Defensa de la codicia

Con las buenas intenciones a menudo solo se hace mala economía.

En una corchera de la redacción, una mano anónima ha colgado el siguiente cartel:

“El actual sistema económico nos está llevando a la tragedia. Los ídolos del dinero nos están robando la dignidad. La falta de trabajo te lleva a sentirte sin dignidad. ¡Donde no hay trabajo no hay dignidad! Y esta tragedia es la consecuencia de un sistema económico que ha puesto en el centro a un ídolo que se llama dinero”. Bergoglio

Bergoglio es el papa Francisco. Lo digo porque yo tardé en caer. El mensaje no sé si es literal o yuxtapone diferentes frases del discurso que pronunció hace un mes en Cagliari, la capital de Cerdeña, después de que un parado lo abordara para decirle: “No nos deje solos”. Por lo visto, el Papa llevaba preparada otra homilía, pero la guardó para improvisar este “vehemente alegato en contra del modelo económico” (El País).

Me cae bien Bergoglio. Me parece un buen tipo y comparto muchas de las cosas que dice, aunque no la interpretación radical que a menudo se hace de ellas. Francisco no defiende el aborto ni el matrimonio homosexual ni el uso de anticonceptivos, pero no cree que la Iglesia deba “seguir insistiendo solo en [esas] cuestiones”, porque la “mayor urgencia” es “curar heridas y dar calor a los corazones”. Y cuando asegura que “jamás” ha sido “de derechas”, se refiere a que no le gusta “la forma autoritaria de tomar decisiones” y que procura realizar antes “las necesarias consultas”.

Ahora bien, en materia económica no nos ha salido muy liberal, lo que tampoco resulta sorprendente, porque, con la excepción quizás de Juan Pablo II, la Iglesia ha sido tradicionalmente muy crítica con el libre mercado. Bergoglio lo acusa de que “nos está llevando a la tragedia”, aunque, como puede apreciarse en este vídeo del estadístico Hans Rosling, el balance de dos siglos de capitalismo no puede ser más positivo: somos muchos más y vivimos mucho mejor que en cualquier otro momento de la humanidad.

Lamentablemente, es fácil perder la perspectiva histórica en medio de la crisis actual. Mucha gente lo está pasando fatal. Las diferencias entre capitalistas y proletarios se ensanchan. El Manifiesto comunista ha vuelto a las listas de libros más vendidos y sus ecos resuenan en la homilía de Cagliari. “Esta tragedia es la consecuencia de un sistema económico que ha puesto en el centro a un ídolo que se llama dinero”, denuncia el Papa. “Este despotismo [de la burguesía] es tanto más mezquino, más odioso, más indignante, cuanta mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro”, decía Marx.

¿Y adónde nos conduce tanta codicia? Según Marx, también a la tragedia. El empresario, explicaba, obtiene su ganancia al apoderarse de la riqueza que genera el asalariado, pero la búsqueda implacable del lucro lo impulsa a sustituir la mano de obra por máquinas, con lo que acaba secando la misma fuente de la que mana su fortuna. El resultado inevitable es una caída gradual del beneficio, el aumento del desempleo y la formación de un ejército revolucionario que acaba por derribar el sistema.

El problema de este análisis es que ni siquiera se cumplió en vida de Marx. Ni el beneficio se contraía, ni el paro crecía, ni el bienestar del proletariado menguaba. Él lo atribuyó a “contratendencias” que “perturban momentáneamente” el cumplimiento de la “ley del descenso de la tasa de ganancia”. Pero 180 años después, el apocalipsis sigue sin llegar. ¿Por qué?

La izquierda tiende a razonar como si la riqueza siempre hubiera estado ahí y unos desaprensivos se hubiesen apropiado de ella, pero Adam Smith tituló su libro Una investigación sobre la riqueza de las naciones, y no sobre la pobreza de las naciones, porque el origen de la pobreza no necesita aclararse. Es lo que nos encontramos dado.

