Termodinámica de la agitación social

“Si el hambre y la injustica fueran la causa de las revoluciones”, me decía un profesor de historia, “el mundo ardería por los cuatro costados”.

El gran misterio de las revoluciones es el tipo que las empieza. ¿Por qué se expone nadie a una muerte segura a cambio de una victoria incierta? Reginald, el personaje del humorista británico Saki, resume esta paradoja en una recomendación lapidaria: “Nunca”, le dice a su amigo más querido, “seas un pionero. Es el primer cristiano el que se lleva el león más gordo”. Reginald es, naturalmente, un dandi cínico y descreído, y no posee un concepto muy elevado de la humanidad. La teoría de que no somos “más que una forma mejorada del mono primigenio” le parece “decididamente prematura. En la mayor parte de la gente el proceso está lejos de haberse completado”.

Pero incluso el idealista más desaforado se lo piensa dos veces antes de plantarse delante de una columna de tanques. Si tiene usted algún conocido de izquierdas, le explicará seguramente que no hay nada heroico en ese gesto. Es tectónica de placas: las injusticias y las tensiones van acumulándose en los márgenes del sistema hasta que se desencadena el terremoto. Marx enseñaba que, cuando la revolución está madura, produce sus propios líderes, pero ni los bolcheviques se lo creían. “Ninguna ciudad se ha rebelado nunca solo porque estuviera hambrienta”, proclamaba uno de sus diarios durante la Guerra Civil Rusa. Para que los parias de la Tierra se agrupen en la lucha final tienen que pensar que les va a ser de alguna utilidad. De lo contrario, se quedan en casa agonizando silenciosamente de inanición, como todavía sucede en Corea del Norte.

Dos sociólogos de la Universidad de Michigan, Charles Tilly y David Snyder, contrastaron esta hipótesis en un famoso artículo de 1972. Analizaron los disturbios ocurridos en Francia entre 1830 y 1960 y no descubrieron ninguna relación con el malestar de la población. Tampoco los economistas Denise DiPasquale (Chicago) y Edward Glaeser (Harvard) hallaron evidencia de que la pobreza desempeñara un papel relevante en los episodios de violencia social registrados en Estados Unidos entre 1960 y 1980. Estos brotes parecen más bien fruto de un cálculo racional de coste-beneficio: cuando la oportunidad de ganancia es elevada y el riesgo de sanción bajo, la gente se va animando, se va animando… Y como esto es algo que se decide sobre la marcha, las revueltas no son fáciles de predecir y, una vez que han echado a andar, toman cursos insospechados. Alexis de Tocqueville cuenta en El antiguo régimen y la revolución que, en vísperas de la toma de la Bastilla, Luis XVI no tenía ni la menor idea de que fuera a perder el trono, y no digamos ya la cabeza. Y dos días antes de que los Romanov fueran depuestos, la zarina Alejandra hizo este infeliz comentario: “Son solo unos gamberros. Jovencitos que corren y chillan que no hay pan para pasar el rato, y unos piquetes que impiden a los obreros trabajar. Si hiciera más frío, se habrían quedado probablemente en casa”.

La madre de todas las protestas. Si la izquierda atribuye los disturbios a problemas económicos y sociales, para la derecha su raíz es educativa y moral. Esta tesis fue ampliamente aireada por los medios conservadores durante las algaradas que sacudieron Londres en agosto de 2011. En un artículo barrocamente titulado “Ya tenemos la prueba de que abolir los derechos de los padres y animar a las familias monoparentales era algo desastroso: el desastre ha ocurrido”, William Oddie, columnista y exdirector del Catholic Herald, destacaba la enorme proporción de adolescentes oriundos de hogares desestructurados entre los arrestados por vandalismo. Los propios jueces estaban sorprendidos. “Salvo en un caso”, afirmaba uno de ellos en el reportaje, “no he visto a ningún padre en el tribunal”.

El nobel James Heckman ha documentado que un entorno de afecto e interés es básico para el progreso escolar y profesional. El Estado puede suministrar a través de su red de centros públicos contenidos conceptuales, pero hacen falta además “virtudes no cognitivas” (motivación, autocontrol, sentido del sacrificio), y éstas se adquieren en la familia. “Cuando Alfred Marshall empieza a hablar de tipos de capital en sus Principios de Economía”, dice Heckman, “advierte que el más valioso es el humano y que su fuente primordial es la madre”.

Por desgracia, esa veta se ha secado para muchos niños. “Un número creciente nace de madres solteras, incultas y muy jóvenes, que no les prestan la atención precisa”.

¿Tiene razón el Catholic Herald, entonces? No del todo. Heckman observa que “los ciudadanos saludables y productivos” son hijos de “mujeres universitarias”, que “se casan tarde, tienen pocos hijos e invierten cada vez más recursos en educarlos”. Pero no menciona el matrimonio tradicional, ni contrapone diferentes tipos de familia.

