Si su hijo deja la cazadora tirada es una falta de higiene, pero si lo hace Jim Hodges se llama ‘What’s left?’ y vale 690.000 dólares. ¿Quién decide qué es arte? ¿Y por qué alguien paga 12 millones de dólares por un tiburón conservado en formol?
Me pasó una vez una cosa muy chusca en Arco, la Feria Internacional de Arte Contemporáneo. Iba anotando en una libretita los títulos de las piezas que me llamaban la atención y me puse a dar vueltas alrededor de un extintor, hasta que me di cuenta de que no había cartelito porque era un extintor. Me sentí un poco ridículo (bueno, muy ridículo). Desde que Marcel Duchamp envió un urinario a una muestra de la Sociedad de Artistas Independientes, ya no puede uno estar seguro de nada. En Arco vi un carro de supermercado boca abajo o unos impresos de autoliquidación del IVA enmarcados. ¿Por qué el extintor no era arte? Si su hijo deja la cazadora tirada en una esquina del dormitorio es una falta de higiene, pero si lo hace Jim Hodges se llama What’s left? y se subasta por 690.000 dólares en Sotheby’s. ¿Quién decide qué es arte? ¿Por qué alguien paga 12 millones de dólares por el tiburón disecado de Damien Hirst?
Quizás todo sea un gigantesco fraude. Albert Boadella sostenía hace unos años en su blog que Arco es una “acumulación de secreciones especulativas y residuos de vertedero” y que los expertos que distinguen “la manualidad terapéutica de un paciente de frenopático y un [Miquel] Barceló” son unos farsantes. “Sin esta figura crucial el tocomocho no funciona. […] Se necesita un vivales que prepare el artificio, un aprovechado que lo ensalce y un acomplejado que lo compre”.
Oferta y demanda. Los informes de las grandes ferias hablan de mercado y de cotizaciones, de cuotas y de tendencias, como si el arte estuviera sujeto a las mismas leyes que gobiernan el comercio de otros bienes. Cuando la gente quiere tomates y hay pocos, el precio sube, y con Goya pasa efectivamente igual: como cada vez hay más museos y coleccionistas y Goya ya no pinta, su obra se revaloriza. Pero, ¿es el precio del tiburón de Hirst fruto de que todo el mundo quiere tener uno? Sabemos que no. En El tiburón de 12 millones de dólares, el economista Don Thompson cuenta que un electricista llamado Eddie Saunders intentó vender uno parecido, y con un descuento importante. “Ahorre cinco millones de libras sobre la imitación de Damien Hirst”, decía el anuncio. Thompson escribe que “obtuvo una considerable cobertura mediática, pero ninguna oferta”.
En realidad, los criterios de valoración convencionales no funcionan mucho en el negocio del arte. La escasez puede explicar la elevada cotización de Goya, pero otros autores producen dibujos como salchichas. Literalmente. Andy Warhol montó un aparato industrial que funcionaba casi solo. Rupert Smith, uno de sus colaboradores, recuerda que en los años 70 la demanda se desbocó y “hasta Augusto [el guarda jurado] tenía que pintar. Había tanto trabajo que Andy y yo lo hacíamos todo por teléfono. Lo llamábamos arte telefónico”.
Warhol es otra muestra de que la reputación de un autor tampoco depende de su destreza técnica, pero hay más. Sotheby’s subastó por 456.000 dólares Lover Boys, una pieza de Félix González-Torres consistente en un montón de caramelos azules y blancos. Tampoco se requiere mucha pericia para volcar el carro de la compra que había en Arco. El propio Hirst tiene cuatro talleres y 40 ayudantes para manufacturar sus cuadros. Él se limita a dar unas pinceladas y firmar. Es el toque de Midas. Thompson explica en El tiburón… que un redactor del Sunday Times ofreció una vez a Christie’s un viejo retrato de Stalin, pero que la casa de subastas lo rechazó. “¿Y si fuera Stalin por Hirst o Warhol?”, preguntó. “En ese caso nos encantaría tenerlo”, le dijeron. El redactor le pidió a Hirst que le pintara a Stalin una nariz roja y la obra se remató en 140.000 libras después de una animada puja.
