David Friedman dice que el mercado puede suministrar cualquier servicio, desde la sanidad a la justicia. Pero tampoco se crean que mataría por sus ideas.
Si la infancia es, como asegura el psicoanálisis, “una lucha a muerte por el reconocimiento”, la de David Friedman (Nueva York, 1945) debió de ser un infierno. ¿Cómo atraer la atención de la madre cuando tu padre es premio nobel de Economía, asesor del presidente y hasta autor de series de televisión de éxito? Milton Friedman apenas dejaba resquicios por donde un hijo pudiera razonablemente asomar la cabeza. Matar a un padre así (en el sentido freudiano de la expresión, quiero decir) no tiene que ser sencillo.
Pero David Friedman se las arregló. “No quería pasarme la vida siendo el hijo de Milton Friedman y me doctoré en Física por la Universidad de Columbia”, explica en la sede de la Fundación Rafael del Pino. David Friedman habla deprisa, mientras trasiega una Diet Coke tras otra. Ha insistido especialmente en que fuera “Diet Coke, no Coca-Cola normal”, y este atisbo de coquetería contrasta con su aspecto poco atildado. Hace unas semanas, en esta misma sala, Arthur Laffer se negó a posar sin una americana impecablemente cortada para disimular la barriga (“la auténtica curva de Laffer”, como decía riéndose). A David Friedman le trae sin cuidado. Se ha presentado con una camisa y unos vaqueros astrosos que no disimulan nada, y un pelo decididamente anarcoliberal.
“Me doctoré en Física”, prosigue, “pero en seguida me di cuenta de que era un físico del montón”. La economía, por el contrario, se le daba muy bien. “Siempre que venía un economista a dar una charla a la universidad, me sentaba en primera fila y lo abrasaba. ‘Pues eso no es verdad’, le soltaba. O también: ‘¿Y qué ha querido decir usted exactamente con eso otro?”
En un mundo de físicos, David Friedman era el rey de la economía, pero como los leones jóvenes debió aprender a cazar fuera del territorio del macho de la manada. “Me especialicé en áreas alejadas del dominio de mi padre, como la teoría del dinero”, recuerda. Su primer artículo planteaba por qué los países tienen el tamaño que tienen. “Mi explicación es que los Estados son como empresas cuyo objetivo no es maximizar el bienestar de los ciudadanos, sino extraerles toda la riqueza posible sin que mueran de inanición. Naturalmente”, prosigue, “los ciudadanos no se dejan, así que los Gobiernos deben urdir algún modo de retenerlos. Básicamente hay tres: tener una superficie muy grande, levantar un muro o, lo más inteligente, crear barreras lingüísticas y culturales”. Según esta hipótesis, el nacionalismo no sería una aspiración secular de los pueblos, sino un invento de las élites dirigentes.
Aquel primer trabajo tuvo dos consecuencias. Profesionalmente, abrió a David Friedman las puertas de la Universidad de Pennsylvania, donde James Buchanan había empezado a desarrollar la escuela del Public Choice, que aplica justamente herramientas económicas al estudio de la política.
Ideológicamente, ratificó la desconfianza de David Friedman hacia el Estado.
Serpiente de cascabel. “Estoy muy contento con la portada de la versión española de mi libro”, dice blandiendo un ejemplar de La maquinaria de la libertad (Innisfree, 2012). “El diseño es mío. Se lo propuse también a mi editor americano, pero lo rechazó”. La ilustración consiste en un cascarón roto con las barras y estrellas de Estados Unidos, del que emerge una bandera negra con una serpiente pintada. El negro es el símbolo universal del anarquismo y la serpiente de cascabel compitió durante años con el águila calva por el puesto de tótem nacional. A Benjamín Franklin le parecía que resumía bien el espíritu del colono: un animal celoso de su independencia y que normalmente no se mete con nadie, pero que tampoco se rinde una vez empezada una pelea.
“A la gente hay que dejarla que lleve la vida que quiera”, plantea Friedman. “Si cada uno de nosotros dispusiera de una isla desierta, como Robinsón Crusoe, sería fácil”. Haríamos lo que nos viniera en gana. Pero compartimos un planeta con millones de personas. ¿Cómo impedir que los demás interfieran en nuestros planes? ¿O cómo inducirlos a que nos ayuden? “Hay tres modos esenciales de obtener la cooperación ajena”, escribe Friedman: “el amor, la fuerza y el comercio”.
