Qué es un austriaco

Jesús Huerta de Soto no es hombre que se prodigue en los medios, pero hace un par de años, con motivo de su investidura por la Universidad Financiera del Gobierno de la Federación Rusa, mantuve con él una extensa e intensa charla.

Cuando era un adolescente, Jesús Huerta de Soto tuvo una revelación. Siempre le ha apasionado la economía y en casa de sus padres disponía de una amplia biblioteca sobre la materia, pero a los 16 años se la había liquidado entera y pasaba las horas muertas buscando nuevos títulos por las librerías de Madrid. Un día, en la calle de Fuencarral, encontró uno que no conocía. “Se llamaba La acción humana y era de un tal Ludwig von Mises”, recuerda. “Quedé fascinado”.

Jesusito ya apuntaba maneras. Había leído la Teoría General de Keynes con 14 años y, aunque admite que la entendió “malamente”, se resistía a creer que aquel señor tan pomposo hubiera salvado el capitalismo, como todo el mundo se empeñaba en asegurar. Le manifestó esta inquietud a su padre, que debió de mirarle las pantorrillas lampiñas y le dijo: “¡No digas tonterías, niño! ¡Qué sabrás tú!”

Pero, algún tiempo después, un amigo de su padre le dejó explayarse y se quedó sorprendido (o aterrado) al ver que el niño no sólo citaba a Mises de memoria, sino que “estaba trabajando en Man, Economy, and State, de Murray Rothbard”.

Aquel amigo de su padre formaba parte de una reducida célula de austriacos que celebraban una reunión semanal en Madrid. Le invitaron a sumarse y Huerta de Soto se convirtió en uno de sus más asiduos participantes. “Poco después me matriculaba en Económicas”, dice hoy, “así que, por un azar del destino, he tenido la oportunidad de contrastar las dos corrientes”: la neoclásica y la que él llama, sencillamente, la Ciencia Económica.

Antecedentes. Estamos en Seguros España, el negocio familiar cuya dirección compagina con la cátedra de Economía Política de la Universidad Rey Juan Carlos. Son unas oficinas imponentes, en la calle del Príncipe de Vergara. El que Huerta de Soto gestione una aseguradora es otro azar del destino que también ha marcado su evolución intelectual. Los actuarios, explica, utilizan tablas de mortalidad y cálculos estadísticos para realizar sus previsiones, como si se tratara de una ciencia natural. Pero Huerta de Soto en seguida se dio cuenta “de que lo que funciona para los actuarios no funciona en el ámbito de la teoría económica”. La sociedad se caracteriza por “el descubrimiento empresarial”. El protagonista de la economía “no es una rata ni un pingüino, sino un ser humano dotado de una innata capacidad creativa”, que está discurriendo cosas nuevas a cada paso. Todo se halla en perpetua mutación, no existen constancias que se puedan recoger en funciones matemáticas.

Este subjetivismo es la piedra angular de la Escuela Austriaca. Su fundador, Carl Menger, era cronista bursátil en la Viena de finales del XIX y, como la teoría clásica no le era de gran utilidad para explicar los saltos de las acciones, desempolvó los apuntes del Gymnasium y redescubrió a Diego de Covarrubias, un jurista de la Escuela de Salamanca que en 1555 había escrito: “El valor de una cosa no depende de su naturaleza objetiva, sino de la estimación subjetiva de los hombres, aunque sea alocada”. Aquello se adecuaba mucho mejor a lo que Menger veía cada día en el parqué y decidió refundar la economía sobre una base más realista que la cómoda ficción del homo oeconomicus.

Construir una ciencia (es decir, un conjunto de reglas destinadas a formular predicciones) sobre una realidad en perpetua mutación (es decir, impredecible) puede sonar contradictorio, pero de la Escuela Austriaca iba a salir en los años siguientes una aportación decisiva: el teorema de la imposibilidad del socialismo.

Entelequia. El gran atractivo del comunismo radicaba en la promesa de una sociedad nueva, pero hay que reconocer que Marx nunca fue demasiado explícito con los detalles prácticos. Lo más que llegó a escribir fueron vaguedades, como que en un mundo sin clases nadie tendría un oficio concreto y cada uno podría dedicarse a lo que le viniera en gana. Estaba convencido de que el capitalismo, de cuya productividad era un sincero admirador, había resuelto los problemas de escasez y que la dictadura del proletariado iba a acabar con los de distribución.

