Los españoles nos lamentamos a menudo de nuestra incapacidad para conciliar intereses. Decimos resignadamente que un país con tantas vírgenes es un país de anarquistas. Pero los franceses tienen una frase similar con los vinos, y los italianos con los quesos. En realidad, lo raro es que la gente se ponga de acuerdo.
Me imagino que ya se habrán dado cuenta, pero los políticos no son como las personas normales. No me refiero a que sean unos sinvergüenzas. En absoluto. Solo distintos. Existe una conducta política específica. Consiste, como decía William Riker (1921-1993), en “estructurar el mundo de modo que tú ganes”. Riker incluso acuñó un término para referirse a este comportamiento: herestética. Pretendía titular así un libro, pero el editor le obligó a poner mejor El arte de la manipulación política. Más claro, ¿no?
La idea rusoniana de que la democracia sirve para determinar la voluntad popular y convertirla en ley le parecía a Riker una ingenuidad. La voluntad popular no existe. La gente no sabe muchas veces lo que quiere, o quiere cosas incompatibles. Un ejemplo típico es la llamada paradoja de Condorcet. Supongamos que hay tres alternativas: A, B y C. Puede darse la circunstancia de que una mayoría prefiera la A a la B, la B a la C y la C a la A. En ese caso, ¿cuál es la voluntad popular?
El politólogo español Josep María Colomer me explicó una vez que algo así sucedió durante la Segunda República española. Una mayoría prefería la democracia liberal (opción A) a la revolución social (B), que a su vez contaba con más apoyo que el fascismo (C). Pero revolucionarios y fascistas se aliaron para impedir que la democracia cuajara. Era su peor escenario y anteponían cualquier orden (o desorden) al ignominioso régimen pequeñoburgués. “Una decisión colectiva”, dice Colomer, “no depende del número de personas que la eligen en primer lugar. El manejo de las segundas y terceras preferencias puede alterar el resultado final”. Eso es la herestética.
Los españoles nos lamentamos a menudo de nuestra incapacidad para conciliar intereses. Decimos resignadamente que un país con tantos santos y tantas vírgenes es un país de anarquistas. Pero los franceses tienen una frase similar con los vinos, y los italianos con los quesos. En realidad, lo raro es que la gente se ponga de acuerdo. La Constitución de Estados Unidos se ratificó en un año y los expertos siempre han dado por supuesto que eso era lo natural, pero Francia únicamente lo logró después de numerosos intentos (1789, 1791, 1793, 1830) y Canadá e Inglaterra nunca han sometido sus cartas magnas a referéndum. ¿Cómo se las arreglaron los Padres Fundadores? Riker lo cuenta en The Strategy of Rhetoric: formando alianzas tácticas, diseñando reglas de votación ad hoc y controlando la agenda. Eso es la herestética.
Colomer se planteó en 1990 una pregunta similar sobre la Transición española: ¿cómo salió adelante? Había tres jugadores (continuistas, reformistas y rupturistas) y ninguno tenía fuerza suficiente para imponer su proyecto. Pero Adolfo Suárez maniobró herestéticamente. Sabía que la oposición nunca pactaría con el franquismo. A diferencia de la Segunda República, ahora ni siquiera compartían el interés por desestabilizar. Así que se alió alternativamente con unos y con otros hasta sacar la Ley de Reforma.
El diseño de reglas de votación también desempeñó un papel decisivo. El caso más notorio fue la designación del propio Suárez. Los miembros del Consejo del Reino jamás lo habrían incluido en la terna que debía presentarse a Juan Carlos I para que eligiera presidente, pero Torcuato Fernández Miranda (el estratega en la sombra de la Transición) agrupó a los aspirantes por familias ideológicas, argumentando que todas debían estar representadas, y organizó un agotador carrusel de votaciones eliminatorias hasta que no quedó más que un candidato por familia. Suárez era un falangista gris que, a diferencia de José María de Areilza o de Manuel Fraga, no suscitaba gran rechazo entre los guardianes del régimen. El ultra Martín Sanz expresó cierta sorpresa porque “un tal Suárez” superaba todas las votaciones, pero solo Joaquín Viola, el alcalde de Barcelona, manifestó su oposición. “Soy de Cebreros”, dijo, “y conozco muy bien a este muchacho”. Demasiado tarde.
La ley electoral tampoco se dejó al azar. Suárez encargó un sistema que diera la mayoría absoluta con el 35% de los sufragios (los que los sondeos atribuían a la UCD) y que favoreciera a las zonas rurales (donde la UCD tenía mayor implantación). De ahí la famosa frase del ministro Pío Cabanillas: “No sé quiénes, pero ganaremos”.
El arma principal del arsenal herestético es, de todos modos, la tercera que cita Riker: el control de la agenda. En un artículo de 2008, Colomer y Humberto Llavador explicaban que las elecciones, como las películas, tienen un argumento central, y los partidos deben pelear por imponer aquel en el que salen más favorecidos.
