Cómo el filósofo Jay Richards logró desmontar la idea de que el egoísmo es el manantial del progreso.
En noviembre del año pasado, la Asociación de Gobernadores Republicanos invitó a su asamblea a Frank Luntz, uno de los estrategas de comunicación más de moda en Estados Unidos. Luntz es un héroe del movimiento conservador. Fue uno de los promotores del Contrato con América, el manifiesto que devolvió a la derecha el control del Congreso después de cuatro décadas en la oposición. También consiguió que Rudolph Giuliani conquistara dos veces la alcaldía de Nueva York, una ciudad en la que los votantes demócratas superan a los republicanos en una proporción de cinco a uno.
El primer mandamiento de Luntz es muy sencillo: “Lo importante no es lo que uno dice, sino lo que la gente entiende”. En la política, en los negocios, en la vida diaria hay palabras que funcionan y palabras que no funcionan. Por ejemplo, no es lo mismo decir “plataforma petrolífera” que “yacimiento de energía”. La primera expresión evoca contaminación, la segunda riqueza.
Los gobernadores republicanos estaban interesados en averiguar con qué armas debían encarar la inminente campaña presidencial, qué palabras debían bruñir y afilar, y Luntz solo fue tajante en un punto. “No digan capitalismo”, les advirtió, “porque los americanos piensan que es inmoral”.
Y hay que reconocer que les han dado motivos más que sobrados: Worldcom, Enron, Arthur Andersen, Madoff… En los últimos años, los escándalos se han sucedido con inexorable cadencia. La economía libre no pasa por sus mejores momentos. Hasta Benedicto XVI llegó a pedir en L’Osservatore Romano más “intervención pública”.
“Es verdad”, admite Jay Richards. “Cada vez que estalla una crisis, se le echa la culpa al mercado. Sucedió en los años 30 y ha vuelto a suceder ahora”.
Richards es profundamente católico y profundamente liberal. Trabaja de investigador en el Discovery Institute, un think tank “dedicado”, según sus estatutos, “al fortalecimiento de los principios e instituciones tradicionales de Occidente”. Richards vino a Madrid hace unos meses invitado por la Fundación Rafael del Pino para hablar (bien) del capitalismo. Es filósofo de formación y ha estado años alejado de los temas económicos, polemizando con teólogos como Alvin Plantinga sobre la teoría darwiniana de la evolución (que rechaza) y el diseño inteligente (del que es un ardoroso valedor).
Pero en 2000 volvió a la universidad a dar clase y se encontró con que la vieja retórica socialista que tanto combatiera en sus años de estudiante se había vuelto a adueñar de los campus. Creía que la controversia entre capitalismo y comunismo había quedado zanjada con la caída del Muro de Berlín. “Si existe un hecho ampliamente acreditado por la historia es que la planificación no funciona”, dice Richards, “pero mis alumnos no recordaban la Guerra Fría. Y es un problema, porque en el siglo XX murió más gente por malas políticas económicas que por cualquier otra causa”.
Así que Richards dejó en paz a Darwin, desempolvó sus manuales de la Escuela Austriaca y volvió a echarse a la arena. “La libertad de mercado necesita defenderse en cada nueva generación”, dice con animada resignación.
Agonía religiosa. Richards conoce bien al enemigo que combate, porque él mismo sintió lo que el politólogo Mark Lilla llama “la seducción de Siracusa”, esa fascinación por las sociedades cerradas que desde Platón han experimentado tantos intelectuales. “En mis tiempos de universitario [de 1985 a 1989]”, recuerda Richards, “leí El Manifiesto Comunista y me pareció fantástico. Yo era un católico preocupado por la pobreza, y quería desentrañar los problemas prácticos y éticos de los diferentes modelos económicos”.
Antes de licenciarse, Richards ya estaba persuadido de la superioridad práctica del capitalismo, pero “en el terreno ético seguía debatiéndome”. Durante el último curso de carrera descubrió a Ayn Rand y, como ha contado posteriormente, su obra fue “un puñetazo en el pecho”. La novelista “daba sin piedad estocadas mortales a cada uno de los tópicos izquierdistas” y durante unos meses “me tuvo cautivado. Dediqué una semana a leer La rebelión de Atlas, en vez de estudiar para el examen final de alemán”.
Rand lo reafirmó en su convicción de que el colectivismo era inviable, pero lo sumió en la agonía religiosa, porque era una atea furiosa y consideraba el cristianismo una ideología decadente y compasiva, incompatible con la búsqueda del propio interés, que es “el manantial del progreso”.
“El capitalismo y el altruismo […] no pueden convivir en la misma persona ni en la misma sociedad”, aseguraba Rand, y a Richards le parecía que este planteamiento hacía inviable el acercamiento entre el capitalismo y la Iglesia que él tanto ansiaba.
Principios. Posiblemente el argumento más contundente sobre la moralidad del capitalismo lo enunció Friedrich Hayek. Decía que era el único modelo que respetaba la libertad de elección del individuo y, por tanto, el único ético.
Sin embargo, esta moralidad de partida no garantiza la moralidad del resultado. Si al final la riqueza se la acaban quedando unos pocos privilegiados, ¿qué más da que el fundamento del sistema sea irreprochable? ¿De qué sirve la libertad de elegir si la injusticia campa luego a sus anchas? ¿Cómo puede defenderse un sistema sin alma, que promueve la búsqueda insaciable de la propia satisfacción en el nombre de una eficacia que ni siquiera lo es tanto, porque sufre crisis recurrentes cada 20 o 30 años?
