La literatura económica tradicional consideraba una desgracia la fuga de cerebros. Ahora no está tan claro. Pueden traer de vuelta el Vellocino de Oro.
Pocos héroes mitológicos nos resultan más insípidos que Jasón. A diferencia de Perseo, Hércules o Teseo, que están siempre a pie de obra, ocupándose personalmente de que las cosas salgan, Jasón es más bien como Jack Welch: el típico líder cuya principal virtud consiste en rodearse de colaboradores brillantes.
Les refresco la memoria. Jasón le reclama un día el trono de la ciudad-estado de Yolcos a su tío, el usurpador Pelias, y éste le dice: “Vale, pero si me traes antes el Vellocino de Oro”. No consta para qué pudiera querer Pelias una piel de carnero dorada, pero la región donde había que buscarla (la Cólquide, en la costa más oriental del Mar Negro) no estaba precisamente a la vuelta de la esquina, y supuso con buen criterio que el encargo tendría a su sobrino entretenido una temporada, si es que alguna vez regresaba.
Jasón reclutó a un equipo de superhéroes, los embarcó en el Argos (de ahí lo de argonautas) y logró hacerse con el Vellocino después de seducir a la hija del rey de la Cólquide, Medea, que no dudó en traicionar a su padre y matar y descuartizar a su propio hermano y desparramar luego sus pedacitos por el mar Negro.
Estas contundentes pruebas de lealtad no conmovieron sin embargo a Jasón y, en cuanto pisó Corinto, abandonó a Medea por la princesa Creusa, presumiblemente más joven y mollar. Medea entonces quemó viva a Creusa y mató a los dos hijos de Jasón y se los sirvió asados para cenar. Como ven, todo muy tremendo y muy griego.
La expedición de los argonautas ha dado pie a numerosas interpretaciones. Intriga, en especial, el significado del Vellocino. Ya hemos dicho que el mito no aclara para qué necesitaba Pelias una piel de carnero, quizás porque el público de la época daba por supuesto su indudable valor, del mismo modo que a los cruzados que volvían de Tierra Santa con un lígnum crucis nadie les decía: “¿Y eso para qué sirve?”
Pero las explicaciones místicas convencen poco en estos días de relativismo moral y materialismo irredento, y los historiadores se han ido inclinando cada vez más por atribuir un carácter económico a la búsqueda del Vellocino. Los argonautas iban en realidad detrás de alguna tecnología punta: para extraer el oro de los ríos, para teñir la ropa de púrpura, para hilar seda… Eran una especie de erasmus aqueos que acudían a la meca científica del planeta para instruirse en las claves de la prosperidad.
El equivalente de la Cólquide sería hoy Silicon Valley y los nuevos argonautas son esos ingenieros indios o israelíes que peregrinan allí en busca de gloria y fortuna. Pero, ¿existe el Vellocino de Oro que persiguen? O lo que es igual, ¿hay algún modo de replicar Silicon Valley?
Tesis. AnnaLee Saxenian nació y se crió en Massachusetts. En 1976 se licenció en Economía por el Williams College, una de las universidades más antiguas de Estados Unidos. Por aquel entonces, la costa este era el epicentro de la innovación mundial. Los pioneros de la electrónica (DEC, Wang, Honeywell) habían ido instalándose en las afueras de Boston, en un corredor de 20 kilómetros de autovía conocido como Route 128.
Silicon Valley era una mera promesa, aunque ya había dado pie a algún elogioso reportaje, y Saxenian decidió dedicarle su tesis doctoral. “Empecé a entrevistar a la gente de la industria de los semiconductores y concluí que la región iba a dejar de crecer”, me explica desde Berkeley, donde es decana de la Facultad de Información. “La consolidación era inevitable. En breve plazo, sólo quedarían tres grandes empresas, como en el sector del automóvil de Detroit”.
El augurio parece hoy un disparate, pero en aquel momento no chirrió, y se hizo aún más plausible cuando unos años después Japón se quedaba con el negocio de los microchips. “Fue un auténtico mazazo”, dice Saxenian.
Pero Silicon Valley se reinventó y, a principios de los 90, le había arrebatado el liderazgo tecnológico a Boston. ¿Cómo lo había conseguido?