“Los barrios afroamericanos del centro de muchas ciudades americanas, con tasas altísimas de hogares monoparentales, son una fábrica de jóvenes conflictivos”, dice el sociólogo Juan Carlos Rodríguez. “Pero las madres solteras blancas de las afueras de esas mismas ciudades tienen hijos que se hacen ingenieros y acaban dirigiendo grandes compañías”.

Apoteosis. Otro sospechoso habitual de la derecha es la vida fácil. El psiquiatra Anthony Daniels, más conocido por su seudónimo Theodore Dalrymple, dictaminó en la revista online The Atlantic que los disturbios de Reino Unido eran “la apoteosis del estado de bienestar y de la cultura popular”. Muchos británicos consideraban que tenían “derecho a un alto nivel de consumo con independencia de su esfuerzo personal” y “que el hecho de no recibir ese alto nivel de consumo” era “un signo de injusticia”.

Los incentivos perversos de un exceso de seguridad social están ampliamente documentados. En 1996, Bill Clinton desmanteló el programa para madres solteras AFDC [Aid to Families with Dependent Children] porque había convertido en un infierno los guetos afroamericanos. El AFDC fue cuidadosamente diseñado para evitar el fraude. Se vigilaba estrechamente que no hubiera ningún marido entre los hogares beneficiarios y las prestaciones se fijaron deliberadamente por debajo del umbral de la pobreza, para estimular la búsqueda de empleo y que la dependencia no se cronificara.

El resultado fue una explosión de madres solteras que vivían de la caridad estatal y que, para defenderse de la violencia circundante y redondear sus ingresos, alumbraban ejércitos de hijos que se dedicaban al trapicheo de drogas y a la comisión de pequeños (y no tan pequeños) delitos.

La casuística de la picaresca es también abundante en España. ¿Ha llegado la hora de reconsiderar el estado de bienestar?

En el informe British Social Attitudes de 2009, la profesora del Instituto de Investigación Social de Estocolmo Ingrid Esser se preguntó abiertamente: “¿Nos vuelve vagos el bienestar?” El artículo comparaba la disposición para el trabajo en 13 países de la OCDE con diferentes modelos de protección: el más generoso o nórdico (Suecia, Noruega y Dinamarca), el medio o continental (Suiza, Bélgica, Alemania y Japón) y el básico o anglosajón (Reino Unido, Irlanda, Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Australia).

El sentido común nos dice que un individuo normalmente constituido valora más el ocio que el negocio y que, si le dan la posibilidad de ganarse la vida sin dar un palo al agua, perderá cualquier interés por emplearse. Pero se olvida a menudo que la gente no solo trabaja por dinero: también busca reconocimiento, entretenerse, sentirse útil. Y la satisfacción de esas necesidades debe de ser bastante apremiante, porque los suecos y los daneses son los ciudadanos occidentales cuyo compromiso laboral es mayor. Los británicos y los belgas son, por el contrario, los peor dispuestos.

¿Y no puede ser que la actitud de los escandinavos se deba a otros factores, como su tradición luterana? Igual eran aún más diligentes antes y el estado de bienestar está minando su ética protestante del esfuerzo, aunque no lo bastante como para que el resto de Occidente los adelantemos.

Pero tampoco. Los sondeos revelan que la disposición a trabajar incluso ha ido a más en Noruega, mientras decaía levemente en Reino Unido y Estados Unidos. “Las prestaciones generosas son compatibles con un elevado grado de compromiso laboral”, concluía Esser. “Posiblemente lo refuercen y, en todo caso, no lo socavan”.

Reparto. Así que la buena noticia es que el estado de bienestar no tiene por qué arrastrar un país a las profundidades abisales. En el PP lo saben y no tienen ninguna intención de desmantelarlo. Ahora bien, son también conscientes de que no se puede gastar sistemáticamente más de lo que se ingresa y de que hace falta un ajuste. La cuestión es cómo se va a repartir.

Ése es el origen de la actual agitación. Nos estamos poniendo de acuerdo.

¿Y no cabe la posibilidad de que las algaradas sectoriales degeneren en una gran revolución? Toda manifestación plantea un desafío delicado. El Gobierno debe medir bien su respuesta represora porque, como en las siete y media, el no llegar da dolor, pero, ¡ay de ti si te pasas! Si te pasas es peor. El juez estadounidense Richard Posner explica en su blog que “la protesta más efectiva es […] la pacífica que se sofoca violentamente, con detenidos, heridos y hasta muertos”.

