¿Qué dice el economista de moda? ¿Y qué dicen de él sus colegas?
Después de dedicar un centenar de páginas a los misterios de la ratio capital/renta nacional (en los que en seguida entraremos), Piketty abre un paréntesis en su ensayo para describir qué aspecto tendrá el mundo hacia el que nos empujan “las leyes fundamentales del capitalismo”. No necesita realizar un gran alarde de prospectiva. Le basta con acudir a Papá Goriot, la novela de Honoré de Balzac. En ella, escribe Piketty, se nos cuenta cómo Eugène de Rastignac, vástago de una familia de la aristocracia rural venida a menos, llega a París para cursar Derecho. Rápidamente se enamora de la bella Delphine, pero sus ilusiones se desmoronan en cuanto descubre “el cinismo de una sociedad totalmente corrompida por el dinero”.
“El momento más oscuro de la obra”, prosigue Piketty, se produce cuando “el turbio Vautrin” le desvela “que es ilusorio creer que el éxito se puede alcanzar mediante el esfuerzo”.
“¿Quiere el barón de Rastignac ser abogado? ¡Perfecto!”, le dice. “Tendrá que pasarlo mal 10 años […], besar el dobladillo de un procurador para lograr pleitos, barrer con la lengua el palacio de justicia. […] No seré yo quien lo disuada, pero ¿puede darme el nombre de cinco abogados que ganen más de 50.000 francos al año?”
Por el contrario, esa misma suma podría percibirla fácilmente casándose con la señorita Victorina, fea y sin el menor encanto, pero potencial heredera de una fortuna. Únicamente debe eliminar al hermano que la precede en el testamento…
Rastignac se revuelve indignado ante la sugerencia. “¡Silencio, señor, no quiero volver a oír hablar de ello!”, replica. Pero se aleja con la incómoda sensación de que acaba de aprender sobre el mundo más “de lo que todos los hombres y los libros me han dicho”.
El dilema que Vautrin le ha planteado es, según Piketty, la consecuencia natural de “la estructura de ingresos” de la Francia de la Restauración, donde el talento era incapaz de “suministrar el mismo bienestar que la riqueza heredada”. La Revolución Industrial había sustituido la mano de obra por máquinas y sus dueños se estaban quedando con un pedazo creciente de la renta nacional en perjuicio de los asalariados.
Este protagonismo del capital en la economía solo se frenaría a partir de la Primera Guerra Mundial. En Francia pasó de suponer siete veces la riqueza total entre 1700 y 1910 a apenas 2,5 en 1950. “El trabajo y el estudio se convirtieron entonces en las vías más seguras hacia el éxito”, escribe Piketty.
Por desgracia, la tendencia se ha invertido y en 2010 el capital sextuplicaba la renta nacional, un nivel próximo al que tenía en la época de Balzac.Simultáneamente, la distancia entre ricos y pobres se ha ido ampliando. Si en la América de Dwight Eisenhower un directivo ganaba 20 veces más que sus empleados, en 2011 Tim Cook cobró 378 millones de dólares, unas 6.000 veces el sueldo medio de Apple.
Se trata de desequilibrios “insostenibles”, según Piketty. Y se pregunta si “los valores meritocráticos en los que una sociedad democrática se basa” podrán resistir.
Pasión infantil. Thomas Piketty (Clichy, 1971) es hijo de una pareja de sesentayochistas que, tras militar en la izquierda trotskista, se retiraron una temporada a criar cabras en el sur de Francia. Este entorno familiar lo orientó desde el principio al estudio de la justicia social. Se doctoró en 1993, con una investigación sobre la redistribución de la riqueza que recibiría el premio a la mejor tesis del año, y empezó a dar clases en el Instituto Tecnológico de Massachussets. Pero la labor de sus colegas americanos no lo convencía del todo. Los veía entregados a “una pasión infantil por las matemáticas”, que les procuraba una reconfortante ilusión de cientificidad “sin tener que responder a las preguntas verdaderamente complejas del mundo en que vivimos”.
Su propia tesis doctoral “consistía en unos teoremas relativamente abstractos” sin apenas datos históricos. De hecho, desde que Simon Kuznets publicara en 1953 sus estadísticas de ingresos en Estados Unidos, prácticamente no se había realizado ningún esfuerzo significativo para mejorarlas. Decidió que él se encargaría. Renunció a su plaza en el MIT, regresó a Francia y, a partir de los registros tributarios, empezó a construir lo que Branco Milanovic considera “una impresionante base interactiva”, que incluye series sobre la evolución de la renta de más de 20 países.
