Un encuentro con el polémico escritor Theodore Dalrymple.
¿Por qué existe el mal? Esta pregunta ha atormentado toda su vida a Anthony Daniels (Londres, 1948). ¿En qué condiciones florece? ¿Puede evitarse? ¿Logrará la humanidad librarse alguna vez de él?
El padre de Daniels era un fervoroso comunista y creía que sí. Había nacido en 1909 en los suburbios de Londres, pero se labró una posición acomodada gracias a una inteligencia despejada y, sobre todo, a que en aquella época hasta el inglés más humilde recibía una educación muy exigente. “Como a tantos individuos brillantes de su época, la Revolución Rusa lo fascinó”, recuerda Daniels. Amaba a la humanidad en general, pero a las personas particulares las despreciaba. Trataba despóticamente a los empleados de la pequeña empresa que había fundado. “No se llevaba bien con nadie”. Ni siquiera con su esposa, a la que arrastró a un matrimonio infeliz embaucándola con sus proclamaciones grandilocuentes de fraternidad universal.
La madre de Daniels es otro recordatorio de la omnipresencia del mal. De origen judío, era hija de un héroe alemán de la Primera Guerra Mundial y llevó una existencia despreocupada en la República de Weimar hasta que, a los 17 años, Hitler llegó al poder y sus padres la enviaron a Inglaterra. El plan era reunirse poco después, pero nunca más volverían a verse. Sin parientes ni recursos, la madre de Daniels se puso a trabajar como empleada doméstica. Tuvo un novio piloto con el que llegó a estar prometida, pero los alemanes lo abatieron sobre Malta. No mucho después, en 1945, recibía un telegrama de su hermana en el que le notificaba que sus padres habían muerto en China.
Daniels no guarda buenos recuerdos del hogar familiar. Asegura que, en los 18 años que convivió con sus padres, jamás los vio mantener una conversación. Solo oyó cómo una noche ella le decía: “Eres un miserable”. Acabarían divorciándose.
“Es curiosa esa contradicción entre las ideas políticas de su padre y su forma de ser”, le digo. Estamos en la Fundación Rafael del Pino (*), donde ha venido a disertar sobre la decadencia cultural de Occidente. Daniels es una persona de modales exquisitos, francamente cordial, algo que no siempre puede decirse de sus opiniones.
“No hay ninguna contradicción”, me responde. “El desprecio del prójimo es típico de los comunistas. Es lo que les ha permitido matar a millones de personas sin pestañear”.
Qué es la pobreza. Daniels hubiera preferido dedicarse a la filosofía o a la historia, pero la presión paterna lo obligó a matricularse en medicina. No se arrepiente. “Es una formación excelente para un escritor”, dice. En la facultad estudió lo justo “para complacer a los examinadores” y, una vez obtenido el título, se fue de Inglaterra en cuanto pudo. “Quería conocer lugares exóticos”. Aceptó una plaza en un hospital de Rhodesia (la actual Zimbabue) y de ahí pasó a Sudáfrica, la República de Kiribati y Tanzania. En esas regiones del mundo, las urgencias son de verdad: niños con mordeduras de serpiente, campesinos mutilados por leopardos, leprosos a los que se les ha caído la nariz…
Al principio, Daniels estaba horrorizado por el contraste con Europa. En un artículo titulado What is poverty (¿Qué es la pobreza?) relata cómo una vez tuvo que atender “a los supervivientes de un accidente en el que un camión se había quedado sin frenos (algo perfectamente normal y previsible dadas las circunstancias) y se había deslizado marcha atrás por la ladera de una colina. Transportaba una montaña de sacos de maíz sobre la que se habían acomodado 20 pasajeros, entre ellos varios niños. A medida que se precipitaba cuesta abajo, el camión había ido perdiendo su carga: primero los pasajeros, luego el maíz”.
