El futuro de la prensa no está claro, pero es menos negro de lo que a veces nos pintan.
Como todos los colegas de profesión, Mauricio anda últimamente bajo de tono. “El otro día coincidí en un acto con Joaquín”, comenta en la tertulia del Claridge. “Salió de Módulo Editorial en el ERE de julio [en Módulo Editorial llevan tantos ERE que tienen que ponerles apellido] y acaba de colocarse en un diario online”. Hace una pausa, sacude el gin-tonic con un displicente golpe de muñeca. “Me imagino que no cobra ni la mitad, pero así están las cosas”.
Mauricio cree que es cuestión de tiempo que todos sigamos los pasos de Joaquín. “Los poderosos dinosaurios de papel se extinguen”, dice melodramáticamente. “Su hábitat lo están ocupando pequeños mamíferos electrónicos. El pasado es El País, El Mundo, El Periódico. El futuro es El Confidencial, el Huffington Post, Diario.es”.
Mauricio lleva años escribiendo de economía y el análisis que hace no carece de lucidez. “La diferencia entre lo que Joaquín cobra ahora y lo que cobraba antes es un reflejo de la diferencia de rentabilidades”, explica. “Aquellos viejos diplodocus ganaban mucho, porque una vez instalados se atrincheraban detrás de muros inexpugnables. Para imprimir y distribuir un periódico necesitabas una rotativa, una flota de camiones, toneladas de tinta y papel. Era una inversión potente y hacía falta un considerable fuelle financiero para competir con un diario establecido. Unos cuantos acababan erigiéndose en monopolios regionales y podían dictar sus condiciones en materia de publicidad. Los beneficios eran grandes, las redacciones amplias y los sueldos generosos”.
Internet ha acabado con esas barreras. “Cualquiera puede abrir un diario online”, dice. “La competencia es intensa y, como predice la teoría económica, los márgenes tienden a cero. En consecuencia, las ganancias son magras, las redacciones pequeñas y los sueldos cicateros”. Y llegado a este punto, Mauricio da otro sorbo y se queda con la barbilla clavada en el pecho y la mirada fija en la punta de los zapatos.
Monroe Stahr ha seguido sus explicaciones con gesto inescrutable. Monroe Stahr solo pone gesto inescrutable cuando algo no termina de convencerle, como el programa electoral de Podemos o los arbitrajes de la Champions.
“Perdona, Mauricio”, dice. “Si el destino final es tan obvio, ¿por qué los medios tradicionales no dan el salto a internet de una vez? ¿Por qué agonizan lentamente mientras una miríada de diarios online les arrebatan los lectores?”
Joaquín esboza una sonrisa leve, imperceptible. Joaquín solo esboza una sonrisa leve, imperceptible cuando sabe la respuesta o lleva un full de reyes.
“Porque dar el salto es probablemente peor”, dice. “La mayoría de los recursos de estos dinosaurios proceden del papel, de los pocos incondicionales que aún compran en los quioscos. Pagan casi euro y medio por ejemplar y sirven de pretexto para cargar tarifas siderales a los anunciantes. Acelerar la transición supondría cambiar los clientes caros y la publicidad cara del papel por los clientes baratos y la publicidad barata de la red. La prensa está atrapada en el dilema del innovador”.
No quiero aburrirles con tecnicismos, pero me permitirán que abra aquí un paréntesis. Joaquín se refiere a la teoría de Clayton Christensen, un profesor de Harvard. En general, se piensa que la innovación es siempre buena. Por ejemplo, el fabricante de coches que introduce el freno ABS adquiere una ventaja que aumenta sus ventas y sus beneficios. Esta clase de innovación que mejora un producto ya existente se llama sostenible o incremental y, desde luego, el empresario que no la lleva a cabo desaparece del mapa.
Pero Christensen descubrió en los 90 que, igual que hay un colesterol bueno y otro malo, hay una innovación buena y otra mala. La mala se llama disruptiva o radical. Por seguir con el automóvil, pensemos en el motor eléctrico. Sus perspectivas son prometedoras, porque es limpio, silencioso y mucho más eficiente. Pero también es caro y tiene el inconveniente del repostaje: recargar las pilas no es tan sencillo y rápido como llenar el depósito de gasolina. Esto no lo hace viable de momento, aunque es probable que, si se sigue invirtiendo en su desarrollo, acabe siéndolo.
El problema es que al directivo del motor actual le resulta más atractivo gastar en mejoras incrementales, las que dan una ventaja inmediata, en lugar de distraerse con un invento disruptivo de incierto resultado. Ése es el dilema del innovador. ¿Qué hace el empresario? ¿Cancela los programas para desarrollar el motor eléctrico y destina ese dinero a otros proyectos, como potenciar la seguridad o el confort, que puede monetizar rápidamente? Resulta tentador, pero, ¿y si alguien resuelve la cuestión del repostaje? Se puede encontrar de la noche a la mañana fuera del negocio.
Fue lo que le pasó a Kodak. Al principio, las fotografías digitales ofrecían una calidad muy inferior a las analógicas, pero se almacenaban fácilmente y no había que revelarlas. Eso permitió que surgiera un mercado de nicho, para aficionados poco exigentes. Era un público pequeño, que dejaba un margen modesto, y Kodak decidió ignorarlo. Puesto ante el dilema del innovador, optó por la salida conservadora, pero en ningún caso irracional: consideró que el dinero de sus accionistas estaba mejor metido en la actividad analógica.
