Mucha gente sostiene que los expertos no tienen ni idea y que se equivocan siempre. Ojalá.
Barry Ritholtz es uno de los periodistas financieros más influyentes de Estados Unidos, según The Daily Beast. El decimotercero, concretamente. Labró buena parte de su reputación en marzo de 2009, cuando, en medio de la mayor caída bursátil desde la Gran Depresión, alertó en Yahoo Finance de que un repunte “era inevitable”. Al día siguiente, Wall Street se anotó una subida del 5,8%.
Ritholtz fue uno de tantos expertos que en 2005 se dio cuenta de que “algo andaba mal en los mercados mundiales”. El precio de la vivienda estaba disparatado y, mientras el Dow Industrials enfilaba los 12.000 puntos, las empresas que lo integraban “valían solo 9.800”, según sus cálculos.
Pero los inversores se empeñaban en ignorar estas señales y, cuando a algún gestor se le ocurría salirse prudentemente de la bolsa y aparcar el dinero en un depósito, los clientes se le echaban al cuello y le aullaban que si estaba loco.
Estos aullidos empezaron a amortiguarse a principios de 2008 y se acallaron del todo después de que el huracán de las subprime se llevara por delante a Bear Stearns, en lo que se considera el preestreno oficial de la Gran Recesión.
Desde entonces, han proliferado como setas los enterados que aseguran que ellos lo vieron venir todo. Hace unos días, a la salida de una tertulia radiofónica, un colega me estuvo media hora explicando que era incomprensible que las autoridades no hicieran nada. “Estaba clarísimo, cualquiera podía verlo, era obvio”. Etcétera.
Lo curioso es que no recuerdo que estos sujetos fueran tan tajantes en 2007. No tengo, naturalmente, modo de desmentirlos. Por eso me gustan las apuestas. Primero, porque dejan registro de las predicciones y, segundo, porque demuestran hasta qué punto está alguien dispuesto a respaldar sus palabras con hechos.
“Que había un desequilibrio, lo sabía cualquiera”, me contó una vez un profesor del IESE. Pero si esos expertos estaban tan seguros de que el colapso era inminente, ¿por qué no aprovecharon para sacarse un dinerillo?
Vistos retrospectivamente, tanto el momento como la intensidad del ajuste nos parecen de cajón. Estaba clarísimo y cualquiera podía verlo, pero la realidad es que nada impedía que la situación hubiera aguantado unos años más. Y la corrección podía haber sido gradual. Las cosas no eran tan obvias, como revela la historia de Michael Burry, el gestor del fondo Scion, del que ya me he ocupado en este blog. Les refresco brevemente la memoria.
Burry analizó miles de hipotecas, eligió las más impresentables y ofreció a los bancos el siguiente trato: les pagaba una prima y, a cambio, ellos le indemnizaban cada vez que alguno de esos préstamos se declarase fallido.
Si la jugada hubiera estado tan clara, pocos habrían aceptado su propuesta. Pero muchos lo hicieron. Creían que Burry estaba loco. Y no fueron los únicos. Los propios partícipes de su fondo se asustaron cuando les explicó lo que estaba haciendo y le obligaron a reducir su exposición a las subprime —aunque no lo suficiente como para evitar que se embolsara (y les embolsara) miles de millones.
Burry se hizo rico justamente porque muy pocos vieron venir el desastre. O quizás lo vieran, pero estaban demasiado entretenidos beneficiándose de la burbuja como para prestar atención a sus propios augurios. Y tampoco hay que olvidar el arrullo tranquilizador de la hipótesis del mercado eficiente (HME), el paradigma dominante a la sazón entre los banqueros centrales.
Esta teoría explica que miles de operadores patrullan el mercado día y noche, vigilando cualquier anomalía y, cuando un incauto comete el error de vender un título demasiado barato (o de ofrecer por él más de lo debido), se arrojan sobre él como pirañas, se lo arrebatan (o se lo colocan) y restablecen el equilibrio.