El amor funciona muy bien, pero solo en grupos pequeños o para propósitos limitados. Para objetivos complejos que involucran a grupos grandes (“como publicar este libro, por ejemplo”), el amor no sirve.
La fuerza, por su parte, nos devolvería al estado hobbesiano de naturaleza o a las pesadillas totalitarias del siglo XX.
Pero si te las arreglas para que otra persona te dé lo que quieres, a cambio de darle tú a ella algo que quiera, se puede lograr una convivencia armónica y libre.
Los elementos clave de esta solución son la propiedad privada y el comercio. Esas dos instituciones constituyen “la maquinaria de la libertad” a la que se refiere el título, y todo el libro es un esfuerzo por demostrar que no hay servicio ni bien que su acción combinada no pueda suministrar: desde la recogida de basura a la defensa nacional, pasando por la educación, la sanidad o la justicia.
El error liberal. Friedman no dedica mucha energía a argumentar la contrastada incapacidad del Estado para elaborar determinados artículos, como los alimentos o los coches. La razón la desvelaron Ludwig von Mises y Friedrich Hayek: sin un sistema de precios que alerte de qué bienes se necesitan y sin un régimen de propiedad que permita lucrarse produciéndolos, no hay ni información ni incentivos para asignar eficientemente los recursos. “El error de los liberales clásicos”, dice Friedman, “es que para desarrollar su economía de mercado necesitan leyes, y esas leyes se las encargan al Estado. Pero si el Estado no es de fiar a la hora de elaborar alimentos, ¿por qué va a serlo para hacer leyes?”
Hay ahí un problema claro de incentivos. En un mercado el empresario decide qué fabrica y, si se equivoca, sufre las consecuencias. Pero en la Administración el que decide no sufre ninguna consecuencia. Como explica Albert Esplugas en el prólogo de La maquinaria…, “los costes de la legislación se externalizan (todos pagan por lo que quieren algunos), lo que resulta en una sobreproducción de leyes”, como las que reprimen “crímenes sin víctimas”: la compraventa y consumo de drogas, la prostitución, el suicidio asistido, el juego… Si el coste de imponer nuestros valores saliera íntegro de nuestros bolsillos, nos lo pensaríamos dos veces antes de prohibir a nadie que llevara un velo o leyera pornografía.
Un Oeste no tan salvaje. La justicia pública es manifiestamente mejorable, pero ¿es realista plantearse su privatización? Echemos un vistazo a cómo se organizaría en una sociedad libertaria. Resumo del libro de Friedman:
“Una noche vuelves a casa y echas en falta el televisor. Inmediatamente llamas a tu agencia de seguridad, Tannahelp Inc., y das un parte del robo. Te envían a un agente que, tras inspeccionar el sistema de cámaras de vigilancia, obtiene una grabación de un sujeto llevándose tu televisor. Lo identifica como Joe Bock y, tras localizarlo, le insta a devolver el objeto robado, más una suma por las molestias ocasionadas. Joe lo niega todo, Tannahelp le amenaza con enviar a seis agentes para ayudarle a entrar en razón y Joe replica que también tiene una póliza y que otros ocho agentes de Dawn los estarán esperando. El escenario parece dispuesto para una pequeña guerra, pero la violencia es cara, Tannahelp y Dawn están en el negocio de la seguridad para ganar dinero y todos llegan a la conclusión de que lo mejor es zanjar sus diferencias en una respetable corte de arbitraje”.
¿Les parece utópico? Pues existen precedentes históricos. En un artículo titulado An American Experiment in Anarcho-Capitalism, los economistas de la Universidad de Montana Terry Anderson y P. J. Hill desmintieron hace años que el Salvaje Oeste fuera tan salvaje como Hollywood nos lo ha pintado. Los colonos se dotaron rápidamente de instituciones privadas que garantizaban el orden: patrullas de vigilantes, asociaciones de ganaderos e incluso tribunales de mineros con sus instancias de apelación y revisión de sentencia. Y pese a que no hubo presencia estatal durante décadas, las estadísticas de criminalidad no fueron significativamente distintas a las del resto del país.