Pero a otras firmas pequeñas y con una estructura más ligera les resultó rentable explotar ese nicho, lo que posibilitó que la tecnología siguiera evolucionando y que, en un momento dado, superase sus inconvenientes iniciales y destrozara a Kodak.
La historia de las discográficas es similar. La venta de música se la han acabado quedando Apple y Spotify. John Kay, un columnista del Financial Times, se preguntaba hace unos años por qué no inventó Sony el iPod. La compañía japonesa había creado el Walkman y durante años fue líder en electrónica de consumo. Sus ejecutivos no eran idiotas y vieron mucho antes que Steve Jobs que el mundo de la música iba hacia una integración de los contenidos y los aparatos reproductores. En 1987 Sony compró la discográfica CBS y, dos años más tarde, la Columbia.
Pero el iPod era una innovación disruptiva. Habría obligado a Sony a desviar a una actividad de márgenes estrechos (que además canibalizaba su negocio principal) recursos que rentabilizaba mejor vendiendo discos.
Por eso Sony no desarrolló el iPod. Apple y Spotify, por el contrario, eran dos start-up que no tenían nada que perder explotando la nueva tecnología.
La tesis de Mauricio es que todo esto se está repitiendo en el mundo editorial. “Los grandes medios tenemos problemas para adaptarnos al entorno digital”, dice. “La publicidad y la venta online dejan menos dinero. Si decidiéramos reconvertirnos de un día para otro, nos encontraríamos con que no cubríamos costes”. Y concluye: “Por eso aguantamos, fantaseando con la aparición de un nuevo modelo de negocio. O confiando en que el chiringuito aguante lo suficiente como para permitirnos empalmar con la jubilación, igual que Jack Sparrow salta a puerto justo en el momento en que su barco termina de hundirse”.
Esta última imagen arranca una sonrisa a Stahr. Le encantan los Piratas del Caribe. Los encuentra tiernos. Alguna vez le he oído decir: “No sé cuánto resistirían esos chicos en la industria del espectáculo”, y soltar a continuación una carcajada que deja bien a las claras que, por lo menos en su productora, no durarían mucho.
“Estoy de acuerdo contigo en que una transición brusca no solo es arriesgada, sino desaconsejable”, le dice a Mauricio después de unos momentos. “La mayoría de los periódicos han adoptado de hecho una estrategia híbrida y simultanean su presencia en el papel y en la red”. Da un trago, mira al trasluz su vaso y frunce el ceño como si algo en la bebida no lo convenciera del todo. “Yo también pensaba al principio que era una situación provisional, pero vengo de leer las declaraciones de un sujeto al que han dado un premio por su investigación sobre el negocio de la prensa y ya no estoy tan seguro”.
Stahr se refiere a Matthew Gentzkow y a la Medalla John Bates Clark, el galardón más importante en economía después del Nobel.
“Este tipo”, sigue Stahr, “dice que siempre que se produce un gran cambio, como la irrupción de la televisión o internet, las empresas levantadas sobre la tecnología anterior (la radio, la imprenta) sufren, pero al final se adaptan y los consumidores acabamos mucho mejor”.
“Yo creo que esta vez no es igual”, le interrumpe Mauricio. “La televisión ofrece imagen y la radio sonido, son medios complementarios. Pero un diario digital da lo mismo que uno tradicional. Solo hay una evolución a un soporte más eficiente, como la del vinilo al cedé”.
“Quizás”, repone Stahr, “pero en muchos lugares el cambio se ha detenido. El propio Warren Buffett está comprando diarios de papel. Según él, continúan siendo una gran inversión cuando adoptan una estrategia sensata y no regalan en la red las historias por las que pretenden cobrar al día siguiente en el kiosco. La clave es cuidar los contenidos”.
“La prensa hace tres cosas”, sigue Stahr: “produce noticias, las valora y las distribuye”. Cabecea en dirección a Mauricio. “El tío ése del premio [Gentzkow] dice lo mismo que tú, que internet ha abaratado la distribución. También permite que opine cualquiera. Pero los costes de crear buena información siguen siendo altos. Si queremos saber lo que pasa en Afganistán, hay que mandar a alguien allí. Montar una web como la de la CNN, capaz de cubrir los cuatro puntos cardinales, sale muy caro”.
“Por supuesto, cabe pensar que la calidad no es relevante”, se objeta a sí mismo Stahr, “pero no es eso lo que enseña el pasado. Alguna gente compra periódicos para entretenerse, pero otra mucha lo hace para tomar decisiones. Esa necesidad ha estado ahí desde tiempos de los romanos. No hay motivos para pensar que vaya a desaparecer, y los pequeños mamíferos digitales de los que tú hablas no van a satisfacerla”.
“Ya”, repone Mauricio. “¿Y cómo van a costear los dinosaurios las redacciones necesarias para crear buena información?”
“Sí”, admite Stahr torciendo el gesto, “la capacidad del mercado para soportar periodismo de calidad es una cuestión para la que [Gentzkow] aún no tiene respuesta”.