Saxenian volvió a la carga. La teoría tradicional parecía incapaz de explicar la divergencia entre la proteica vitalidad californiana y el lento declive de Massachusetts. Ambos estados contaban con poderosas universidades y se beneficiaban por igual del Gobierno que más gastaba en defensa del mundo. El marco institucional era idéntico y servían al mismo gigantesco mercado. California dispuso de una ventaja inicial de costes, pero se había diluido a medida que la mano de obra se encarecía y el suelo escaseaba. “Cuanto más hablaba con la gente, más me convencía de que la clave radicaba en la cultura”, dice Saxenian. “La gente se comportaba de un modo distinto. Compartía la información, formaba redes”.
No se trataba de una estrategia deliberada. Cuando Sun decidió competir en los 80 con las sofisticadas estaciones de trabajo que salían de Route 128, tuvo que subcontratar la producción de buena parte de sus piezas, porque sus fundadores creían que nadie se fiaría de una máquina fabricada por unos jovenzuelos. La empresa clásica y verticalmente integrada de Boston, que producía todos y cada uno de los componentes que necesitaba, se estaba fragmentando en San Francisco en una miríada de firmas altamente especializadas entre las que la información fluía sin cortapisas.
En 1994, Saxenian publicó el resultado de su investigación en un libro que hoy es un clásico: Ventaja regional. Su conclusión era que el aprendizaje colectivo acelera el progreso. Silicon Valley era un universo abierto, en el que todos aprendían de todos. En Route 128 los avances quedaban atrapados dentro de la empresa que los generaba, protegidos por un estricto código deontológico.
La Red Social, la película de David Fincher sobre Facebook, ilustra bien este choque cultural. Los gemelos Winklevoss representan la rígida mentalidad corporativa de Nueva Inglaterra. Son dos caballeros de Harvard que se escandalizan cuando Zuckerberg coge al vuelo su idea de un club online y la transforma en Facebook.
Nos encantan los Winklevoss, siempre tan obsesionados con el juego limpio. “¿Hay algún modo de hacer más equilibrada esta carrera?”, llega a preguntarse uno de ellos en la película mientras machacan a sus rivales en una regata universitaria.
En ese universo de gentlemen y fair play, Zuckerberg aparece como un cretino y un inadaptado. De hecho, acaba colgando los estudios y mudándose a California.
Pero ha entendido las reglas del nuevo mundo. Por eso gana.
Recorrido limitado. “Hay mucha política pública estúpida”, dice Saxenian. “Los Gobiernos creen que la economía es una gigantesca función de producción, en la que metes ingenieros e I+D por un lado y sacas crecimiento por el otro”. Es un error. “No se trata de reconstruir Silicon Valley, sino de conectarse con él. Hay que extender la red, no replicarla”.
“Pero alguna política pública ha funcionado”, le digo. “Ahí está Corea del Sur”.
“El caso de Corea del Sur es aleccionador”, responde. “Cogió una tecnología existente, la perfeccionó y la desarrolló a gran escala, de modo que pudo ofrecerla algo más barata. Pero esa estrategia tiene un recorrido limitado, porque toda tecnología se ve tarde o temprano superada, y no hay modo de saber cuándo ni por qué. Ni siquiera Silicon Valley lo sabe. Y te expones a encontrarte con un parque industrial volcado en la producción de un artículo obsoleto. Un buen ejemplo es Nokia”.
Durante décadas, Finlandia fue el modelo a seguir, pero ya en 2008 Saxenian publicó Una victoria pasajera, un trabajo que alertaba de que su sistema nacional de innovación era burocrático y centralizado. A pesar de su imagen de país vanguardista, carecía de espíritus emprendedores. Solo “el 4,7% de la población adulta [de Helsinki] participa en start ups, frente al 14% de Chicago, el 11% de Nueva York, el 7% de Londres o el 6% de Copenhague”, escribía Saxenian. La Comisión Europea también resaltó la escasa diversificación de su industria. Todo giraba en torno a Nokia y el perfeccionamiento de unos móviles que los smartphones no tardarían en dejar atrás.
“No puedes poner todos los huevos en la misma cesta”, dice Saxenian.
Ya, pero si Finlandia ni Corea son los modelos, ¿dónde están?
