Dice el Wall Street Journal que, comparado con Obama, Georges Bush hijo parecía Metternich.
El pasado fin de semana, durante una celebración familiar, salió el tema de Siria. Mi mujer me tiene prohibido hablar de política en estas reuniones, porque dice que me acaloro. “Acuérdate de cómo acababais cuando la guerra de Irak”. A mí me parece que se deja impresionar por cuatro voces de nada, pero decidí hacerle caso y limitarme a observar. “Luego, en tu blog, escribes lo que te dé la gana”, me dijo, y eso es lo que voy a hacer.
En general, debo decirle a Barack Obama que, por lo que respecta a mi familia, la decisión de aplazar el ataque ha sido bien acogida. Ni a mi padre ni a mis hermanos les habían convencido las pruebas aportadas por el secretario de Estado John Kerry, pero incluso aunque hubiera quedado plenamente acreditada la autoría de Bachar al-Assad en la matanza del 21 de agosto, creen que meterse en el avispero sirio habría sido un error. Temen la reacción de Hezbolá, Irán y Rusia y, sobre todo, no ven clara la finalidad. “Lanzar cuatro misiles no va a resolver nada, solo causará más sufrimiento”, vino a señalar mi hermano.
Les confesaré que en ese momento estuve a punto de replicarle, pero mi mujer me miró fijamente, titubeé unos segundos, llamaron al portero automático y, de repente, la atención se centró en quién podía ser a esas horas, mi madre preguntó si quedaba tarta para él, alguien comentó por cierto qué buena estaba y, en una pirueta tan típica de estas reuniones, el tema de conversación se alejó definitivamente de Siria.
Permítanme ahora que abuse de su paciencia y les cuente lo que quería replicar.
En primer lugar, las pruebas aportadas por Kerry son bastante sólidas. Como se expone en este artículo de Foreign Policy, los análisis de sangre y las muestras de suelo recogidas revelan la presencia de “agentes nerviosos”. El material gráfico es también concluyente. “Los vídeos mostraban a jóvenes víctimas que apenas lograban respirar y que, en algún caso, sufrían convulsiones”, dice la revista. “Las fotos de primeros planos revelaban que las pupilas estaban severamente contraídas. […] Los testigos hablan de niños tan confusos que eran incapaces de reconocer a sus padres”. Y concluye: “Todo esto son síntomas clásicos de una exposición a gases como el sarín, el arma química favorita de Al Asad”.
¿Y cómo sabemos que el culpable de la masacre ha sido el presidente sirio y no la resistencia? Como han apuntado varios analistas (y ha reiterado el presidente ruso Vladimir Putin), no parece la estrategia más inteligente por parte de Damasco: habría obtenido una modesta ventaja militar, pero a costa de exponerse a una represalia potencialmente demoledora. Sus rivales tienen, por el contrario, muchos incentivos (y en algún caso, la falta de escrúpulos necesaria) para sacrificar a unos pocos civiles, porque a cambio embarcarían en sus filas al aliado más poderoso de la tierra.
Pero también aquí la evidencia apunta contra Asad. Los vectores empleados para diseminar el gas han sido misiles. Las imágenes muestran que la zona está llena de carcasas de cohete, un material que la resistencia no posee. Además, los servicios de inteligencia americanos interceptaron una comunicación en la que el ministro sirio de Defensa pedía explicaciones al responsable de una unidad de guerra química por un bombardeo con gas que había matado a más de 1.000 personas.
En cuanto a las consecuencias que tendría una intervención, es verdad que Siria no está en cualquier lugar del planeta, sino en la región de la que Occidente importa sus principales recursos energéticos. Y por quirúrgico que sea un ataque, inevitablemente ocasionará víctimas inocentes. Tampoco está claro el planteamiento estratégico: Obama quiere castigar al régimen sirio, pero cuidando mucho de hacerlo con la intensidad justa, no vaya a ser que desequilibre la contienda y dé la victoria a alguna facción islamista. Finalmente, se corre el riesgo de internacionalizar el conflicto: Hezbolá puede atacar a Israel, quien no dudará en responder, lo que igual arrastra a Irán y Rusia…
De todas estas razones, las económicas son las más débiles. Ningún presidente americano se mete en una guerra en Oriente Próximo sin mirar antes cómo anda de reservas petrolíferas y éstas, en el caso de Estados Unidos, están en máximos históricos. Obama podría aguantar una interrupción del suministro de 415 días. Siria es, por otra parte, un productor irrelevante y Arabia Saudí se ha ofrecido para compensar cualquier caída de la oferta.