Limitaciones. Una crítica habitual a la privatización de la justicia es el riesgo de colusión. Las agencias como Tannahelp y Dawn prestan dos servicios: por un lado, el asesoramiento legal y, por otro, el ejercicio de la coerción sobre las agencias o los particulares que se niegan a someterse a un árbitro o que ignoran su decisión. En el caso del asesoramiento, el tamaño no importa, pero en el de la coerción supone una clara ventaja: cuanto más numeroso sea tu ejército de matones, más eficaces serán tus llamadas al orden y más clientes se sentirán tentados a contratar tus servicios. Esta dinámica inducirá un proceso espontáneo de concentración y cabe la posibilidad de que al final se acabe sustituyendo el monopolio público de la violencia por otro privado.
Hay que decir que esta evolución no se verificó en el Salvaje Oeste. Aunque no tardaron en surgir pistoleros profesionales dispuestos a alquilar sus armas a los grandes ganaderos, no consta que llegaran a la conclusión de que aliándose podían quedarse con todo el mercado de seguridad e imponer su ley.
Pero Friedman es consciente de que su planteamiento presenta limitaciones. El propio Buchanan fue muy crítico con La maquinaria… cuando se publicó en Estados Unidos. El mercado de leyes, decía, funciona razonablemente cuando se parte de un consenso previo, como sucedía con los colonos americanos, cuyas ideas de lo que era justo no variaban demasiado. Pero cuando ese sustrato común falta, la violencia e incluso la aniquilación del otro resultan inevitables. Esa fue la suerte que corrieron los indios. “No todo fue paz”, escriben en su artículo Anderson y Hill.
Cambio gradual. “El mercado tiene fallos”, reconoce Friedman, “y ello impide que se alcance un resultado ideal. Pero los fallos del Estado son peores”. Además, él tampoco plantea una revolución, sino una reforma que introduzca cambios graduales. “Si funcionan, se sigue adelante y, si no, se para”.
Este talante pragmático le ha granjeado fama de tibio entre algún correligionario. Murray Rothbard, el ayatolá del movimiento libertario americano, lo acusó en 1977 de que no odiaba el Estado “desde el fondo de sus entrañas, como la banda de ladrones, esclavizadores y asesinos que son”.
“Es verdad”, le respondió Friedman. “No considero que defender el Estado sea un acto de maldad abyecta, sino un error intelectual”. Es más, “mis argumentos podrían estar equivocados, y quizás alguna forma de Estado sea la opción menos mala”.
Este punto de vista no ha cambiado. “La libertad no es el único valor”, dice. Los anarquistas que razonan “desde el fondo de sus entrañas” tienden a ponerla por encima de cualquier consideración, pero hay circunstancias en que debe sacrificarse en aras de un bien superior. “Si un asteroide se dirigiera contra la Tierra y el único modo de evitar la catástrofe fuera robarle a alguien una máquina, yo desde luego se la robaría”.
La idea de que existe un repertorio de derechos eternos e inviolables es “para la mayoría de nosotros falsa”. No hay un código de conducta universalmente válido. “La cuestión moral de qué debo hacer tiene más de una respuesta honesta”, dice, “y yo no he encontrado ningún modo de probar que mis creencias sean superiores. Tengo convicciones éticas, pero no estoy en disposición de dar a nadie razones para que las adopte si decide no hacerlo”.
“Por otro lado”, prosigue, “también es verdad que no hay tantas diferencias entre los sistemas de valores de las personas. Pocas creen que el mundo sería un sitio mejor si murieran más niños de hambre. Así que lo que hago es coger mis argumentos económicos, que son más sólidos que mis argumentos morales, y le digo a mi antagonista: incluso a la luz de sus convicciones éticas, el mercado arroja mejores resultados que el Estado”.
Pero sin avasallar. Friedman dejó de ser hace mucho el jovenzuelo impertinente que necesitaba torturar a los incautos conferenciantes de Columbia para demostrar quién era. Sus maneras se han suavizado y su discurso tiene menos aristas. “El liberalismo”, escribe, “no es una serie de razonamientos claros y contundentes de los que se infieren proposiciones incuestionables. Es solo el intento de aplicar algunos conocimientos económicos y morales a un mundo muy complejo”.
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