Cuando Daniels llegó al lugar de los hechos, se encontró “alineados en la cuneta los cadáveres de 10 niños, ordenados por tamaño, como los tubos de un órgano. Habían muerto asfixiados o aplastados por los fardos que les habían caído encima: un irónico final para un país que sufría una escasez crónica de alimentos”.
Tanzania era en aquella época (mediados de los 80) el coto de Julius Nyerere, un autócrata cruel y un icono del socialismo mundial, una combinación no infrecuente en la galería de gobernantes de la izquierda. “Podías reconocer a los miembros del único y todopoderoso Partido de la Revolución por su envergadura”, escribe Daniels. “Los tanzanos eran delgados, los militantes eran gordos”.
Aquella miseria tenía un claro origen político y Daniels aún confiaba, como su padre, en que el progreso material y unas instituciones adecuadas acabaran algún día con tanto sufrimiento inútil.
“Pronto descubrí mi error”, cuenta.
No tan negro. El primer artículo que Daniels publicó se llamaba A bit of a myth (No del todo cierto). Lo envió en 1983 a The Spectator, mientras ejercía de psiquiatra en Kiribati, y se lo aceptaron sin problemas para su sorpresa (y la del director, que hasta entonces no había editado ningún material que no hubiera encargado previamente, ni volvería a hacerlo jamás). A bit of a myth es una crónica periodística, como la mayoría de sus textos de la época, pero ya apunta una de las tesis más controvertidas del autor: el fracaso del modelo de bienestar occidental.
A Daniels no le cabía la menor duda de que hubiera que exportar a África y a Oceanía los avances sanitarios y científicos, pero entrometerse en sus costumbres y tildar de retrógradas sus instituciones y sus tradiciones e intentar sustituirlas por lo que los filósofos de Montparnasse consideraban razonable y moderno le parecía arrogante y, sobre todo, inútil.
Como en 1987 explicaría en Not as black as it’s painted (No tan negro como lo pintan), África podía ser una calamidad económica, pero “asumimos demasiado fácilmente que la pobreza […] es lo mismo que la desdicha. También asumimos que lo que nos hace infelices a nosotros debe hacer infelices a los campesinos africanos”. Y no es así. “Hay tanta desdicha en Ginebra como en Kinshasa. La vida en África, como en cualquier otro lado, es más compleja de lo que los esquemas de los intelectuales, o incluso de los periodistas políticos, pretenden hacernos creer”.
Daniels cita el caso de su asistenta tanzana Alice, una mujer que habitaba una choza de barro llena de grietas y cuya existencia “distaba mucho de ser sencilla”, pero que “no era en absoluto desgraciada. Tenía sus altibajos […] apenas sabía leer, pero eso no despojaba de sentido su vida. De hecho, su situación me parece en general más tolerable que la de un parado del norte de Inglaterra”.
Ingratitud. La idea de que puede haber más insatisfacción en la opulenta Europa que en la miserable Tanzania está enunciada en Not as black… como una conjetura, pero se convertirá en una sólida convicción a partir de 1990, cuando Daniels regrese a Reino Unido para trabajar en una prisión y un hospital de Birmingham. De pronto descubrirá una clase social “tan saturada de violencia arbitraria como la de muchas dictaduras”. La diferencia es que los pobres que había conocido en el Tercer Mundo reaccionaban agresivamente en respuesta a un entorno hostil, mientras que los pacientes que desfilaban por su consulta no necesitaban defenderse de nada. Vivían en una democracia y el Estado subvenía a sus necesidades básicas (y no tan básicas).
Pero justamente por ello se habían vuelto unos absolutos irresponsables. Como no tenían que ganarse la vida, no sabían vivir. No estudiaban ni trabajaban, se arrejuntaban y separaban cuando les apetecía, traían al mundo hijos de cuya suerte se desentendían, abusaban del alcohol y las drogas, se maltrataban y, por supuesto, no se sentían obligados a devolver a la sociedad nada de lo que ésta les había dado. Al contrario. Estaban llenos de resentimiento.