Este caudal de información sacó a la luz un hecho inquietante. Aunque en general los economistas admitían que las diferencias se habían agudizado desde los años 80, nadie era consciente del grado de polarización. Los números de Piketty demostraban que en Estados Unidos el 1% más rico había duplicado su porción del pastel y estaba acaparando el 20% de todas las rentas, como a principios del siglo XX.
Este fenómeno no encajaba con las explicaciones canónicas sobre la desigualdad, que atribuían su aumento a que las empresas modernas demandaban trabajadores muy preparados y, por tanto, habían abierto una brecha entre su remuneración y la de la mano de obra menos cualificada. El 1% más rico no había recibido una educación sustancialmente distinta. ¿Cuál era la fuerza que impulsaba sus abultados ingresos?
Ése es el meollo de El capital en el siglo XXI, el libro que causa furor en Estados Unidos.
La fórmula. “Por definición”, escribe Piketty, “la desigualdad […] es el resultado de sumar dos componentes: la desigualdad de las rentas del trabajo y la desigualdad de las rentas del capital”. En principio, es perfectamente plausible una sociedad en la que haya grandes diferencias salariales y el capital esté equitativamente distribuido, pero lo habitual es lo contrario: que el empleo esté muy repartido y el capital se concentre en unas pocas manos (los ciudadanos de a pie no tienen fábricas). Esto significa que cuanto mayor sea la proporción de capital en una economía (la famosa ratio capital/renta nacional), mayor será la desigualdad.
Durante décadas, los expertos en desarrollo creyeron que, en el largo plazo, se mantenía un equilibrio entre las rentas del capital y las del trabajo. Es lo que predecían los modelos de Kuznets y de Robert Solow, y es lo que sucedió en el siglo XX. Pero Piketty sostiene que se trató de un efímero paréntesis. La tasa de retorno del capital (r), que determina la velocidad a la que la riqueza se reproduce a sí misma, ha sido históricamente muy superior al crecimiento de la economía general (g): el 5% frente al 2%. Este patrón, que Piketty resume en la expresión “r > g”, hace que el capital tienda a expandirse y sus rentas devoren las de los asalariados.
“La reducción de la desigualdad que tuvo lugar en la mayor parte de los países desarrollados entre 1910 y 1950”, escribe, “fue sobre todo el resultado de la guerra y de las políticas adoptadas para gestionarla”. Los bandos combatientes en los dos conflictos mundiales se dedicaron a destruirse mutuamente el stock de capital. Además, los Gobiernos aplicaron a las grandes fortunas una fiscalidad muy progresiva que redujo su rentabilidad. Finalmente, la economía creció vigorosamente como consecuencia de la incorporación masiva de tecnología y del baby boom. Por eso, durante unas décadas, g superó a r.
Pero las aguas han vuelto a su cauce. La paz y los recortes de impuestos adoptados por Reagan y Thatcher han permitido a los ricos rehacer su patrimonio, que ha recuperado la velocidad de crucero del 5%. A su vez, el crecimiento no solo se ha ralentizado, sino que ha caído por debajo de la media histórica debido al desplome de la natalidad. La brecha entre r y g se ha agrandado, empujando ineluctablemente Occidente hacia una de esas sociedades abundantes en capital en las que a los jóvenes ambiciosos les resulta más conveniente dedicarse a cazar herederas que a estudiar.
“Mis conclusiones son menos apocalípticas que las de Marx”, dice no obstante Piketty. La acumulación de riqueza no es inexorable. Hay “políticas que neutralizan los efectos de esta lógica implacable”. No es sencillo impulsar el crecimiento, porque depende de variables exógenas como la demografía y la innovación, pero sí podemos reducir el retorno del capital gravando con tipos de hasta el 80% las rentas de la “oligarquía financiera” e implantando una tasa universal del 1% a los patrimonios de entre uno y cinco millones de dólares y del 2% a los que rebasen esa cantidad. (Esto último parece poca cosa, pero empiece a sumar la casa, el pisito de la playa, los ahorros y verá cómo no es tan difícil plantarse en el millón. Y el 1% son 10.000 dólares. Cada año).
Méritos y deméritos. Incluso los más feroces críticos de Piketty reconocen el extraordinario mérito que supone documentar la distribución de la renta a lo largo de 300 años. A la luz de sus datos, habrá que revisar la optimista hipótesis de Kuznets, que preconizaba que las grandes diferencias sociales son características de las fases tempranas de desarrollo y que, a medida que un país progresa, se vuelve más igualitario.
