Como Rousseau, los independentistas han conectado con el cuerpo místico de la nación. Cuidado.
Mi anterior entrada sobre el arte de la manipulación ha dado lugar a una apasionada réplica de mi buen amigo Paco, que se queja de que doy “por hecho que [en política] todo depende del emisor del mensaje”, es decir, de los gobernantes, sin que el público receptor (“como diría Ortega, las masas”) cuente para nada. No era ésa mi intención. Probablemente le indujera a error la contundencia con que afirmaba que “la voluntad popular no existe”.
Maticemos. Por supuesto que los ciudadanos no somos “elásticos”, blanda cera que los dirigentes moldean a su antojo. Pero la adición de millones de opiniones, que es básicamente lo que llamamos “voluntad popular”, no es una realidad incontrovertible y unívoca, que tenga una configuración definitiva y autónoma, ajena al observador. Éste siempre debe interpretarla. No se limita a descubrirla, sino que en parte la construye.
El físico Werner Heisenberg enunció un principio de incertidumbre que explica que, para averiguar la posición y velocidad de un electrón, necesitamos estrellar un fotón contra él, lo que modifica su posición y velocidad. El mero hecho de medir la realidad la altera. En las disciplinas sociales sucede lo mismo. Todos los procedimientos que agregan decisiones individuales (como una votación) están sujetos a una importante dosis de indeterminación. Dependiendo de las reglas de medición que se empleen, se obtendrá una mayoría u otra, una voluntad popular u otra.
El ejemplo más notorio es el gerrymandering, el rediseño de circunscripciones. Una elección varía en función de cómo se agrupe a los votantes. En todos los casos es el mismo pueblo soberano el que se pronuncia, pero los resultados son muy distintos.
Por eso es esencial consensuar determinadas reglas, como quién es el sujeto de soberanía. La Constitución de 1978 lo especifica en el artículo 1, apartado 2, del título preliminar: “La soberanía nacional reside en el pueblo español”. Los legisladores se esforzaron en que quedara muy claro desde el principio, porque sabían que, como dejes que los políticos decidan a cada paso quién es el sujeto relevante, el sistema se vuelve ingobernable.
Por ejemplo, ERC defiende la autodeterminación de los catalanes porque, como explica su secretario general adjunto Lluis Salvadó, “a nadie con dos dedos de frente se le pasaría por la cabeza que, para decidir el futuro de un país o territorio, se consultara en todo el ámbito del estado original”. Pero, ¿qué sucede cuando los araneses reclaman a su vez una consulta? No se trata de una especulación. Unitat D’Aran la ha solicitado ya, porque el valle es una comunidad “nacional, con lengua, cultura e instituciones propias”. ¿Procede en este caso particular preguntar en todo el ámbito del estado original catalán? ¿Y por qué? ¿Goza quizás la Generalitat de una dispensa para tener los dedos de frente que convenga en cada momento?
Otro elemento clave es la elección de la pregunta en un referéndum. Josep Maria Colomer escribía este fin de semana en El País que “puede ocurrir, por ejemplo, que una mayoría del electorado vote a favor de la independencia si solo se deja elegir sí o no, pero que otra mayoría del mismo electorado con idénticas preferencia políticas vote a favor del federalismo si se le pregunta solo por esa otra fórmula sí o no”. ¿Cuál es la voluntad popular?
La propia mecánica de la doble pregunta planteada por Artur Mas y sus socios es otra excelente muestra de indeterminación. Imaginemos un país hipotético con una región hipotética cuyos habitantes estuvieran insatisfechos con su encaje en el conjunto del estado. Supongamos ahora que se les hubiese preguntado regularmente cuál era su preferencia sobre la organización territorial y que el resultado fuera el gráfico siguiente:
Como vemos, hay tres grandes facciones:
- Los independentistas, que suman el 44%.
- Los partidarios de seguir siendo una comunidad autónoma (30%).
- Los que se inclinan por ser un estado dentro de una federación (15%).
Si se les planteara una única pregunta: “¿Quiere usted ser independiente?”, cabría esperar que los autonomistas (2) y los federalistas (3) impusieran su mayoría del 45% (30% + 15%) a los independentistas (1).
Pero si se les preguntara primero: “¿Quiere que su región sea un estado?”, los que se aliarían serían 1 y 3, derrotando a 2. Y si a continuación se les dijera: “En caso afirmativo, ¿quiere que sea un estado independiente?”, 1 se desharía sin problemas de 3. ¿Cuál es la voluntad popular?
Da la casualidad de que éste era el reparto aproximado que recogía el último Anuari Politic de Catalunya, elaborado por el Institut de Ciències Politics i Socials con datos de 2012.