Esta ingratitud era lo que más llamaba la atención a los médicos asiáticos que cada año hacían una estancia en la clínica de Daniels. “Al principio”, cuenta en What is poverty?, “se mostraban entusiasmados por la atención que, sin reparar en medios y de forma inmediata, dispensábamos a todo el mundo. Muchos de ellos venían de sitios (Manila, Bombay, Madras) donde a pacientes como los que veían aquí se les dejaba morir, a menudo sin brindarles el menor socorro”.
Pero superado el deslumbramiento inicial, los médicos visitantes no tardaban en desarrollar “un vago malestar”. Un doctor filipino le preguntó, por ejemplo, por qué tan poca gente daba las gracias y le contó que, después de pasarse una noche en vela tratando de reanimar a un drogadicto, lo primero que le había dicho al recuperar la conciencia había sido: “Dame un puto cigarrillo”.
“Al cabo de tres meses, todos estos médicos sin excepción han rectificado su opinión de que el Estado de bienestar […] es el cénit de la civilización”, escribe Daniels. “Lo ven, por el contrario, como el origen de un efluvio de apatía subsidiada que envilece a sus presuntos beneficiarios. […] La abundancia […] ha alumbrado una casta de personas que viven en un limbo en el que nada tienen que esperar y nada que temer, nada que ganar y nada que perder. Es una existencia carente de sentido”.
Llega Dalrymple. “Los intelectuales hablan de los problemas de la vida en abstracto”, se lamenta Daniels. “Disertan sobre las bondades del Estado de bienestar, pero no piensan en las consecuencias que tiene en los propios dependientes. Ha causado más inválidos que la Primera Guerra Mundial”.
“Recuerdo”, prosigue, “que una vez acudí a una comida y me senté enfrente de Bruce Kent, un conocido pensador católico, no sé si lo conoce. Presidió algún tiempo la Campaña para el Desarme Nuclear y es un hombre educado y agradable, pero cuando le expliqué lo que veía cada día en mi hospital, ese mundo terrible de alcohólicos, mujeres maltratadas y madres adolescentes, comentó: ‘Qué gente tan rara conoce usted’. ¡Como si yo acabara de aterrizar de Marte! Me pareció increíble…”
Daniels decidió que debía divulgar aquellas historias que tanto habían chocado a su comensal y, para proteger la identidad de sus protagonistas, acuñó su seudónimo más notable: Theodore Dalrymple. “El nombre es muy victoriano y el apellido lo tomé de la aristocracia escocesa”, dice. “Suena rancio. Me gusta. Evoca la imagen de un viejo dispéptico y gotoso, que contempla desde la ventana de su club londinense cómo la civilización se desmorona mientras degusta una copa de Oporto”.
El alias no solo le ha servido para proteger a sus fuentes. “Muchas de las ideas que se me ocurren no podría publicarlas con mi nombre verdadero”, reconocía en The Globe and Mail. “Casi todo el mundo que conozco me habría retirado el saludo”.
La frivolidad del mal. Como recomendaba Eugenio d’Ors, los artículos de Dalrymple/Daniels van siempre de la anécdota a la categoría. Arrancan con algún suceso real. “Ayer vino a verme una chica de 21 años porque estaba deprimida”, cuenta en The frivolity of evil (La frivolidad del mal). “Se había tomado una sobredosis de antidepresivos y había llamado a una ambulancia”.
“Mi paciente”, prosigue Dalrymple/Daniels, “ya había tenido tres hijos con tres hombres diferentes, algo en absoluto inusual en mi centro y casi diría que en todo el país. El padre de su primer hijo la pegaba, así que lo abandonó; el segundo se mató en un accidente de tráfico mientras conducía un coche robado; el tercero […] la había echado de su apartamento porque, un mes antes de que diera a luz, se había dado cuenta de que no quería seguir viviendo con ella”.
