Los moralistas se quejan de que el dinero disuelve, desvirtúa, corrompe. Pero también los buenos sentimientos degradan la actividad económica.
La semana pasada, mi mujer y su hermana quedaron para asistir a un concierto de Domenico Scarlatti. Era gratis, pero mi cuñada supuso que no habría problemas con las entradas. “¿A quién le interesa Scarlatti?”, exclamó teatralmente. Le gusta sentirse sofisticada, algo que, la verdad, en Madrid no resulta demasiado complicado.
Mi mujer, más cauta, pensó que, incluso suponiendo una proporción mínima del 0,1%, en una ciudad de 3,2 millones de analfabetos te sale una demanda potencial de miles de personas que no tienen nada mejor que hacer un martes por la tarde, así que se presentó a retirar las invitaciones cinco minutos después de que la taquilla abriera.
Demasiado tarde. El aforo estaba ya completo.
“Había gente haciendo cola desde las seis de la tarde”, se lamentó consternada a la mañana siguiente, mientras desayunábamos. “Yo no tengo tiempo. ¿No sería más justo que se fijase un precio, aunque fuera simbólico, para disuadir a la gente que va únicamente porque es gratis y a la que no le importa Scarlatti?”
Debo decir que ignoraba que a mi mujer le importara Scarlatti: el matrimonio es una caja de sorpresas. Pero deseché rápidamente este curso de pensamiento, que puede conducir a lugares insospechados (¿con quién me habré casado?) y me centré en su idea de los precios disuasorios, que no carece de sustancia.
“Si una economía ha de repartir sus recursos escasos de forma eficiente”, escribe el economista Greg Mankiw, “los bienes deben llegar a aquellos que más los valoran”. Y el mercado permite que obtengan las entradas “los consumidores más dispuestos a pagar” por ellas.
El problema es que la disposición a pagar no es un mecanismo infalible a la hora de revelar preferencias. Quienes más desean escuchar a Scarlatti quizás sean pobres y no puedan permitírselo. “En ciertos casos, la voluntad de guardar cola puede ser un indicador más adecuado”, sugiere el politólogo Michael J. Sandel en Lo que el dinero no puede comprar. Es lo que aparentemente concluyó el organizador del concierto de Scarlatti.
Pero, claro, tampoco la cola es perfecta, porque discrimina a quienes no tienen tiempo, como mi mujer y su hermana.
En su libro, Sandel concluye con buen criterio que es un dilema para el que no existe solución ex ante. “Unas veces son los mercados los que acercan los bienes a quienes más los valoran; otras veces son las colas”. Hay que ir caso por caso, porque es “una cuestión empírica, no algo que un razonamiento económico abstracto pueda decidir de antemano”.
Por ejemplo, “si pongo mi casa en venta, no estoy obligado a aceptar la primera oferta que se me haga solo por ser la primera”. Lo que Sandel llama “la ética de la cola” no regiría aquí, pero sí cuando esperamos el autobús. Podríamos comprar el puesto, decirle al señor que tenemos delante: “Le doy cinco euros si me deja subir antes”. Pero no se hace.
Sin embargo, lo que no es habitual en el ámbito del transporte público, empieza a serlo en otros. Sandel cuenta que, en el verano de 2010, el Teatro Municipal de Nueva York programó una representación gratuita de El mercader de Venecia, con Al Pacino en el papel de Shylock, y muchos ciudadanos que no podían (o no querían) aguantar las largas horas de espera contrataron a guardacolas profesionales.
Esta ingeniosa solución no se limita a acontecimientos esporádicos, como obras de Shakespeare o visitas papales. (Sí, han leído bien: las invitaciones para las misas que celebró en 2008 Benedicto XVI en Estados Unidos llegaron a cotizarse a 200 dólares en la reventa.) Se ha convertido en un pequeño y lucrativo sector. LineStanding.com se publicita como la firma “líder en el negocio de las colas ante el Congreso desde 1985”. Si quiere asistir a alguna comparecencia, le ayudan a sortear a “la multitud”.
A Sandel le inquieta esta intrusión del dinero en terrenos que antes se regían por otros criterios. La aplicación de reglas económicas puede tener sentido para racionalizar bienes cuya demanda sería de otro modo ilimitada. El pago de peajes favorece a los ricos, pero se acepta (con peor o mejor grado) porque agiliza el tráfico general y reduce la contaminación. Las sociedades médicas o los colegios concertados tampoco están al alcance de cualquiera, pero contribuyen a aliviar los congestionados servicios públicos.
Esta lógica tiene, de todos modos, límites. Todos coincidimos en que hay cosas que no están en venta: el cariño, la gloria científica, el éxito deportivo… No puedes pagar a alguien para que sea tu amigo. “De algún modo, el dinero disuelve la amistad, la convierte en algo diferente”, dice Sandel. El intercambio monetario degrada el bien que se pretende alcanzar. Si a la Legión de Honor se le pusiera precio, perdería cualquier valor, y una sociedad necesita este tipo de reconocimientos. La Asamblea Constituyente de 1789 los suprimió porque los consideraba contrarios al espíritu de igualdad revolucionario, pero Napoleón los restituyó años después. “Les desafío a que me muestren una república, antigua o moderna, que haya funcionado sin distinciones”, declaró en 1802 ante el Consejo de Estado. “Ustedes las llaman chucherías, pero con estas chucherías se gobierna a los hombres”.
Sandel tiene razón cuando defiende que ciertos ámbitos deben mantenerse libres de incentivos mercantiles, aunque su vocabulario resulta demasiado puritano: “el dinero disuelve”, “desvirtúa”, “corrompe”… En realidad, los buenos sentimientos también degradan la actividad mercantil. Algo tan loable como el afecto paterno está totalmente fuera de lugar en un consejo de administración. Y no les recomiendo enamorarse de la persona con la que van a pactar las condiciones de un acuerdo. Con los buenos sentimientos se hacen a veces pésimos negocios. ¿Qué opinaría de un director de personal que contratara a los candidatos que le dieran más pena, y no a los más capaces?
Cada esfera debe regirse por sus principios y, aunque es muy humano (y hasta deseable) contaminar de moral la actividad empresarial y de racionalidad empresarial la prestación de servicios gratuitos, es bueno tener presente esta separación fundamental.
“¿Y Scarlatti?”, me preguntó mi mujer algo desesperada.
“Probablemente, habría suscitado menos agravios sortear las entradas”, le dije. “Aunque me imagino que también eso tendrá inconvenientes”.