El rey de la distribución

El Chapo lideró en el negocio de la droga una revolución similar a la de las grandes superficies en el mundo del comercio.

Tras la liquidación de Osama Bin Laden, el hombre más buscado por Estados Unidos era Joaquín Archibaldo Guzmán El Chapo, un mexicano semianalfabeto que presidía una de las compañías más exitosas del mundo: el Cártel de Sinaloa. Forbes calculaba su fortuna en 1.000 millones, pero dado que su sector no está sujeto a las exigencias de transparencia de la SEC ni debe depositar sus libros en ningún registro mercantil, se trataba de una mera aproximación.

No obstante, a juzgar por el ritmo de vida de sus empleados, si la cifra peca de algo es de modesta. Según relata Patrick Radden en el New York Times, un miembro de la familia poco destacado, que “ocupa la parte baja de la cadena de valor”, se dejó una vez tanto dinero en Las Vegas, que el casino le regaló un Rolls Royce.

El Cártel de Sinaloa da para eso y más. Controla la mitad del lucrativo mercado estadounidense de la droga (lo que un historiador llamó una vez “la insaciable nariz de Norteamérica”) y factura unos 3.000 millones de dólares al año, lo que lo sitúa al nivel del Banco Sabadell o de Indra.

El Chapo ronda los 60, una longevidad insólita entre los narcos, cuya edad debe multiplicarse por siete, como la de los perros. “Cuando Pablo Escobar tenía los años del Chapo”, cuenta Radden, “llevaba una década muerto”. La razón de este éxito es (como siempre) una combinación de visión y suerte.

La infancia del pequeño Joaquín discurrió entre plantaciones de marihuana y opio. El cultivo de la amapola lo habían introducido en las fértiles colinas de Sinaloa los obreros chinos que a mediados del siglo XIX acudieron a México a tender el ferrocarril. Hacia los años 30 no quedaba, sin embargo, ni un solo chino: los granjeros locales los habían expulsado o asesinado para arrebatarles su provechoso negocio. El comercio de la goma (pasta de opio) pasó a ser una industria tan enraizada en la región, que incluso uno de los equipos se llamaba Los Gomeros, como explica aquí Enrique Krauze.

Oficialmente, las autoridades renegaban de esta actividad, pero no se tomaron en serio su represión hasta 1976, cuando el Ejército invadió literalmente Sinaloa para destruir las plantaciones. En Los señores del narco, la periodista Anabel Hernández cree, sin embargo, que aquella operación no fue tanto una cruzada como un golpe de estado, que permitió a los políticos y los policías mexicanos suplantar a los empresarios civiles. Es una tesis difícil de contrastar, aunque goza de gran popularidad y Hernández vive protegida por guardaespaldas desde que la formuló.

Estados Unidos, por su parte, ha mantenido una actitud, como poco, errática. Al principio de su mandato, Ronald Reagan dio facilidades a los narcotraficantes a cambio de que apoyaran a la Contra nicaragüense, pero lanzó una ofensiva furibunda después de que en 1987 el agente de la DEA (la agencia antidroga) Enrique Kiki Camarena fuera secuestrado, torturado y asesinado.

En aquella época, el gran bastión del narcotráfico era Colombia y el transporte se canalizaba a través de Florida (¿se acuerdan de Miami Vice?). Washington se empleó a fondo hasta destruir a Pablo Escobar y cerrar el corredor del Caribe. Pensaba que los escasos cultivos que aún quedaban en México no suponían una industria poderosa, y tenía razón.

Como escribe en El poder del perro Don Winslow, también los mexicanos se habían dado cuenta de que el dinero no estaba en la producción, sino en “los 3.000 kilómetros de frontera que comparten con Estados Unidos. […] La tierra puede quemarse, las cosechas envenenarse, la gente desplazarse, pero esa frontera no va a ir a ninguna parte”. Y un kilo de cocaína, que vale 2.000 dólares en la selva, se vende al otro lado de la alambrada por 100.000 dólares, tres veces su peso en oro.

El Chapo fue uno de esos visionarios que intuyó que la distribución era el futuro. Se había iniciado en los 80 como transportista de las mafias colombianas y su gran aportación sería, según Radden, “una de esas innovaciones tan obvias, que resulta increíble que no se le ocurriera a nadie antes: un túnel”. Luego los habría a cientos, algunos con aire acondicionado e incluso trenes eléctricos, como la T4 de Barajas. Pero el del Chapo era entonces el único y le proporcionó una ventaja imbatible. Metía la cocaína en Estados Unidos más deprisa de lo que el Cártel de Cali se la podía poner en las pistas clandestinas de Baja California. En 1986, apenas tenía una avioneta roñosa. Cinco años después, gestionaba miles de vuelos y los capos colombianos debían pedir audiencia para saludarlo con la gorra en la mano.

Guzmán vivió sus días de vino y rosas, pero la política antidroga es ciclotímica, como ya hemos visto con Estados Unidos. Hay temporadas en que no pasa nada y, de repente, las autoridades la ponen en lo alto de la agenda. Es lo que hizo Ernesto Zedillo, bajo cuya presidencia se arrestó a buena parte de los traficantes, entre ellos al Chapo. Cumplió cinco años de condena en el penal de Puente Grande, aunque las condiciones no fueron excesivamente duras: siguió dirigiendo su imperio por teléfono, comía a la carta y recibía la visita regular de prostitutas. Pero de todo se harta uno y, aprovechando el desbarajuste que provocó la derrota del PRI en 2000, se fugó en la furgoneta de la lavandería (un clásico).

Dicen que el anterior presidente mexicano, Felipe Calderón, consciente de su incapacidad para ganar la guerra a las mafias, ofreció ayuda al Chapo para derrotar a los Zetas. La idea era que, cuando el Cártel de Sinaloa se hiciera con el monopolio de la droga, reinara al menos una Pax Narcotica.

No hay, por supuesto, prueba alguna de ello, pero sí es cierto que Guzmán fundó una Federación que agrupaba a varias de las organizaciones más importantes. Quizás pretendía normalizar el mercado de la droga y hacerlo tan civilizado y plácido como el de cualquier sustancia legal. O quizás era una triquiñuela para desbancar a rivales que eran militarmente superiores. El caso es que no funcionó. La tranquilidad apenas duró unos meses, hasta finales de 2003, en que se desató una cruenta serie de ajustes.

Ahora parece que Enrique Peña Prieto Nieto va otra vez en serio. La captura del Chapo sigue a las del cabecilla de los Zetas y el jefe del Cártel del Golfo. “No hay garantía de que el arresto vaya a acabar con el derramamiento de sangre”, opina The Economist. “Pero sirve como recordatorio de que México también puede estar sujeto al imperio de la ley […]. Siempre, claro, que no vuelva a escapárseles”.

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