Por supuesto, la relación de fuerzas habrá cambiado desde entonces. Como los electrones de Heisenberg, los ciudadanos están sometidos al bombardeo constante de sus dirigentes y, aunque no son totalmente elásticos, han ido alterando su posición y velocidad separatista. En 2007, el autonomismo era abrumadoramente mayoritario. Hoy cae en picado. ¿Cuál es la voluntad popular?
“La actual”, responderán CiU, ERC y probablemente muchos de ustedes. Pero si tan medulares son los antecedentes históricos a la causa nacionalista, ¿no es paradójico dejar a un lado la secular tradición autonomista de los catalanes? ¿Quizás no eran libres antes y solo ahora empiezan por fin a ver la luz?
Isaiah Berlin cuenta que Jean-Jacques Rousseau vivió muchos años atormentado por la aparente incompatibilidad entre dos valores que consideraba absolutos: la libertad y la justicia. ¿Cómo encontrar una fórmula que conciliara lo que quiero hacer y lo que debo hacer, “en la cual cada quien, uniéndose con todos, sin embargo solo se obedezca a sí mismo y siga siendo tan libre como antes”? Al parecer, la solución lo sacudió “como un deslumbrante rayo de inspiración” un día que iba a visitar a su amigo Denis Diderot a la cárcel. “Se sintió como un místico que de improviso ha visto […] la beatífica verdad misma”, cuenta Berlin. Incluso se sentó a un lado del camino y lloró.
¿Y cuál era esa beatífica verdad? Seguramente les sonará. “Así como todos los hombres que discuten racionalmente llegan a la misma conclusión acerca de cuestiones fácticas [como la física o la astronomía], así los hombres no pervertidos ni corrompidos ni manipulados por intereses egoístas […] desean lo que será igualmente bueno para todos los demás”.
Rousseau llamó “voluntad general” a este nuevo ente que es “más grande que yo mismo”, y concluyó que no había ninguna razón por la que debiera ofrecerse a los seres humanos otras opciones cuando había una claramente superior. Debía obligárseles a ser libres aunque no quisieran, porque no sabían lo que les convenía, mientras Rousseau, que era sabio, que era racional, que era el gran legislador benévolo, sí lo sabía.
También hoy los secesionistas han conectado con el cuerpo místico de la nación catalana. Están, por supuesto, en su derecho de impulsar los proyectos que estimen oportunos, pero me parece excesivo invocar la voluntad del pueblo. En el mejor de los casos, porque no está claro cuál pueda ser. En el peor, porque es el pretexto con el que tantos enemigos de la libertad se han referido a lo que consideraban (legítimamente) bueno y pretendían (ilegítimamente) imponer a los demás.
Bien tirada don Miguel. Da usted plenamente en el clavo. ¿Dónde reside la soberanía popular?
Y si en un hipotético referéndum Barcelona votara en contra de la independencia frente al resto de Cataluña. ¿Tendría derecho a su singularidad e independencia e incluso a seguir perteneciendo a España? seguramente, los hoy defensores de la patria catalana dirían que no. De hecho ya lo han dicho. Curiosa forma de defender la libertad de un pueblo.
😉
Gracias por la mención y lo clarificador del post, Miguel. Efectivamente, el sistema planteado, a fuer de intérprete de una voluntad ambigua, esconde el truco del almendruco del recuento: permitiría, caso de celebrarse, a la secesión ganar con el 26% de los votos aunque el no a cambiar el estatus de Cataluña tuviera el 49% de las papeletas en la primera urna. Es decir, subvertiría la voluntad de la parte frente a la propia voluntad de la parte y presumiblemente la del todo (doble metonimia con tirabuzón).
La democracia ha avanzado tanto en la consideración del elector, que se ha quedado atrás en lo que se elige. Se sigue eligiendo entre opciones (pocas, amalgamadas, desprestigiadas y corruptas) que pre-configuran la voluntad (como dijo Heisemberg y bien lo citas), haciendo indeterminable el que vota lo menos malo del que vota lo mejor. Mezclando voluntades en una suerte de máximo común denominador que termina siendo un mínimo (in)común múltiplo.
En mi caso, preferiría votar a una opción libertaria (en los usos individuales), antiprohibicionista, monárquica (Felipe VI es del Atleti), antieuropeísta y profundamente solidaria (con los que menos tienen) , con respeto a nuestra raíces cristianas. Mis opciones pasarían por:
1. Fragmentar mi voto dividiéndolo entre casi todas las fuerzas del arco parlamentario, y creando extraños compañeros de cama para administrar mi voluntad.
2. Presentarme yo con ese programa.
3. Promulgar una democracia de temas, donde los administradores fueran meros gestores técnicos de las voluntades. Una democracia directa y por Internet, con equipos profesionales de aplicación de las medidas y equipos que tradujeran, desmenuzándolas, las implicaciones de forma que se pudieran votar individualmente y desde casa.