“El papel de la estética en la valoración del arte ha disminuido”, dice Thompson. El factor decisivo a la hora de fijar el precio es la marca. Warhol tenía marca y la transfería a todo lo que entraba en contacto con él, personal o telefónico. Hirst tiene marca. Hodges tiene marca.
¿Y cómo se adquiere la marca? ¿De dónde sale?
Tàpies se deshace. Pablo Jiménez lleva toda la vida metido en temas de arte: desde siempre como aficionado, luego como crítico y ahora como director del Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre, en donde trabaja desde 1988.
A Jiménez le conmueve mi empeño por encontrarle alguna lógica al negocio del arte. “Un señor me decía el otro día que no entendía la pintura contemporánea. Ya, le dije, pero ¿entiende usted el mundo en que vive? Igual tiene algo que ver… Todas nuestras contradicciones, todo lo que hay de inexplicable en nuestras vidas está en nuestro arte. ¿No lo entendemos? Claro que no lo entendemos. Pero, si lo piensa un poco, ¿qué es eso de que Grecia ha maquillado sus cuentas? ¿Y cómo que no hay dinero en los bancos? ¿En manos de qué irresponsables estábamos? ¿Y usted pretende entender el arte? ¿Por qué? Otro coleccionista se me quejaba de que ha comprado un cuadro de Tàpies y se le deshace. Claro. Y el reloj se rompe. Vivimos en una sociedad en la que ya nada es para siempre. ¿Por qué iba a ser el arte distinto? Las casas no se diseñan para que duren toda la vida, ni el matrimonio está pensado para toda la vida. ¿Y los cuadros sí? ¿Por qué tienen que ser tan raros los cuadros?”
Boadella se rebela contra los vivales que nos imponen sus criterios estéticos, pero Jiménez no cree que las cosas fuesen muy diferentes antes. Siempre hubo alguien que decidía lo que resultaba apropiado. En tiempos del absolutismo era el rey. “A Luis XIV le gustaban los carniceros jovencitos”, cuenta, “y una noche hizo la ronda de los mataderos de París y volvió ya de madrugada con los botines perdidos de sangre. ¿Qué pasó al día siguiente? Que toda la corte se presentó con botines rojos”.
Tras la Revolución Francesa, el papel de árbitro se descentraliza. “Ya no hay un único punto de vista”, sigue Jiménez. “La gente necesita tener una opinión. Dice: yo soy un señor moderno, tengo derecho a voto y se supone que tengo que tener un juicio de todo, pero lo cierto es que no tengo ni idea de nada”. En el mundo del arte surgen varios proveedores de criterio: las academias, la prensa, los galeristas, los museos, los coleccionistas… Todos estos actores intervienen en el debate del que emerge en cada momento el orden estético dominante, aunque su influencia relativa fluctúa. Los críticos desempeñaron un papel crucial al principio, y su peso era aún considerable a mediados del siglo XX. Jackson Pollock fue un descubrimiento de Clement Greenberg, un redactor del New York Times. “Y en España que El País publicara una reseña favorable de un pintor en los años 80 elevaba su cotización”, observa Jiménez.
Pero en 1928 había abierto sus puertas el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) y a partir de ese momento se erigió en la principal referencia. Gertrude Stein observó que “un museo puede ser moderno o puede ser un museo, pero no ambas cosas” y Jiménez coincide en que “era un poco raro”, pero su autoridad era indiscutible. “¿Qué consagra de repente a Cézanne? Que está en el MoMA”.
Poco a poco, fue cuajando una especie de escalafón. “El artista arrancaba con unas exposiciones colectivas, de ahí pasaba a una galería del circuito C, a otra del B, luego a una gran galería y, al final, estaban los museos”, explica Jiménez. “Con cada retrospectiva, la cotización subía”. Así se construía la reputación, la marca.