Esta entelequia saltó en pedazos con las hambrunas soviéticas de los años 20. Muchos economistas se acordaron entonces de Mises, que ya había profetizado que el socialismo nunca funcionaría, porque, sin un sistema de precios que indicara qué faltaba y qué sobraba, los recursos no podían asignarse correctamente.

La reacción de la URSS fue constituir una autoridad central, que fijaba unos precios orientativos y organizaba a partir de ellos una subasta entre los directivos de las empresas públicas. Según Moscú, este esquema tomaba lo mejor del capitalismo (el sistema de precios), sin sus inconvenientes (la concentración de riqueza).

El argumento persuadió a muchos académicos, pero Friedrich Hayek, un discípulo de Mises, lo desmanteló en un artículo de 1945: “El uso del conocimiento en la sociedad”. Hayek explicaba que los modelos clásicos, en los que se basaban tanto los economistas soviéticos como los occidentales, daban por supuesto que se podían conocer las preferencias de los ciudadanos, pero éstas variaban continuamente y muchas veces ni siquiera se verbalizaban. Los precios, con su rápida respuesta a las situaciones de abundancia y escasez, proporcionaban un código tosco de señales, pero no bastaba con sustituirlo por un subastador central. Para que se desatara el estallido de riqueza que tanto había fascinado a Marx, hacía falta además que los agentes pudieran aprovechar las oportunidades de negocio que esas señales delataban, y eso era imposible si no les dejabas quedarse con el fruto de su descubrimiento.

“Sin propiedad privada, el empresario se queda ciego”, dice Huerta de Soto. “La URSS figuraba en todas las estadísticas como el primer productor mundial de patatas y de tractores, pero los soviéticos eran pobres porque los tractores estaban oxidándose en Siberia y las patatas pudriéndose en Ucrania. No había empresarios que dijeran: vamos a coger los tractores para cosechar las patatas y forrarnos… Eso es el mercado. No es perfecto, como sostienen los neoclásicos. Al contrario. Está lleno de desajustes, pero esos desajustes son oportunidades que aguardan ahí, latentes, a que alguien las explote, en un proceso de expansión sin límite. Y sin necesidad de un ministerio”.

—Para usted toda intervención pública es mala.

—¡Toda!

—Pero incluso Adam Smith consideraba que hay determinadas tareas que el Estado debe asumir: la defensa nacional, la justicia…

—¡Por favor! ¡Adam Smith era un socialista peligroso! En La riqueza de las naciones justifica hasta 25 medidas que no tienen ni pies ni cabeza: la limitación de los tipos de interés, la intervención en educación, la contribución tributaria en función de la capacidad de pago, las navigation acts… Y lo peor no es eso. Lo peor son sus errores conceptuales. Adam Smith entierra la teoría subjetivista del valor y defiende que son los costes los que determinan los precios. ¡Ahí está la semilla del marxismo! Porque, claro, si el valor depende de los costes y el trabajo es el coste principal, ¿por qué no se va a quedar el trabajador con todo el valor? Es realmente penoso… A mis compañeros de la Mont Pélérin [el club liberal que fundó Hayek] que se pasean con una corbata de Adam Smith siempre les digo: “Me dan ganas de ahorcaros con ella”.

Huerta de Soto acompaña sus explicaciones con gestos vehementes (levanta los brazos, se mesa el pelo, se cubre la cara), mientras se balancea en una vieja mecedora, que chirría penosamente. A medida que habla, se va calentando y hay un momento en que me pregunto si la mecedora va a aguantar toda la entrevista.

Por suerte, la aparición del fotógrafo le da una tregua. Huerta de Soto colabora activamente en la sesión de posado. “¿Estoy bien peinado?”, pregunta. “¿Qué tal salgo? Prefiero que me tome del otro lado si es posible, porque en éste tengo una mancha como Gorbachov y todo el mundo va a decir: qué tío más raro”.

“No se preocupe”, le tranquilizo. “La mancha va a ser lo de menos cuando lean lo que dice”.

Se ríe de buena gana. “Los raros son los otros”, repone, “el único normal soy yo”. Y vuelve a reírse.

Esclavos. Hasta más o menos 2000, Huerta de Soto era un liberal clásico, como esos que hoy quiere estrangular con la corbata de Adam Smith. Pero aquel año preparó una ponencia para la Mont Pélérin en la que anunció que se pasaba al anarcocapitalismo. El programa liberal había fracasado porque llevaba en su seno “la semilla de su propia destrucción”: el Estado.