Si las autoridades se equivocan y la hoguera inicial prende hasta convertirse en un fuego pavoroso, pueden encontrarse con que la cesión se vuelve una opción atractiva, porque el coste del desorden (en dinero y en imagen) supera al de satisfacer las exigencias. Es lo que ha parece que ha pasado en Burgos con las obras del Gamonal.

Umbral. En realidad, nunca faltan motivos de queja: el paro, la injusticia, los recortes en la sanidad o la enseñanza… ¿Por qué esta insatisfacción difusa se concreta unas veces en revueltas y otras no? Depende de cada individuo, dice Timur Kuran, politólogo de la Universidad Duke. Algunos están dispuestos siempre a movilizarse, pero la mayoría se sumará únicamente si ve que lo hace una proporción más o menos elevada de conciudadanos: el 60%, el 70%, el 80%… Es lo que Kuran llama el “umbral revolucionario”.

Cada población tiene una distribución de umbrales distinta. En unas abundan los sujetos pacíficos, que necesitan ver al 90% protestando antes de animarse. En otras son mayoría los 20% o los 30%. Esos umbrales tampoco son fijos. Caen cuando se produce un encarecimiento de los alimentos, una arbitrariedad, el triunfo de la revolución en otro país. En esas circunstancias, el número de opositores visibles quizás crezca al 30%, en cuyo caso todos los que tengan ese umbral se alzarán, lo que a su vez arrastrará a los que estén en el 40%, y así sucesivamente. Es más o menos lo que hemos visto en el mundo árabe: la bofetada de un policía tunecino a un muchacho ha desencadenado una reacción en cadena demoledora.

¿Y cuándo se alcanza esa masa crítica? No hay modo de saberlo. Algunos países carecen de motivos de descontento (los umbrales de la mayoría son altos), pero la mala gestión del orden público pone en marcha una espiral protesta-represión-protesta que dispara el éxito de la revuelta. Otras sociedades sufren, por el contrario, todo género de atropellos, pero nunca salta la chispa que prende la hoguera y la gente calla su descontento por temor a las represalias.

La gran novedad del siglo XXI es que los foros sociales proporcionan un modo seguro de compartir ese callado descontento. Los pioneros ya no se llevan el león más gordo, como sostenía Reginald. Entran en Facebook o Twitter, localizan a sus colegas y convocan una acción. “Internet facilita el encuentro y eso significa que se dan más encuentros”, reflexiona Juan Carlos Rodríguez. “¿Y qué sale del encuentro? Depende de cómo se interprete. Si se considera un éxito, se retroalimenta. Y si la gente ve además que no hay peligro, se retroalimenta más”.

Esto abre un mundo de posibilidades a los agitadores profesionales, pero mi impresión es que, así y todo, no estamos en vísperas de la revolución.

Confío en que la historia no me deje en el mismo lugar que a la zarina Alejandra.

3 comentarios en “Termodinámica de la agitación social

  1. Las antiguas invasiones se practicaban con armas, y las actuales con bonos. Ahí está Merkel, el Bundesbank, los fondos buitre repartiéndose las migajas de los cerdos (PIGS) tras la matanza (ojo a las desinversiones en sociedades inmobiliarias y de seguros de la banca (no sólo la pública) ebn España, más NCG, más EVO, más lo que está por venir, ojo a ese caramelo de Bankia supuestamente quebrada y cuyo «rescate» lo ha sido al Estado,

    Y si las antiguas invasiones se practicaban con cañones y las de ahora con bonos, ¿qué te hace pensar que las nuevas revoluciones van a seguir los patrones de agitación social al uso y los umbrales del 30, 40 o 60% que las precedieron? Más que a Gamonal, agitación significativa más por haber logrado su objetivo que por su carácter representativo del resto, atendería para discrepar contigo y con Alexandra en que no estemos en ciernes de una revolución, a la agitación constante de la sanidad pública en Madrid (que también ha logrado su objetivo parcial), a esos comentarios de ERC relativos a asfixiar económicamente a Catalunya para forzar la consulta, o al surgimiento de cooperativas para autoabastecerse de electricidad (parejas al agenda setting de la composición política de los consejos de las eléctricas). La confluencia, expansión o éxito de las medidas económicas de la sociedad civil para defenderse de las estafas, unido a su capacidad viral, sí pueden degenerar en una nueva revolución, más callada que algarada, que consiga cambiar el sistema.que ya capitaliza más de lo que supuestamente se le entregó.

  2. Una revuelta no es una revolución; una revolución es un cambio de paradigma; y siempre que el costo-beneficio de ese cambio sea enormemente inclinado a lo último, para una cantidad poderosa de personas (dije poderosa), ese cambio no lo para nadie. El que una revolución sea violenta o pacífica, gradual o sorpresiva, sí depende del grado de injusticia del anterior modelo.

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