“Pero la gente empezó a conchabarse”, cuenta Jiménez. “Decía: píntame un cuadro y como soy amigo del Museo de Valladolid y del de San Francisco, en seis años te he hecho un currículo”. Estas manipulaciones socavaron la credibilidad del sistema y han ido dejando cada vez más el mercado en manos de los coleccionistas. “Si Charles Saatchi te compra un cuadro, has triunfado”, dice Jiménez. Hirst, por ejemplo, es un invento de Saatchi. “Entre él y otros siete mueven las cotizaciones. Son un cartel, como el del petróleo, pero después de todo se están jugando su dinero”.
¿Quiénes son esos grandes coleccionistas, además de Saatchi? Ronald S. Lauder, François Pinault, Stephen A. Wynn, Edythe y Eli Broad, Steve Cohen… Algunos gestionan hedge funds (Cohen), otros dirigen un imperio empresarial (Broad) o tienen casinos en las Vegas (Wynn). Pero no es casual la presencia en esta lista de magnates vinculados con el marketing. Pinault y Lauder se han hecho ricos convenciendo a los consumidores de que compren unos cosméticos similares a los de la competencia, pero bastante más caros. Y Saatchi es un publicitario que se consagró con la campaña que dio la victoria a Margaret Thatcher: una larga cola de parados serpenteando bajo el lema Labour isn’t working (el laborismo no funciona). Saatchi es un maestro captando la atención de los medios. Cuando en 2001 trasladó su colección de local, montó una fiesta cuyo plato fuerte fue una performance en la que participaron 80 voluntarios desnudos: nada de la típica estríper saliendo de la tarta.
La Revolución Francesa. “Los artistas no dejan de ser la representación de los intereses del momento en que viven”, razona Isabel Hernando, fundadora y directora de la consultora Arte Global. “En la Edad Media se hacían imágenes religiosas porque era lo que demandaban la Iglesia y la nobleza. Prácticamente hasta finales del XIX se trabajó por encargo. Algún autor hacía cosas para sí mismo, como Goya con las pinturas negras, pero a sabiendas de que no encontrarían salida”. Hasta que los impresionistas decidieron hacerlo sistemáticamente. “Por primera vez, el artista se sentía libre”.
La revolución de la que habla Hernando tiene una fecha precisa: 1874. Hartos de que el Salón de la Academia de Bellas Artes rechazara sus pinturas, Claude Monet y un grupo de amigos organizaron ese año una muestra paralela. Ninguna carrera había sobrevivido hasta entonces al margen del Salón, pero en el París de la Belle Époque había ido madurando una demanda de pintura que la rígida oferta académica mantenía insatisfecha. Al ver que los cuadros impresionistas se vendían bien, muchas pequeñas galerías se animaron a abrir. Guillaume Apollinaire, el profeta del incipiente evangelio estético, escribiría en 1910 que “la plétora de exposiciones individuales ha debilitado la influencia de los grandes salones anuales”.
A menudo nos sorprendemos de que los artistas se pusieran de repente a innovar frenéticamente a finales del siglo XIX, pero lo extraño era lo contrario: la lentitud con que lo habían hecho hasta entonces. El artesano imita, copia, reproduce, pero el artista concibe, inventa, descubre. El artesano procura no alejarse del rebaño, pero el artista explora cauces desconocidos.
Esta pulsión creadora se mantuvo a raya la mayor parte de la historia gracias al férreo control de los mecenas (religiosos o seglares) y de las academias, que constituían los demandantes exclusivos de arte. Pero la irrupción de una clientela de capitalistas, burgueses y rentistas rompió este monopolio (o monopsonio, más bien) y dio lugar a un auténtico mercado, en el que marchantes, galeristas y críticos rivalizaban por colocar sus producciones. París, primero, y Estados Unidos, a partir de 1950, experimentaron una explosión de ismos. La originalidad se erigió en la cualidad más apreciada. Como escribiría el crítico Harold Rosenberg, “lo único que cuenta es que una obra sea NUEVA”. No importan la técnica, el estilo, la destreza: ésas son virtudes de artesanos. Lo que define al artista es el concepto, la mirada. Y cuando se posee ese don, se puede infundir la magia en cualquier objeto. Por eso Warhol exhibía latas de sopa. Y por eso Duchamp envió un urinario a la Sociedad de Artistas Independientes y se preguntó: “¿Se pueden hacer obras que no sean de arte?”