Lo lógico sería ocuparse de los problemas que más inquietan a los ciudadanos, pero si uno no puede ofrecer soluciones creíbles o populares, es mejor desviar el foco. El PSC lo hizo en las autonómicas de 2003. La reforma del estatuto preocupaba a un exiguo 3% del electorado, pero había acuerdo sobre su insuficiencia. Pasqual Maragall se las arregló para convertirla en el eje de la campaña, silenciando asuntos en los que sus rivales habrían tenido ventaja (como la economía) y conquistó la Generalitat.
“La táctica más importante en la competencia electoral es procurar que se hable de las cuestiones en las que eres más creíble”, dice Colomer. “Los partidos ya no promueven políticas alternativas. Se ha producido una gran convergencia ideológica. Hace 40 años, en economía había un rango de variación enorme. Francia nacionalizaba, el Reino Unido privatizaba, estaba el Telón de Acero… Había muchas opciones. En materia social también se defendían iniciativas distintas. Pero hoy se ha fraguado un amplio consenso. La prueba”, concluye, “es que cuando cambia un gobierno, se respeta buena parte de lo que deja hecho”.
Esto no es negativo. Revela que estamos de acuerdo en lo básico. Nos hemos vuelto más responsables y solo algún radical pide la abolición de la propiedad privada.
Pero justamente por eso las campañas tienden a la personalización: si el rival promete lo mismo, hay que probar que es torpe o deshonesto. Y justamente por eso se banaliza: si las ideas son similares, hay que vender emociones. Resulta paradójico, pero nos insultamos más porque estamos más de acuerdo. Y decimos más tonterías porque somos más responsables.
¿Y este crepúsculo de las ideologías no será el fin de la política? Colomer no lo cree. Para empezar, “hay que solucionar la ineficiencia de los propios mecanismos políticos”, dice. “Se concibieron en una época en la que los estados eran los protagonistas. Muchas decisiones son ya de ámbito mundial o regional. Se adoptan en foros como el Fondo Monetario Internacional o la Unión Europea, sin dar mayores explicaciones. Eso hay que democratizarlo”.
Y en este tráfago de creciente globalización, ¿tienen sentido los nacionalismos? “Si lo que se pretende es hacer soberana a la autonomía en vez de al estado, no”, dice Colomer. “La soberanía ya no existe. Ni siquiera la UE es soberana. No hay un centro de decisión global. Ahora bien, el debate nacionalista refleja un problema real de reparto de poderes que no está bien resuelto”.
Colomer considera que el comercio, la seguridad o el transporte deberían gestionarse desde ámbitos supranacionales, y la educación, la sanidad o los parques y jardines, desde ámbitos locales. Eso es lo que hoy se discute en el G20, en Bruselas, en la Conferencia de Presidentes autonómicos. Y no va a ser sencillo llegar a un arreglo, pero ya lo hemos hecho antes: formando alianzas, diseñando reglas de votación ad hoc y controlando la agenda.
Eso es la herestética.
Buena reflexión! Quizás hay un factor que no mencionáis ni tú ni Colomer, dado que dais por hecho que todo depende del emisor del mensaje político. Me refiero a la idea de resiliencia de los públicos de ese mensaje, como diría Ortega, las masas. Por ejemplo, dice Colomer con total naturalidad que la soberanía se ha trasladado a ámbitos supranacionales, lo que hace anticuadas las estructuras. Hace poco más de un año, los políticos se empeñaban en negar el rescate ya negociado por mor del temor natural de los españoles al intervencionismo extranjero. ¿Han conseguido trasladar finalmente con esa manipulación que mencionas la idea de pérdida de la soberanía nacional en favor de Alemania como natural? ¿Lo que se negaba es hoy bienvenido por el pueblo? ¿Hasta el punto de que el Presidente del Gobierno diga que lo que más le importa es lo que piense Alemania? Puede que no seamos tan elásticos, a pesar de la herestética. Uno. El nacionalismo resurge por oposición a que el que no eres tú, encima, te venda a los de (más) fuera. ¿Ha crecido el nacionalismo? Sí. Dos. Si el sistema se adultera para adaptarse a lo que más conviene a los políticos, crece el pensamiento antisistema. ¿Ha crecido el pensamiento antisistema? Sí. Tres. Surgen o resurgen los estadios intermedios (UPyD, Ciudadanos…) que ponen en valor la paradoja de Condorcet que citas. ¿Eclosión de las ideologías? ¡Pero si ahora hay más! Más bien al contrario. Tanta manipulación adoba el caldo de cultivo del populismo. Sólo falta un tecnócrata para hacerlo ebullir. Los cortafuegos de la extrema tensión de esa paradoja basada siempre en la solución «menos mala» han llegado al último estadio (la Familia Real, el propio Estado), cuando antes se ventilaban en estadios intermedios multiplicados (España, una y no…) Esto es Italia, años 80, el arte de la manipulación política ha terminado con la política. Sólo queda la manipulación. Es cuestión de tiempo.