—Pero, vamos a ver —le digo—, ese programa que según usted ha fracasado es el responsable de un bienestar como nunca había conocido la humanidad.

Huerta de Soto se sonríe. Ha dejado de mecerse y gesticular, y se inclina hacia mí. Casi da más miedo ahora.

—Cuando los judíos abandonaron Egipto —empieza a explicar muy despacio, masticando cada sílaba—, debieron pasar 40 años en el desierto y, en un momento dado, se hartaron y le dijeron a Moisés: “Es que vivíamos mejor con el faraón”. Eran esclavos, se dedicaban a levantar pirámides, pero tenían el estómago lleno.

—Y ahora también somos esclavos, me quiere decir…

—Sí, en muchos ámbitos. Más de la mitad del año trabajamos para Hacienda.

—Pero se han acabado el hambre y muchas enfermedades.

—El progreso no ha sido gracias al Estado, sino a pesar de él. Cada vez que la humanidad ha abierto la ventana y ha dejado que entrara el oxígeno de la libertad, el cuerno de la abundancia se ha derramado sobre ella. ¡No podemos ni imaginar el lastre que suponen la intervención sistemática y la arrogancia fatal del Estado, la explosión de riqueza que ahora está contenida y que se produciría en un entorno de verdadera y completa libertad!

—¿Y cómo sería ese mundo anarcocapitalista? Me cuesta imaginarlo, a lo mejor es que estoy irreparablemente alienado…

—Exacto. ¿Sabe lo que ocurre? La gente ve las carreteras, los hospitales, las escuelas y todos esos bienes imprescindibles que proporciona el Estado y concluye sin mayor análisis que también el Estado es imprescindible. No se dan cuenta de que se podrían producir privadamente con muchos menos recursos y mucha más calidad.

—¿Quién se encargaría de la seguridad y la justicia?

—Un entramado de agencias privadas funcionando en régimen de competencia. Está todo estudiado. Miles de personas honestas patrocinarían, a cambio de las primas correspondientes, el sistema jurídico. Como Prosegur o Securitas.

—¿Y si alguien no tiene dinero para pagar las primas?

—Es una objeción absurda. ¡Pero si ahora nos quitan el 50% de nuestra renta! Dispondríamos de mucho más dinero. Es verdad que siempre habrá alguno que no quiera adscribirse a ninguna agencia, pero porque una minoría se quede al margen por imprevisión o por mala fe no vamos a vivir todos en un cuartel. ¡O creemos en un ser humano libre o no creemos! Estamos infantilizados por el Estado. Nos lo tiene que dar todo resuelto y, cuando no puede, nos vamos a la Puerta del Sol a protestar.

—¿Y hay algún tipo de experiencia histórica de su modelo?

—El análisis siempre es teórico. No hay nada más práctico que una buena teoría.

El ciclo. En abril [de 2011] Huerta de Soto fue investido doctor honoris causa por la Universidad Financiera del Gobierno de la Federación Rusa. Ya lo era por un centro guatemalteco y otro rumano, pero esta tercera distinción fue muy especial, porque procedía de una institución fundada en 1919 por Lenin. De algún modo, se cerraba el círculo iniciado por Mises y se confirmaba la victoria absoluta sobre el marxismo: allí donde durante décadas se formaron las élites comunistas, rinden ahora pleitesía a la Escuela Austriaca.

Huerta de Soto se siente legítimamente orgulloso de este reconocimiento, pero tal vez se deja llevar por el entusiasmo cuando proclama sin el menor asomo de ironía: “Lo que me sorprende es que aún queden economistas que no sean austriacos. Somos los únicos que hemos sabido dar razón de la recesión”.

La explicación del ciclo es, sin duda, otra gran aportación de Hayek y uno de los motivos por los que recibió el Nobel en 1974. Muy sucintamente, defiende que las crisis son producto de una expansión previa e irresponsable de liquidez. Las autoridades abrigan un lógico temor a las recesiones y, cuando atisban sus peludas orejas en el horizonte (por ejemplo, tras el 11S), nos inundan de dinero barato. Como la banca únicamente está obligada a conservar en caja una fracción de los depósitos de sus clientes (por eso se llama de reserva fraccionaria), buena parte del crédito nuevo no está respaldado por ahorro real y acaba generando una burbuja.

