Lo que nos destroza no es el dolor, sino la falta de sentido, el dolor inútil.
Mi primo es una excelente persona, pero no sabe comportarse en público. Le pasa lo contrario que a Monroe Stahr, que no sabe comportarse en privado, pero es un excelente conversador. Stahr ha levantado un imperio mediático a golpe de traiciones, pero nadie preside con más elegancia los cenáculos del Claridge. “La gente piensa que animar una tertulia consiste en relatar buenas anécdotas”, dice, “pero no basta. Tienen que venir a cuento”.
Las historias deben sucederse naturalmente unas a otras, enlazar con la anterior y, sobre todo, tender un puente a la siguiente. Nada resulta más inapropiado que esas intervenciones eruditas que dejan el asunto zanjado. “Una charla de café no es un consejo de administración, ni una lección de física”, dice Stahr. “No se trata de resolver nada, cuanto más se enrede, mejor”.
Otra forma de matar la conversación es plantearla como un desafío. Mi primo es especialista. Si tú has escalado el Teide, él ha estado en el Aconcagua. Si tú has sufrido un accidente en el metro, él ha sobrevivido a la caída de un avión. “Eso no es nada”, comienza antes incluso de que hayas concluido tu relato.
A Stahr le saca de quicio mi primo, y Stahr no es persona que se ande con contemplaciones. A menudo le he oído comentar al gerente del Claridge a propósito de algún pelma: “¿No está reservado el derecho de admisión?” Y siempre que Stahr señala a alguien, la dirección encuentra el modo de sugerirle educadamente que su presencia no es bienvenida: no lleva corbata, no puede pasar en zapatillas, su coche está ardiendo en el parking.
Extrañamente, mi primo ha sobrevivido hasta ahora. ¿Por qué? Mi teoría es que Stahr reconsideró su capacidad para juzgar a los demás a raíz de la muerte de Juan Antonio. Ya no está tan seguro de quién es un indeseable y quién no.
Juan Antonio era lo que podríamos llamar un tipejo insignificante. Se acoplaba a cualquier corrillo, aunque rara vez intervenía. Pedía una Coca-Cola light, se acomodaba en una esquina y asentía en silencio a lo que se decía, sin tomar partido. Nadie supo nunca qué pensaba, aunque como regla general cabía esperar que se alinease con la opción más popular en cada momento, lo que le había permitido transitar sin problemas del falangismo a la socialdemocracia, pasando por la UCD y el comunismo.
Juan Antonio no siempre había sido tan patético. Llegó a gestionar una empresa mediana de software y se ganaba bien la vida, pero decidió pelearle una patente a una multinacional. Iba a ser un gran negocio.
—Solo a un mafioso o a un idiota se le ocurre desafiar al departamento jurídico de una multinacional —me dijo Stahr.
Juan Antonio no era un mafioso y lo arruinaron metódica y meticulosamente, con el esmero con que un niño le arranca las extremidades a un insecto. Eso debió de ocurrir a mediados de los 90. Rondaba la cincuentena, pero no volvió a trabajar, algo en parte atribuible a la eficacia de los abogados de la multinacional, pero también a su desidia.
Durante dos décadas, Juan Antonio sobrevivió gracias a la liquidación gradual del escaso patrimonio que pudo ocultar a los jueces, a la percepción de ayudas públicas y a sablazos ocasionales. En general, los psicólogos discrepan sobre el impacto preciso que algo así puede tener en la autoestima de un individuo, pero todos coinciden en que no es agradable. El desprecio que Juan Antonio nos inspiraba a los demás no era nada comparado con el que probablemente sentía por sí mismo.
Entonces enfermó. El proceso fue bastante rápido. Lo que parecía una molestia digestiva resultó un tumor que se extendió agresivamente por el hígado, el páncreas, los pulmones. A las pocas semanas estaba invadido y desahuciado.
A pesar de ello, no dejó de acudir al Claridge, sin que nadie advirtiera el menor cambio. Salvo Stahr. Un día le soltó son su conocida brutalidad si se estaba muriendo.
—Tengo cáncer hasta en el forro de la gabardina —admitió Juan Antonio con un inesperado chispazo de humor. Y siguió sorbiendo su Coca-Cola como si le hubieran preguntado por la salud de algún pariente remoto. Luego añadió—: Es mi oportunidad.
Stahr no entendió a qué se refería, ni tampoco que le resumiera a continuación el argumento de una película deprimente. Pensó que el dolor le había fundido el escaso juicio que aún le quedaba y se olvidó de él hasta que un día vio la esquela en el ABC.
—¿Sabes quién se ha muerto? —me dijo tendiéndome el periódico.
Guardamos unos minutos de respetuoso silencio. Creí que aquella espontánea y sentida muestra de dolor bastaría (en el Claridge siempre bastaba), pero Stahr me pidió que lo acompañara a dar el pésame a la familia.
Era noche cerrada cuando llamamos al timbre del piso, un bajo añoso próximo al Santiago Bernabéu. Cogimos a la viuda en bata, pero insistió en que pasáramos al salón. Una lámpara de pie derramaba un cono de luz amarillenta sobre una pareja de sillones. Uno estaba ostensiblemente vacío. Se respiraba dolor y me pregunté por qué Stahr había insistido en aquella visita. Jamás le habían preocupado las convenciones sociales.
Pero le intrigaba el decoro con que aquel hombre había sobrellevado su agonía. “Era él quien nos daba ánimos”, nos confirmó la viuda entre hipidos. “Estuvo haciendo chistes hasta el último suspiro”.
—He visto morir a mucha gente —contó Stahr al día siguiente en el Claridge—. Gente dura de verdad. A todos les tiemblan las piernas cuando les llega la hora. La mayoría se las arregla para conservar la compostura, pero otros se dejan dominar por el miedo y arruinan con aquel gesto pusilánime una vida de dignidad. Juan Antonio hizo lo contrario. Con su gesto de dignidad enalteció una vida pusilánime.
—¿Y de dónde sacó la entereza? —pregunté.
—Lo que nos hunde no es el dolor, sino el dolor inútil —dijo Stahr—. La gente que pasó por los campos nazis cuenta siempre que no sobrevivieron los más fuertes, sino los que dotaron a sus existencias de sentido, los que se aferraron a algo por lo que merecía la pena seguir sufriendo: la mujer, los hijos, una carrera… La película de la que Juan Antonio me habló aquella tarde era la de un hombre que había aceptado su muerte con gran serenidad. Me dijo que recordaba haber pensado que era una gran victoria afrontar el final de ese modo y que el destino le brindaba ahora una oportunidad similar.
Solo mi primo se atrevió a romper el silencio:
—Eso no es nada…