La chica estaba justificadamente deprimida. No tenía adónde ir. “No podía regresar con su madre, porque se llevaba mal con el padrastro […]. Su padre, no hace falta decirlo, había desaparecido nada más nacer ella”.
El problema es que, siendo “una mujer joven, que no quería estar sola” y con tres niños, “atraería al tipo de hombres que buscan mujeres vulnerables y explotables. Más que probablemente, alguno de ellos (porque habría muchos más, sin duda) maltrataría o violaría a una hija suya”. Igual que ella había sido víctima de los novios de su madre, sus hijos lo serían de los suyos. “Las condiciones para la perpetuación del mal estaban dadas”. El círculo se cerraba.
Hasta este punto, el relato de Dalrymple/Daniels es perfectamente convencional. Se limita a describir lo que ve en el hospital. Lo que ha hecho de él un autor tan polémico (y popular) es lo que sigue. Porque en vez de concluir, como cualquier intelectual bienpensante, que el Estado debe hacerse cargo de la vida de esta madre soltera para aliviar la desgracia que se ha abatido sobre ella, Dalrymple/Daniels cree que la desgracia se ha abatido sobre ella porque el Estado no ha dejado de hacerse cargo de su vida. Todas sus decisiones han estado mediatizadas por la certeza de que, al final de la caída, siempre habría tendida una red para recogerla.
La joven paciente no era víctima de una fatalidad ciega, como un terremoto o una erupción volcánica. Aunque había margen para algún error excusable, los hombres que había escogido como compañeros llevaban “el mal grabado en la piel, a veces literalmente bajo la forma de tatuajes que dicen: Jódete o Perro Loco. […] Sabía que sus elecciones, basadas en el placer o el deseo del momento, conducirían no solo a su desgracia, sino a la de su descendencia”.
¿Y los padres no eran igualmente culpables? Por supuesto, y tampoco podían alegar desconocimiento. Dalrymple/Daniels relata en el artículo las tribulaciones de un joven que ha ingresado para que le extraigan unas bolas de cocaína que transportaba en el estómago. El médico le pregunta si ve alguna vez a sus hijos, el joven deniega con la cabeza y, al advertir un imperceptible signo de contrariedad en su interlocutor, exclama: “¡Lo sé, lo sé, no me diga lo que tengo que hacer!”
“¿De dónde procede este mal?”, se pregunta Dalrymple/Daniels. “Una condición necesaria, pero no suficiente, es el Estado de bienestar”. Inspirados por el humanitario y generoso principio de que ningún niño sufra privaciones, hemos otorgado todo tipo de ventajas a las madres solteras: vivienda, educación, impuestos, subsidios…
Esto exonera a los padres de cualquier obligación. “El Estado es ahora el padre del niño. El padre biológico es por tanto libre de emplear su dinero en caprichos. […] Ha quedado reducido a la condición de adolescente […]: fanfarrón, egocéntrico y violento cuando no le dejan salirse con la suya”.
Macbeth. El Estado de bienestar ha hecho económicamente viable la irresponsabilidad, pero para que ésta se generalizase también hacía falta que fuera moralmente aceptable, y eso lo ha conseguido la idea progresista de que el mal era fruto de la pobreza, la injusticia y la represión y que, una vez erradicadas éstas, la bondad y la dicha debían reinar eternamente. “La ilusión de que existe un arreglo social que puede hacer que el hombre no tenga que esforzarse en ser mejor” ha sido un trágico error.
En Why Shakespeare is for all time (Por qué Shakespeare es para todas las épocas), Dalrymple/Daniels explica que Macbeth carece de razones objetivas para hacer el mal. No es un ser deforme y resentido, como Ricardo III; no sufre una psicopatía, ni ha sido víctima de injusticias. Al contrario, es la viva imagen del éxito: el Rey lo acaba de condecorar por sus gestas militares, posee una lujosa mansión y está felizmente casado. Es sin duda ambicioso, pero ya lo era antes de que el telón se alzara. ¿Qué desencadena, entonces, la tragedia? Su firme resolución de no consentir que nada se interponga entre él y el trono.