La deshumanización del arte. “Lo que importa no es el objeto”, dice Pedro Maisterra, copropietario de la galería Maisterravalbuena de Madrid. “No puedes juzgar meramente lo que ves, hay que buscar los resortes”.
“Pero para disfrutar de Las Meninas no hacen falta resortes”, le digo.
“En su época fueron una revolución”, tercia Belén Valbuena, la otra titular de la galería. “Todo lo ha sido. Los impresionistas son un clásico hoy, pero cuando salieron nadie entendía nada”.
Es una observación interesante. Olvidamos a menudo que la gente necesita que se la enseñe a mirar igual que necesita que se la enseñe a leer. La naturaleza siempre ha estado ahí, pero era una realidad hostil, a la que había que enfrentarse para sobrevivir. Gracias a los artistas aprendimos a contemplarla con otros ojos. “La gente aprecia hoy la bruma no porque la haya”, escribe Oscar Wilde en La decadencia de la mentira, “sino porque unos poetas y unos pintores le han enseñado el encanto misterioso de sus efectos”.
También Ortega y Gasset cree que el propósito del arte moderno es “improvisar otra forma de trato” con el mundo, despojándolo de elementos humanos y reduciéndolo a su esencia estética. “Lejos de ir el pintor más o menos torpemente hacia la realidad”, explica en La deshumanización del arte, “se ve que ha ido contra ella. Se ha propuesto denodadamente deformarla, romper su aspecto humano”.
Uno ve los retratos de Dora Maar y tiene efectivamente la impresión de que Picasso le ha partido la cara.
Vanidad. Con la caída del Salón de la Academia francesa, el pintor se emancipa del mecenas y pasa a depender de un mercado más competitivo, que le da más libertad para decidir lo que va a crear, pero que dista mucho de ser perfecto.
Aunque la oferta no está tan controlada como en tiempos del Segundo Imperio, continúa en manos de pocos y poderosos actores: casas de subastas, museos, galerías, coleccionistas… Estos aprovechan la necesidad del señor moderno de tener una opinión de todo para orientar su juicio artístico, la mayoría de las veces de buena fe, pero sin dejar de salvaguardar sus legítimos intereses.
Estos manejos tienden a inflar los precios, pero el gran motor que los impulsa está en el lado de la demanda, y se llama vanidad. Los individuos que compran un Miró son los mismos que compran clubes de fútbol, y lo hacen probablemente por idéntico motivo: porque genera estatus. En este negocio no solo el vendedor quiere vender caro; también el comprador quiere comprar caro. “¿Por qué paga Cohen 12 millones por el tiburón?”, se pregunta una experta, y se responde a sí misma: “Porque quiere y porque puede”. Es el modo de rubricar su éxito en la vida. Nada halaga tanto como recibir a unos amigos y que abran los ojos como platos y digan: “Es un Hirst, ¿verdad?”
El precio se ha vuelto un ingrediente más de la obra. Los poetas nos pueden contar que el autor tiene la garganta llena de luz o que siente en su carne el agua genital, pero muchas obras adquieren notoriedad porque son caras. El Retrato de Adele Bloch-Bauer I de Gustav Klimt vegetó años en un museo austríaco, hasta que Ron Lauder pagó 135 millones de dólares para llevárselo a su Neue Galerie. El público empezó entonces a hacer colas de tres cuartos de hora. Quería saber qué clase de pintura vale lo mismo que un Boeing 787.