Más complicados de desactivar son los argumentos políticos. Es innegable que habrá víctimas inocentes y que el conflicto podría internacionalizarse, pero no hacer nada también causa víctimas inocentes, y está por ver hasta dónde están dispuestos a llegar Rusia, Hezbolá e Irán. Los dos últimos se han revelado enemigos temibles cuando se ha tratado de defender sus países, pero aquí estamos hablando de meterse en un lodazal ajeno, un asunto completamente diferente.
Por supuesto, este cálculo puede revelarse tan desafortunadamente optimista como la previsión de que los iraquíes iban a acoger con vítores de alegría y salvas de aplausos a los liberadores de Sadam Husein, pero en cualquier caso la necesidad moral de condenar el uso de armas de destrucción masiva había dominado hasta el viernes el discurso de la Casa Blanca. Pocas horas antes de que “Obama a solas con Obama” (como han explicado sus asesores) decidiera posponer el ataque, Kerry había defendido vehementemente la necesidad de castigar de forma inmediata a Bachar al Asad. ¿Qué hizo cambiar de opinión al presidente?
No fueron consideraciones tácticas ni militares. En realidad, Obama nunca ocultó su inquietud por la falta de respaldo de Naciones Unidas, y la derrota de David Cameron en los Comunes acabó de desinflar su ardor guerrero.
Esta súbita conversión a la legalidad es perfectamente respetable, pero con independencia de lo que uno opine sobre el acierto de la operación, el resultado ha sido el encadenamiento de errores diplomáticos más notable de la historia reciente de Estados Unidos. Como escribía el lunes el editorialista del Wall Street Journal, comparado con Obama, George Bush hijo parecía Metternich.
La primera metedura de pata fue el compromiso explícito de intervención. “Hemos dejado muy claro al régimen de Al Asad”, proclamó Obama en agosto de 2012, “pero también a otros actores en la región, que para nosotros el que comencemos a ver un montón de armas químicas desplazándose o siendo utilizadas significaría cruzar una línea roja”. Como explica la investigadora del Real Instituto Elcano Carlota García Encina, aquella “evocativa frase —más improvisada que fruto de la reflexión— hizo que más de uno de sus asesores se echara las manos a la cabeza”. La claridad del anuncio contrastaba con la resistencia que Obama había mostrado hasta entonces a involucrarse en la guerra siria. “Pero era el final de agosto”, escribe García Encina, “y se iniciaba la precampaña electoral”. El presidente demócrata pensó que debía despejar cualquier duda sobre su capacidad como comandante supremo de las fuerzas armadas.
No tardaría en arrepentirse. Cuando distintos servicios de inteligencia (franceses, británicos, israelíes) empezaron a informar de que Damasco estaba gaseando a sus enemigos, la Casa Blanca precisó que para que pudiera considerarse que se había cruzado efectivamente la línea roja, no bastaba una denuncia aislada: debía apoyarse en pruebas contundentes, además de certificarse que las armas se habían empleado en cantidades significativas y de forma deliberada.
Las tres condiciones se dieron el pasado 21 de agosto, cuando al menos 1.475 personas morían al este de Damasco durante un bombardeo con sarín. La respuesta parecía inevitable, pero Obama se las ha arreglado increíblemente para escurrir el bulto. Groucho no se lo habría dejado más claro a Al Asad: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”.
Incluso quienes abrigaran dudas sobre la conveniencia de atacar Siria, deben admitir que se ha enviado un “mensaje terrible a los norcoreanos, los iraníes y otros que tratan de averiguar la determinación de Estados Unidos”. Y esto no lo ha dicho ningún neocon, sino el propio Kerry horas antes de que su jefe le comunicara el cambio de planes. Como sostienen desde hace años los talibanes en Afganistán, Hezbolá en Líbano o Al Shabab en Somalia, colaborar con los americanos es un mal negocio, porque disponen de la maquinaria militar más mortífera del planeta, pero carecen del cuajo necesario para acabar las guerras que declaran. Obama ya ni siquiera las empieza.