Regularidades. En otro trabajo sobre “los nuevos Silicon Valley”, Saxenian ha explicado que “no hay una receta mágica”, ya saben: tómese una gran universidad, mézclese con fondos de capital riesgo, sazónese generosamente con infraestructuras frescas…
Lo que sí existen son “algunas regularidades”. Ahí van.
Una. La mano de obra cualificada es una precondición, aunque eso no significa que hagan falta centros como Harvard o Stanford. En Israel el Ejército se ocupó de la formación. En Taiwan no lo hizo nadie; sus ingenieros se educaron en Estados Unidos.
Dos. Además de conocimiento tecnológico, hace falta preparación empresarial. En Silicon Valley muchos pioneros la adquirieron de forma autodidacta (Steve Jobs, Larry Ellison). También las multinacionales han desempeñado un papel clave.
Tres. “Hay que extender la red, no reproducirla”; conectarse con el centro de innovación, no competir con él. Para Israel, India, Irlanda y Taiwan “resultó crítico posicionarse en espacios que eran complementarios” para las empresas americanas. Se especializaron en tareas que a éstas no les compensaba realizar, como la manufactura (Taiwan) o el desarrollo industrial de software (India, Irlanda). Israel se enganchó a Silicon Valley adaptando sus avances en criptografía militar a la industria civil.
Finalmente, están los inmigrantes.
O como Saxenian prefiere llamarlos, “los nuevos argonautas”.
El pretendido mal. La literatura tradicional consideraba una desgracia la fuga de cerebros. “La gente que emigra de los países pobres es justamente la que menos pueden permitirse perder”, se leía en cualquier manual de economía. Esta visión mejoró tras la Segunda Guerra Mundial. Algunos autores admitieron que las remesas aliviaban la pobreza y que incluso podían darse transferencias de tecnología. “Hay, sin embargo, poca evidencia de que las diásporas hayan contribuido a un desarrollo sustancial a través de ese canal”, escribe Saxenian. Su importancia no radica en la aportación de capital intelectual, sino en la perspectiva que ofrecen y que permite a algunos emigrantes identificar las oportunidades para que su país se integre en la economía mundial.
Un ejemplo. Un ingeniero indio educado en la Universidad Carnegie-Mellon de Estados Unidos se dio cuenta de que a las firmas estadounidenses de software les vendría bien abaratar sus procesos de producción. India disponía, por su parte, de una enorme reserva de mano de obra barata. Desgraciadamente, los artículos indios eran poco fiables, así que diseñó un programa de revisión mutua (peer review) que minimizó el número de errores. Con esta mera reforma, el argonauta de la Carnegie-Mellon puso en valor los inmensos activos humanos de la India.
¿Puede realizar esta función detectora un Gobierno? Saxenian lo duda. Lo ideal es dejársela a alguien animado por el poderoso estímulo de la codicia. Es lo que hizo Taiwan. En 1990 ocupaba el extremo inferior de la cadena de valor, como fabricante de artículos de bajo coste. Los ingenieros que se habían formado en Estados Unidos no querían regresar y los gobernantes se quejaban amargamente de su falta de patriotismo.
Pero la reforma financiera que legalizó el capital riesgo permitió que algunos taiwaneses que habían hecho las Américas se replantearan la posibilidad de invertir en su país. Nadie mejor que ellos conocía sus puntos fuertes y cómo aprovecharlos en el pujante mercado del otro lado del Pacífico. Hacia 1996 más de 2.500 ingenieros habían vuelto. Hoy es una referencia en logística. Ensambla ordenadores de última generación y ha deslocalizado la mayor parte de la manufactura a la China continental.
En Israel sucedió algo parecido. Tras la introducción del capital riesgo no tardó en aparecer alguien a quien se le ocurrió que ciertos desarrollos militares podían tener interesantes aplicaciones civiles.
Jasón. La fragmentación de la cadena de producción que empezó en Silicon Valley y la caída de los costes de transporte y comunicación han abierto la posibilidad de que cualquier empresario del planeta se enganche a la red. Ése es hoy el Vellocino de Oro.
Cuenta la leyenda que Jasón murió mientras sesteaba a la sombra del Argos. La vieja y carcomida nave se le vino encima. Ya digo que como héroe resulta bastante insípido.
Ahora bien, también era rico y anciano.