Más cuestionable resulta, sin embargo, la asunción de que r superará siempre a g. Piketty aporta una abrumadora evidencia histórica, pero, como cualquier inversor sabe, rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras. “Puede estar desafiando una de las leyes fundamentales de la teoría económica”, advierte Branco Milanovic en su por lo demás entusiasta reseña de El capital en el siglo XXI: “el rendimiento decreciente de los factores de producción”. Un tractor multiplica la cosecha por 10, pero 10 tractores no la multiplican por 100, porque se estorban y porque la tierra no da más de sí. El rendimiento decrece con cada máquina nueva y llega un momento en que no resulta rentable incorporar ninguna más.
Otro problema de Piketty es que establece una relación mecánica entre el peso del capital en una economía y el tipo de sociedad que origina. Es posible que en la Francia actual haya tantos rentistas como durante la Restauración, pero es obvio que no hemos regresado al mundo de Rastignac. La riqueza está menos concentrada. Los ciudadanos de a pie no tienen fábricas, pero muchos poseen acciones y un porcentaje todavía mayor es propietario de una vivienda. De hecho, cuando se descuenta el valor de los pisos, “la participación del capital en la renta nacional no varía o sube levemente [desde 1950]”, concluyen Odran Bonnet y otros tres investigadores del Instituto de Ciencias Políticas de París.
Tampoco hay mucha evidencia de que la casta de los megamillonarios se esté perpetuando gracias a la autorreplicación del capital. “Cuando Forbes comparó sus listas […] de 1982 y 2012”, escribe el exsecretario del Tesoro Lawrence Summers, “comprobó que menos del 10% seguían allí, a pesar de que una significativa mayoría se habría mantenido de haberse limitado a acumular su patrimonio a una tasa del 4%. Han salido debido a la propensión al gasto y la donación o a inversiones desafortunadas. Del mismo modo”, añade, “los datos indican, en contra de Piketty, que los ricos […] por herencia están en franco declive”.
Además, como apunta Martin Wolf en Financial Times, “la desigualdad importa menos [cuando] hasta los pobres disfrutan de bienes […] inalcanzables a los ricos hace apenas unas décadas”.
“La población mundial que vive con menos de dos dólares al día ha pasado del 80% al 20% desde 1910”, recuerda Javier Díaz-Giménez, profesor del IESE. “¿Que los ricos son cada vez más ricos? Quizás, pero ¿qué más da lo que gane Bill Gates? ¿Por qué eso es relevante? Los que importan son los que viven en la miseria, y de ésos hay menos”.
Poco que aportar. De todas las reseñas que he analizado para redactar este reportaje, el óscar a las más entusiastas corresponde ex aequo a las de Robert Solow y Paul Krugman. Los dos nobeles se deshacen en elogios. “Thomas Piketty tiene razón”, titula el primero. “El capital en el siglo XXI es un libro extremadamente importante”, observa el segundo.
Pero ni uno ni otro disimulan su decepción ante la incapacidad de Piketty para explicar la concentración de renta en el 1% de la población (que es lo que se suponía que venía a aclararnos). Solow reconoce que “tiene poco que aportar” a la comprensión del fenómeno. Krugman es más directo. Dice que el ascenso de los muy ricos en Estados Unidos “no tiene mucho que ver con la acumulación de capital [sino] con las enormes compensaciones” que perciben los directivos de las grandes compañías, y que son en gran medida consecuencia de que las deciden ellos mismos. “Si Rastignac viviera hoy”, concluye Krugman, “Vautrin no sabría si aconsejarle que se hiciera gestor de un hedge fund o que se casara por dinero”.
Camino evitable. Así que Piketty ha hecho un gran trabajo exhumando datos, pero su interpretación presenta lagunas. ¿Y qué tal ha caído la idea del superimpuesto? Él mismo se muestra escéptico sobre su viabilidad, y su sospecha la avala la propia andadura editorial de El capital en el siglo XXI. Mientras en Estados Unidos arrasa, en Francia ha pasado sin pena ni gloria. ¿Por qué?
Un posible motivo es que, como subrayó Libération, Piketty no es uno de los nuestros: no habla de “dominación social y cultural, violencia, explotación, alienación laboral, clases, lucha, etcétera”.
Pero hay otra razón, y es que sus compatriotas ya saben lo que dan de sí sus propuestas. Piketty está vinculado al Partido Socialista y desempeñó un papel clave en la imposición de un gravamen del 75% a los millonarios. “Muchos otros países seguirán inevitablemente este camino”, proclamó.
Pero hasta a Francia le está costando seguirlo. El tributo ha superado a duras penas el filtro del Constitucional y, mientras su eficacia contra la injusticia está por ver, ya ha desatado una fuga de fortunas: Arnault quiere irse a Bélgica, Dépardieu se ha hecho ruso…
Parece que no hay caminos inevitables y que la historia del capital en el siglo XXI está aún por escribirse.