Lo misterioso es la riqueza y, para explicarla, Smith recurre al ejemplo de la fábrica de alfileres. Piensen en un artesano que ejecutara todas las tareas que comporta la elaboración de un alfiler. No podría producir muchos. Digamos (la cifra es mía, no de Smith) que 60 por hora. Al final del día tendría 500 y, si su jornal es de 1.000 táleros, cada alfiler le saldría al patrono por dos táleros solo en costes laborales.

Supongamos ahora que un segundo empresario descompone el proceso en tareas simples y rápidas (estirar el alambre, enderezarlo, cortarlo, afilarlo, embotar la cabeza) y las reparte entre cinco obreros. No resulta descabellado pensar que puedan producir 30 unidades por minuto. Eso son 15.000 al día y, aunque el gasto de personal quintuplicaría al del primer empresario (cinco personas a 1.000 táleros por cabeza), cada alfiler saldría por 0,3 táleros. La división del trabajo permite un uso más productivo de los recursos. En eso consiste básicamente la riqueza.

Ahora bien, ¿cómo se traslada esa mejora al resto de la sociedad? El segundo empresario querrá lógicamente maximizar su beneficio y al principio se limitará a bajar el precio de sus alfileres lo justo (hasta 1,9 táleros, pongamos) para echar del mercado al primer artesano. El resto irá a engordar sus resultados.

Pero en una economía libre esta situación no durará mucho. No tardará en surgir otro imitador que, para abrirse hueco en el mercado, sacrifique parte del beneficio para ofrecer precios más atractivos y captar a los empleados más capacitados.

Así funciona el capitalismo: la acción combinada de innovación y competencia hace que tengamos compañías cada vez más eficientes y que la riqueza que genera un avance tecnológico se desplace gradualmente desde los beneficios a los precios y los salarios, permitiendo que dispongamos de alfileres (y coches y teléfonos y ordenadores) mejores y más baratos.

Para Joseph Schumpeter, la clave de este proceso es el “espíritu emprendedor” que lleva a alguien a diseñar artículos o procesos nuevos. Y como acertadamente apunta Marx en el Manifiesto comunista, el catalizador del progreso, el propósito que mueve al emprendedor a arriesgar su talento, su tiempo y su capital no es otro que el lucro.

¿Debemos entonces ser implacables en nuestro egoísmo, fomentarlo en aras de la prosperidad general? No lo creo. La codicia puede ser el catalizador del progreso, pero su aplicación irrestricta no es aconsejable. Si queremos el dinero de los demás, podemos robárselo directamente, pero eso nos devolvería al estado hobbesiano de naturaleza. Es más práctico pactar, persuadir, comerciar. Si quiero que los demás me entreguen voluntaria y pacíficamente su dinero, debo ofrecerles algo que ellos a su vez quieran. Así es como Amancio Ortega o Steve Jobs se han hecho millonarios. No nos han arrebatado nada; nos han dado algo que no teníamos. No han empobrecido nuestras vidas; las han enriquecido.

Este camino no es siempre, por desgracia, un plácido paseo. Ha habido (y habrá) momentos difíciles. La propia mejora tecnológica genera perdedores: el smartphone ha arruinado a Nokia y Blackberry. Pero la solución no es desincentivar la innovación. No soy sacerdote y no sé calcular cuánta codicia empieza a ser pecado, pero intuyo que sin ninguna la humanidad todavía seguiría masticando raíces en el valle del Rift.

Por supuesto que existen bienes morales y cívicos sin los cuales la existencia sería insoportable y que son a menudo incompatibles con la búsqueda insaciable de riqueza. Quien crea que todo lo que necesita para ser feliz es dinero se equivoca, porque no se puede pagar para obtener amor o amistad.

Pero quien crea que podemos destruir el becerro de oro con las tablas de la ley tampoco acierta, porque nadie va a diseñar smartphones a cambio de amor o amistad.

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