En un negocio de valor incierto, lo que menos importa es el valor real de la contraparte. Si mil personas piensan que el urinario que vale cero costará 1.500, comprarán urinarios a mil. El mercado del arte es una estafa piramidal más. Pero más contracíclico que otras burbujas. Yo vendería «obras de arte moderno» regalando la casa que las contiene colgadas. Éso sería una salida a la crisis del ladrillo. Corro a escribir a la Sareb, ahora que se han quedado sin Walter de Luna…
En el fondo, todo vale lo que la gente está dispuesta a pagar por ella. Ésa fue la intuición de la Escuela de Salamanca, que enterró Adam Smith con su teoría del valor-trabajo y que luego recuperarían los austriacos.
Y corre, corre a escribir de la Sareb, a ver si te nombran sustituto de Walter De Luna… 😉
Las diferencias entre el artesano y el artista me recuerdan a las que se inventó el management para diferenciar al administrador del líder. Suenan bien pero si se rasca no hay gran cosa.
Vargas Llosa en su libro «La sociedad del espectáculo» afirma respecto al tiburón de Hirst que es una obra que no habla bien de él sino mal de nuestro tiempo. Estoy de acuerdo.
En fin, buen artículo.
Y son seguramente diferencias reales, Emilio. Pero una cosa es emplearlas como descripciones y otra muy distinta como prescripciones. Para esto último no son tan útiles. Pedir a un líder que sea innovador, creativo y audaz es tan absurdo (y poco útil) como exigir a un guionista que escriba una escena divertida. ¡Como si pretendiera hacerla aburrida!
Ahora bien, cuando piensas en la obra de Monet, coincidirás conmigo en que no es una descripción equivocada señalar que fue innovador, creativo y audaz con respecto de los pintores que enviaban sus cuadros al Salón de la Academia de Bellas Artes de París.
En cuanto al comentario de Vargas Llosa, te diré que a mí el tiburón de Hirst no me disgusta. Otra cosa es que se pague por él 12 millones. Ahí hay una anomalía que es la que pretendía desentrañar mi artículo. Pero es un humilde artículo, nada más…
Muchas gracias por tus siempre oportunos comentarios, Emilio.
Excelente artículo. Creo que el arte debiera ser un producto de consumo como otro, y a mayor demanda, mayor precio, pero jamás llegaría a esos descomunales valores absurdos. Yo soy artista, y no por arrogancia siempre he creído que mis obras son tan genuinas y pensadas como las de cualquier otro artista que trabaje por su propio concepto, sin ánimos de imitar a otros, ni de crear escándalo o competir por grandes sumas de dinero. El valor de una pieza de arte es relativo, y no es lo costoso lo bueno o lo barato malo necesariamente. Hoy por hoy es una cuestión de encontrar los contactos certeros, si solo pintas por amor al arte nunca se llega a vender mas que a cercanos. Todo es un ardid creado para filtrar, no ha los mejores, si no a los que mas puedan divagar en ideas intelectualoides en torno algo, sea lo que sea ese algo… Crear todo un ensayo filosofico alrededor de un una escoba clavada en una pared (ya estoy creando arte contemporáneo) Es para mi muy fácil darle todo un valor histórico y filosofico a ideas como esa… se me ocurren miles. Pero que fácil… y lo peor de todo es que los libros, propios de filósofos, pensadores o científicos, se venden por amazon en menos de 10 dolares… o sea que tienes que imbuir a la escoba, con todo ese libro de filosofía, y meterlo en la maquinaria publicitaria y de mercadeo, que generalmente ya tienen sus gurús en el campo. Allí se le pone el precio creciente por cada escalón que llegará siempre al ridículo. Pero de alguna forma tienen que jactarse los acaudalados de su obscena capacidad de consumo. Pero precisamente esa es la relación con el mundo en que vivimos, plagado de dinero facil de casinos, de wall street, de inversiones de aire, con las que compras cosas de verdad… pues claro, es el ponto máximo de la barbarie, igual a que a un rico se le ocurra quemar millones de dólares en una plaza pública… pero como eso puede crear protestas… mejor lo queman en arte contemporáneo…
Un buen documental al respecto:
Este es el link:
Gracias por tu comentario. Y es verdad que hay mucho de bien posicional en el arte. Si tuviera un precio razonable, no molaría tanto comprarse un tiburón en salmuera.