Al principio, todo el mundo está encantado. La inversión y el empleo crecen, los hogares gastan, los gobiernos son reelegidos, los banqueros se forran y a Greenspan le dedican libros titulados Maestro. Pero muchos emprendedores han acometido proyectos (por ejemplo, un millón de viviendas) a tipos artificialmente bajos y, cuando éstos recuperan el nivel que les corresponde en función del ahorro real, quiebran.

Es una tesis muy plausible. Cualquiera que circule por las carreteras españolas y mire por la ventanilla dispone de una contrastación empírica. Las decenas de edificios a medio levantar y de grúas abandonadas son un monumento al mal cálculo inversor y sus letales consecuencias.

Para erradicar este modelo “maníaco-depresivo” de desarrollo, Huerta de Soto ha propuesto eliminar los bancos centrales y la banca de reserva fraccionaria y volver al patrón oro, que imponía una férrea disciplina a la emisión de dinero (se imprimían billetes únicamente si los respaldaban los lingotes pertinentes). Pero es poco probable que sus sugerencias prosperen. En parte, por los intereses creados, como señala Huerta de Soto. Pero, sobre todo, porque la tesis de Hayek presenta lagunas.

Para empezar, su corolario práctico no fue de mucha ayuda durante la Gran Depresión. Hayek recomendó dejar que el ajuste siguiera su curso; en principio, una vez depurados los excesos de la burbuja, la economía debía recuperar su vitalidad. Pero el fuego purificador se convirtió en una hoguera devastadora. Por el contrario, los países que aplicaron políticas keynesianas se recuperaron antes.

Huerta de Soto no comparte, por supuesto, este análisis. “¡Pero si [Herbert] Hoover y [Franklin] Roosevelt impidieron el ajuste!”, dice. “Subieron por decreto los salarios y los impuestos, aumentaron el proteccionismo y las rigideces de la economía, dispararon el gasto público… Fueron esas injerencias las que convirtieron una crisis financiera suave en una profunda depresión”.

También refuta serenamente otras objeciones tradicionales a la teoría austriaca del ciclo.

—Los bancos centrales no pueden ser los culpables de las burbujas, porque ya las había antes de que se crearan —le digo.

—Pero siempre había un fundamento monetario: o bien la llegada de metales de América o bien la banca de reserva fraccionaria, que aumentaba artificialmente la oferta de crédito.

—¿Y cómo es posible defender el orden espontáneo del mercado y, al mismo tiempo, quejarse de que los bancos centrales lo engañan una y otra vez? ¿No debería haberse dado cuenta después de unos cuantos siglos?

—Los agentes económicos tienen, en general, una memoria limitada.

Todavía guardo una última bala en la recámara.

—Finn Kydland y Edward Prescott analizaron el impacto en el ciclo de varios factores, no solo de la política monetaria, y descubrieron que ésta apenas explicaba el 20% de las fluctuaciones. Aunque volviéramos al patrón oro, seguiría habiendo crisis.

—¡Por favor! Conozco el trabajo: Time to build and aggregate fluctuations. Esos señores de Chicago hacen una correlación estadística y dicen que demuestran algo, pero no demuestran nada. La ciencia económica no puede contrastarse empíricamente.

—¿Y cómo saben ustedes que su teoría es cierta?

—Por introspección. Partimos de un axioma autoevidente y, mediante una cadena de razonamientos deductivos, ampliamos el edificio teórico. La realidad empírica ni refuta ni confirma teorías, se limita a ilustrarlas.

—Karl Popper decía que solo hay ciencia si hay posibilidad de refutación.

—Se ha quedado usted en el Popper de los años 30. Después de la Segunda Guerra Mundial se dio cuenta de que todo eso era un sinsentido.

Revolucionario. La mecedora ha resistido la última acometida. Son casi las dos de la tarde y llevamos tres horas hablando. “Me obliga a concentrar un curso de economía en una mañana”, se queja cordialmente agotado Huerta de Soto. Pero aún encuentra energía para un último mensaje. “El pecado del siglo XX es la estatolatría. [Joseph] Ratzinger [el papa Benedicto XVI] lo escribe en su libro Jesús de Nazaret. Menciona la ingeniería social y dice: ése es el gran problema, pensar que el hombre tiene autonomía moral y puede levantar el Paraíso en la Tierra. Eso solo conduce al infierno”.

Hace una pausa, inclina a un lado la cabeza, guiña levemente un ojo. “No se va muy convencido de que el Estado sea la encarnación del Maligno”, me dice. Me palmea la espalda. “Lo entiendo. No ve la alternativa y dice: Virgencita, que me quede como estoy… Pero yo soy un revolucionario”.

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