En cada momento, el precio de una acción refleja por tanto toda la información disponible. Su movimiento futuro depende de sucesos que no han tenido lugar y resulta, por definición, impredecible. Quizás suba o quizás baje. Es como lanzar una moneda al aire, o como el baile de las motas de polvo en un haz de luz: un suceso aleatorio. Eso significa que los precios están sujetos a las leyes de la estadística, son modelizables. Y significa también que las oscilaciones extremas son insólitas, igual que sacar 50 caras seguidas.
Pero, ay, los precios no son motas de polvo en un haz de luz. Benoît Mandelbrot ya documentó en 1963 que los cambios extremos son “más frecuentes de lo imaginado”. Las cotizaciones no se mueven siempre pasito a pasito. A veces saltan como frijoles mexicanos, impelidas por pasiones (la codicia, el miedo, la euforia) que escapan a cualquier cálculo matemático.
El mundo lo experimentó en octubre de 1987. ¿Cómo podía caer Wall Street el 23% un día y recuperarse al siguiente? Los defensores de la HME admitían que el lunes negro había sido una rara anomalía. Incluso aunque uno viviera los 20.000 millones de años que tiene el universo, decían, la posibilidad de ver algo similar sería irrelevante.
Pudo tratarse de un caso de verdadera mala pata, pero luego vendrían las crisis asiática y rusa, el LTCM, las puntocom. Y lo peor estaba por llegar…
El financiero Nassim Taleb ha bautizado estos acontecimientos imprevistos y potencialmente catastróficos como “cisnes negros”. También ideó una estrategia para sacarles provecho. Los brókeres normales juegan al alza, es decir, intentan ganar cada día un poco con la revalorización natural de las empresas (a las que la competencia obliga a mejorar constantemente) y procuran perder lo menos posible cuando estalla una crisis. Taleb optó por lo contrario: especulaba a la baja, de modo que perdía un poco cada día, pero se hinchaba a ganar cuando estallaba una crisis.
El problema es que esto tampoco funciona. En el año 2000 su fondo Empirica se revalorizó el 60%, pero en 2001 y 2002 arrojó pérdidas y en 2003 y 2004 tuvo unas modestas ganancias. Luego, Taleb lo cerró para (según declaró) centrarse en su carrera de ensayista.
Recuerdo haber visto un documental en televisión en el que se explicaba que los expertos no tienen ni idea y se equivocan siempre. Ojalá. Si fuera así, bastaría con hacer lo contrario de lo que dicen. Pero a veces aciertan. Y no hay modo de saber cuándo.
Como Ritholtz. El artículo del que hablaba al principio se llama Five years ago, dumb luck made me a genius (Hace cinco años, la ciega suerte me convirtió en un genio). La predicción de que el Dow iba rebotar la habría anunciado “uno o dos meses antes” si los redactores de Yahoo Finance le hubieran hecho entonces la entrevista. Pero esperaron al lunes 9 de marzo y dio la casualidad de que Wall Street eligió el martes 10 para pegar el brinco. “Nadie tiene ni idea de lo que va a pasar en el futuro”, escribe Ritholtz. “Las predicciones son absurdas, y no pueden por supuesto ajustarse al día. Acertar es simple y pura chiripa”.
Solo hay un punto del razonamiento de Ritholtz del que discrepo. Creo que no me equivoco si anticipo que, la próxima vez que nos la demos, no faltará un listo que apunte: “Estaba clarísimo, cualquiera podía verlo, era obvio”. Etcétera.
Decía Niels Bohr que nada hay más fácil que equivocarse prediciendo, y más si es el futuro. De acuerdo, no es fácil acertar y luego muchos se apuntan al carro. Vivamos el presente y pensemos en el futuro. ¿Hemos aprendido algo de todo esto? ¿Hemos sacado lecciones para el futuro? ¿Seremos capaces, el día de mañana, ante señales similares de dar la alerta y tomar medidas? ¿Seguirá siendo todo impredecible? Es lo que me interesa.
Totalmente de acuerdo, Emilio. Hay que vivir en una búsqueda constante de perfección, aunque me temo que nunca la alcanzaremos. The Economist publica en su especial de diciembre un artículo con todas las meteduras de pata de la revista de ese año. Recuerdo que, al final de uno de ellos, comentaban que si no se equivocaran nunca, la economía sería planificable, Marx tendría razón y ellos estarían equivocados.
Muchas gracias.