápidamente. A partir de un determinado nivel, los aumentos de riqueza apenas influyen en nuestra felicidad. Por el contrario, uno nunca se acostumbra a la mentira, a la traición, a la hipocresía.

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