El encanto de no valer nada

Lo ideal es disponer de una divisa fuerte. ¿Cómo duró entonces la peseta más de 130 años?

El primer misterio de la peseta es su nombre. ¿No les parece poco apropiado un diminutivo para una moneda que, según el preámbulo del decreto de 1868 que la alumbró, pretendía simbolizar “nuestra gloriosa historia”? Había denominaciones más solemnes y de fuerte arraigo, como real o escudo. ¿Por qué no se recurrió a ellas?

En realidad, sí se recurrió. La peseta fue el tercer gran intento de resolver lo que la Dirección General de Consumos había bautizado en 1861 como “la cuestión monetaria”: el maremágnum de divisas propias y ajenas que inundaban el país. Llegaron a convivir casi 90. “Para operar con ellas”, escribe el historiador José Miguel Santacreu, “el usuario debía conocer la complicada relación de equivalencias entre unas y otras”. Un maravedí valía tres céntimos de real de vellón, que a su vez suponía la mitad del real antiguo, o cinco céntimos del escudo, por el que te daban dos duros…

Aquello era una locura. Todos los expertos coincidían en que entorpecía el desarrollo de un gran mercado nacional, pero poner orden no era tan sencillo. En aquella época, el dinero que se empleaba era de pleno contenido, es decir, con un valor nominal que prácticamente igualaba al intrínseco. La profesora de Economía Aplicada de la Universidad de Zaragoza Marcela Sabaté calcula que, de los 1.600 millones de pesetas que constituían la base monetaria española en 1868, cerca de 1.200 eran piezas de oro y 300 de plata. Los billetes de banco apenas sumaban 100 millones.

Introducir una unidad de cuenta prestigiosa exigía un delicado equilibrio. Por un lado, debía tener valor en sí misma, porque de lo contrario casi nadie la aceptaría. Pero tampoco se podía acuñar una aleación con mucha proporción de metal noble (o mucha ley, en la jerga técnica), porque el inexorable principio de Gresham (“la moneda mala expulsa a la buena”) la retiraba de la circulación. Es lo que había sucedido con el duro fernandino: su cambio oficial era el mismo que el del napoleón francés, pero tenía más plata, así que la gente lo fundía o se lo quedaba como reserva de valor.

Para acabar con esta segunda invasión napoleónica, Hacienda lanzó en 1848 un real de vellón con menos ley que la divisa gala. Por desgracia, fue justo el mismo año que se descubrieron en California los yacimientos que darían lugar a la fiebre del oro. El aumento de la oferta de metal amarillo impulsó la cotización de la plata y, por tanto, el valor intrínseco de los reales, lo que hizo de nuevo rentable sacarlos del mercado.

Fracasado este primer intento, se probó en 1864 con un escudo con aún menos plata, lo que en principio debía dejarlo al resguardo de las oscilaciones de las materias primas, pero tampoco hubo suerte. El problema fue esta vez la crisis de 1866. La locura inversora del ferrocarril, impulsada 10 años atrás durante el bienio progresista, acabó en una burbuja cuyo estallido arrastró a la banca y sumió al país en la depresión. Y en esos momentos de incertidumbre se suele producir una huida hacia la calidad, es decir, hacia los activos más sólidos, que en el caso de las monedas son las de mayor valor intrínseco.

De modo que, a la altura de 1868, el maremágnum español no solo no se había resuelto, sino que se había acrecentado tras los fallidos lanzamientos del real y el escudo. Los liberales que llegaron al poder a lomos de la Revolución Gloriosa no ocultaban su admiración por el pulcro sistema francés. La Convención de 1803 había sustituido la vieja libra de Tours por un franco dividido en céntimos, consagrando el sistema métrico decimal como base de la actividad económica. Napoleón III había perfeccionado el modelo y, a partir de 1865, empezó a promover una Unión Monetaria Latina a la que rápidamente se sumaron Bélgica, Suiza e Italia.

Para un librecambista como Laureano Figuerola, al que el general Serrano acababa de nombrar ministro de Hacienda, tenía todo el sentido del mundo sumarse a ese proyecto. No se trataba solo de incorporar su racionalidad monetaria. Francia era también el principal importador de artículos españoles y tenía una fuerte presencia inversora en nuestro país. Compartir divisa haría todavía más fluidas estas relaciones.

España disponía además de una moneda que cotizaba a un valor aproximado al del franco (con casi 90 monedas, lo sorprendente habría sido lo contrario). Se había acuñado durante la Guerra de Sucesión (1701-1713) en Barcelona y era una pieza pequeña: por eso el pueblo la llamó peceta, es decir, piececita en catalán. Como escribe el profesor de Estructura Económica de la Universidad de Alcalá Juan Carlos Jiménez Jiménez, “bastaba con un pequeño ajuste para que […] se equiparara del todo […] con la unidad de cuenta de los países vecinos”.

¿Y funcionó, por fin?

En realidad, tampoco. Si al real de vellón lo había condenado la súbita fortaleza de la plata, a la peseta se la iba a cargar su devaluación. A la peseta, al franco y a toda la Unión Latina. Verán.

Francia y España tenían lo que se llama un patrón bimetálico. En un mundo de dinero de pleno contenido, como hemos visto que era la Europa del XIX, parecía muy sensato. Para facilitar las transacciones se necesita un material cuya aceptación sea universal, pero que también abunde, porque de lo contrario no resulta práctico. Pensemos que el trabajador típico de la época ganaba menos de lo que valía una pieza de oro y pagarle era un problema. En Inglaterra se puso de moda entre las empresas la emisión de vales o billetes, pero otro modo de sortear este inconveniente era acuñar monedas fraccionarias en un metal menos precioso, como la plata.

La pega del bimetalismo es que funciona mientras la relación de cambio entre los metales no varía. Pero si, por ejemplo, el oro se encarece, el público acudirá con su plata al banco central para que le entreguen su importe legal en oro.

Eso fue exactamente lo que ocurrió. En 1873 se encontraron en Estados Unidos unas gigantescas minas de plata y, al hundirse su precio, los países de la Unión Latina se convirtieron en imanes para la calderilla de plata, mientras veían impotentes cómo menguaban sus reservas de oro. Esta dinámica hizo inviable el proyecto napoleónico. Aunque la Francia de la Belle Époque siguió siendo oficialmente bimetalista, su divisa de referencia nunca fue el napoleón de plata, sino el luis de oro.

También España estuvo a punto de incorporarse al patrón oro. Entre 1902 y 1914 se presentaron siete propuestas, pero tropezaron con el proteccionismo del lobby industrial, poco amigo de la competencia, y sobre todo con la oposición del banco central. Éste había evitado que la retirada del oro de los años 70 causara una contracción monetaria a base de imprimir billetes y había observado que cada vez más acreedores los aceptaban como medio de pago. ¿Por qué no aplicar el mismo remedio a las exhaustas arcas públicas? En marzo de 1874, un decreto concedió al Banco de España el privilegio de creación de moneda. Esa misma disposición establecía que la peseta sustituiría al escudo en la denominación de los billetes.

Así quedó sellada su suerte. Concebida para abastecer de fondos al Estado, la peseta solo dejaría de depreciarse durante la Primera Guerra Mundial. Una divisa sólida habría sido sin duda más ventajosa para el bienestar general, pero en el extraño universo de Gresham valer poco es a veces la clave para perdurar.

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