Sabe perfectamente que lo que va a hacer es censurable, incluso está a punto de echarse atrás y, cuando lady Macbeth lo azuza acusándolo de no atreverse a “tomar las ventajas de la vida que tanto anhela”, le responde lúcidamente: “Me atrevo a hacer cuanto corresponde a un hombre; quien va más allá, deja de serlo”.
“En otras palabras”, concluye Dalrymple/Daniels, “hay un límite que, una vez rebasado, despoja al hombre de su humanidad. Los límites nos hacen humanos y no deben cruzarse a la ligera. […] Macbeth nos exhorta a preservar esa humanidad aceptando límites a nuestros actos”. No hay peor tiranía que la intemperancia. “Solo cuando obedecemos reglas (las reglas que cuentan) podemos ser libres”.
La eterna batalla. En enero de 2004, Daniels anunció que se mudaba al otro lado del canal de la Mancha. “Los franceses están algunos años por detrás en esta carrera por el olvido de su cultura”, escribió en The Spectator. “Estoy convencido de que nos acabarán cogiendo, por supuesto, pero confío en no presenciarlo desde mi fortaleza rural. De momento, las cosas parecen mejor organizadas aquí”.
En Inglaterra, la degeneración está por todas partes, pero París ha optado por “la solución de Sudáfrica: el aislamiento geográfico. Ha confinado a su subclase en ciudades dormitorio […]. Como solían decir los sudafricanos antes de descubrir la moral: [si se portan como salvajes] solo ensuciarán su propio nido”.
Observen que Daniels puntualiza “antes de descubrir la moral”. Ése es su diagnóstico: Occidente debe (re)descubrir la moral. Hemos olvidado que, por mucho que hayamos progresado, “la prevención del mal requerirá siempre autocontrol”. Como explica Alexander Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag (y Daniels recuerda en Why Shakespeare…), “la frontera que separa el bien del mal no discurre a través de países, clases o partidos políticos: atraviesa cada corazón humano”.
Todos nosotros somos el teatro de operaciones donde el bien y el mal libran su batalla eterna y Daniels está convencido de que la vamos perdiendo. Por eso se siente cada vez más Dalrymple y pasa más tiempo junto a la ventana, contemplando cómo la civilización se desmorona mientras degusta una copa de Oporto.
(*) El encuentro con Anthony Daniels tuvo lugar el pasado mes de mayo.
Excelente artículo el tuyo Miguel.
Curioso personaje el tal Daniels. Hace tiempo leí un curioso artículo suyo sobre Pinochet que sospecho levantó ampollas entre la progresía.
Quizás haya que volver a la idea cátara de que la vida en la tierra es realmente el infierno y nosotros, los ángeles caídos creados por el Bien pero compuestos de Mal. Duales, pero no libres. ¿Es la moral la medicina de este mal endémico? ¿Es la libertad? ¿O lo es la muerte? Desde luego, y como escribió Safranski, el hombre comete el mal porque no lo conoce (el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal) y es el ansia de conocerlo lo que le lleva al pecado, luego la moral, o la ética, nos lleva a Macbeth, que como bien dices, sabía perfectamente la frontera que traspasaba. Luego no es la moral. La muerte te entrega al Bien, o te sumerge en el Mal, luego te aniquila la posibilidad de redención. No puede haber más medicina moral que la libertad. Y no puede haber libertad de acercarse al bien (o de rechazar el mal endémico) si no hay bienestar. ¿Habrá más mal o bien en España tras laminar el bienestar? Supongo que Daniels se vendrá por aquí más a menudo, y tendrá más historias terribles sobre ello…