En la larga disputa con sus colegas de universidad, Richards comprendió que era esencial desactivar ese vínculo entre codicia y capitalismo que Rand había establecido. Empezó a rastrear sus orígenes y encontró el precedente en La fábula de las abejas, del holandés Bernard Mandeville. Publicada en 1705, nadie reparó inicialmente en ella y su autor debió reeditarla nueve años después, con un prólogo en el que desvelaba que era una sátira de la sociedad inglesa: cada insecto obraba movido por el orgullo, la avaricia o la vanidad y, sin embargo, la colmena “gozaba de una dichosa prosperidad”.
La idea de que los vicios privados son el fundamento del bienestar público la recogería Adam Smith en La riqueza de las naciones (1776). Su famosa observación de que “no es de la benevolencia del carnicero […] de lo que podemos esperar nuestra cena, sino de […] su interés”, figura en todos los manuales de economía y ha alimentado durante décadas la convicción de que las personas somos como el señor Spock: vulcanianos impasibles, pendientes sólo de maximizar nuestra utilidad.
Pero Smith también expuso en su Teoría de los sentimientos morales (1759) que, “por muy egoísta que se suponga que es el hombre, es evidente que hay en su naturaleza principios que lo hacen interesarse por la fortuna de los demás, necesitando incluso su felicidad”.
¿Cómo se compaginan estas dos facetas aparentemente incompatibles?
Asunción. “Smith nunca se engañó sobre los móviles de los comerciantes”, escribe Richards, pero tampoco creía que la satisfacción del propio interés fuese en sí misma inmoral. Era inevitable. “Cada vez que respiramos, que nos lavamos las manos, que comemos fibra o tomamos vitaminas […] obramos en nuestro propio interés”, dice Richards. Podemos ignorar esta realidad de la condición humana, como hace el comunismo, y organizar nuestra convivencia sobre la suposición rusoniana de que las personas son justas y benéficas, con el lamentable resultado de todos conocido.
O podemos asumir nuestro egoísmo y canalizarlo, como hace el mercado. “A pesar de su egoísmo y su rapacidad natural”, dice Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales, “[los hombres de negocios] son guiados por una mano invisible y, sin pretenderlo ni saberlo, trabajan en beneficio de la sociedad”.
“Adviertan”, dice Richards, “que [Smith] escribe a pesar de su egoísmo”. No sostiene que el carnicero deba ser egoísta. Al contrario. Tiene que sobreponerse a “su rapacidad natural” para lograr que se le compre la carne a él y no a otro. Para saciar su codicia, necesita encontrar antes el modo de satisfacer los deseos de los demás.
En una economía de mercado el éxito requiere altruismo en su sentido más literal: debe procurar el bien ajeno. “George Gilder [ensayista americano] explora una característica insólita del emprendedor”, escribe Richards: “la oferta precede a la demanda”. Antes de vender nada, el emprendedor debe ofrecer un artículo o un servicio que los demás quieran, debe anticipar sus deseos y sus necesidades. La teoría marxista siempre ha defendido que uno se hacía rico a base de empeorar la vida del otro, de arrebatarle algo que tenía, pero es al revés. El secreto de Google o de Apple radica en que nos ofrecen algo que deseamos. Se han hecho millonarios porque mejoran nuestras vidas y nos proporcionan algo que no teníamos (y que muchas veces ni siquiera sabíamos que queríamos).
“A diferencia del glotón y el hedonista”, afirma Richards, “el emprendedor renuncia a consumir parte de su riqueza para reinvertirla. A diferencia del cobarde, no oculta lo que obtiene, sino que lo arriesga. […] A diferencia del escéptico, confía en sus vecinos, sus socios, sus empleados”. Y concluye que es “este conjunto de virtudes, y no el pecado de la avaricia”, lo que caracteriza al emprendedor.
Quién falló a quién. “No hay contradicción entre liberalismo y cristianismo”, dice Richards. A pesar de lo que opinan sus compatriotas, ni el capitalismo es inmoral ni fomenta la codicia. “Siempre ha habido banqueros avariciosos, y eso no se ha traducido en crisis”.
Para Richards, no nos falló el mercado; fuimos nosotros quienes fallamos al mercado. Muchos empresarios perdieron de vista al cliente, dejaron de ser altruistas, no se sobrepusieron a su rapacidad natural. Como contaba un exdirectivo de Goldman Sachs, “en nuestras reuniones de ventas […] no invertíamos ni un minuto en preguntar cómo podíamos ayudar a nuestros clientes. Sólo maquinábamos cómo exprimirlos”. Era una estrategia suicida, porque “si pierdes la confianza de los clientes, no querrán hacer negocios contigo”, y sin clientes “no vas a ganar mucho dinero”.
Creo sinceramente que Jay Richards no logra en absoluto desvincular el egoísmo del ser con el egoísmo de los seres (A.K.A. Capitalismo)
En primer lugar porque si se pretende dotar de libertad a un ser, por definición etimológica, egoísta, el resultado es esperable. Y no solo esperable, también es comprobable en cada estadio social.
En segundo lugar, eso de que el egoísmo de los seres dota de libertad a el ser, no sé dónde se lo habrán explicado. Imagino que se lo dirán entre ellos (los norteamericanos, digo), porque me gustaría saber que opinan en Sri Lanka o en Laos, los niños que ‘manufacturan’ nuestra ropa.
Por último, claro que no hay contradicción entre cristianismo y capitalismo ¿quién dijo que la hubiera? Que le pregunten a César de Borja, o a monseñor de balaguer
Gracias por la redacción del artículo señor Miguel, le agradezco la información. Aunque creo que su manantial del progreso lleva el agua corrompida. Pero cada uno bebe del agua que le da la gana.
Un saludo.