La vida nunca va a ser Jauja

No hay soluciones definitivas para los problemas sociales, pero es consustancial al ser humano refugiarse en la fantasía.

No he hecho una entrevista peor en mi vida. Transcribiendo la grabación, me doy cuenta de que, con distintas formulaciones, vuelvo una y otra vez sobre la misma pregunta: ¿cómo un comunista rabioso como usted ha acabado convertido en un liberal militante? Antonio Escohotado (Madrid, 1941) tiene fama de difícil y, en efecto, se ha negado a posar para el fotógrafo. Pero conmigo realiza un alarde admirable de autocontención. “Veo que le interesa realmente mi caso”, se limita a reponer a mi enésima acometida. Y añade cordialmente: “Usted no fuma, pero una cerveza sí que nos tomamos”. Y se levanta a por un par de botellines.

La víspera, me cuenta, ha estado charlando con mi colega Alfonso Armada hasta las tantas. “Traía subrayados los dos tomos editados de Los enemigos del comercio”, dice. “¿Usted se los ha leído?”

“Todavía no”, balbuceo. Por un momento pienso que me va a hacer como Manuel Fraga Iribarne, que te ponía La crisis del Estado Español en la mano, te daba una palmadita en la espalda y te acompañaba hasta la puerta de su despacho diciéndote: “Y cuando se lo sepa usted, vuelve a hacer la entrevista”.

Pero Escohotado es más listo. Me ofrece una cerveza y muchas explicaciones, para que escoja quizás la que más me guste.

“Cierto que estuve a punto de militar en el FRAP [Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, una organización armada del tardofranquismo] o que hablé con las embajadas de Libia y Siria, que repartían explosivos y millones a los locos como nosotros, pero ninguno de mis libros es comunista para nada. Mírelos. Mi trayectoria escrita no refleja ningún punto de inflexión”.

“Yo era de la rama maoísta, pero para mí eso era superficial, como la piel de serpiente que se cambia cada cinco o seis días. Mis vísceras eran liberales”.

“Lo que me atraía de la izquierda era acabar con Franco, la ñoñería, los curas, los militares… Y se follaba más”.

En alguna de las intervenciones que hay colgadas en YouTube también dice que se puso a escribir Los enemigos del comercio “fundamentalmente” para “aclararme”, porque no entendía cómo “había sido más rojo que la muleta de un torero”.

Probablemente sea todo verdad. Un maoísta con vísceras liberales, respetuoso en la teoría e intemperante en la práctica, sometido a la doble tiranía de la carne y la razón, incomprensible… En suma, un tipo normal y corriente. Como le explicó a Jesús Quintero en Canal Sur, “lo real es absolutamente complejo”, un leitmotiv que luego desarrollaría más en el Instituto Juan de Mariana. “La realidad”, dijo allí, “se diferencia del sueño en que es infinitamente densa, es decir, sus detalles no terminan”. Por eso, “una de las grandes tendencias culturales del ser humano” ha sido preferir la fantasía y “hacer cualquier cosa para que lo real se asemeje a lo ideal”.

En este pulso entre oníricos y realistas (que trasladado al plano político no es más que “la inmemorial batalla del comunismo y el liberalismo”), Escohotado se alinea con los segundos. Y cuando uno se mantiene fiel a la realidad, las contradicciones son inevitables. Solo la ficción es coherente, nítida, sin aristas.

Orden y caos. Guillermo Herranz, el editor de Escohotado, lo define como un autor “tremendamente concienzudo, meticuloso y autoexigente”, y no exagera ni un ápice. Cuando una duda lo asalta, lo deja todo, se arroja sobre ella y la desmonta pieza por pieza. Realidad y sustancia, un tratado de ontología que le llevó 18 años culminar, “empezó con un viaje de LSD”, me cuenta. “Vi una pistola delante de mí que me anunció: en brevísimos instantes perderás la memoria, ante lo que me quedé pasmado y me dije: me haré con un sistema de pensamiento que me permita vivir sin memoria”.

Más adelante se embarcó en una virulenta defensa de “la ebriedad”, una disputa no meramente verbal: la policía le montó una entrega falsa de cocaína y debió cumplir un año de cárcel por un “delito provocado” que hoy sería penalmente irrelevante. Otro se hubiera venido abajo. Escohotado compuso una Historia general de las drogas de 1.500 páginas en la que traslada el debate de las hipótesis a los hechos, del “qué pasaría si” al “qué pasó cuando”, documentando exhaustivamente que lo peligroso no fue nunca la venta libre, sino la prohibición. Estados Unidos tuvo que derogar la Ley Seca después de que causara, escribe, “una enorme corrupción burocrática, injusticia, hipocresía, una gran cantidad de nuevos delincuentes, envenenamientos en masa con alcohol metílico y la fundación del crimen organizado, sin reducir en más del 30% el consumo general”.

Ahora lleva ocho años metido en Los enemigos del comercio (“y me quedan por lo menos otros dos”) porque se ha propuesto “precisar tanto como fuese posible” la genealogía del comunismo.

El episodio desencadenante fue esta vez una visita al Louvre. Acababa de ver el Código de Hammurabi, los bajorrelieves asirios y los sarcófagos egipcios y “entonces”, cuenta en Caos y orden, “sin preaviso, las salas de Asia Menor dieron paso a Grecia. En lo alto de la escalera resplandecía la Victoria de Samotracia, blanca como la nieve, decapitada y semidesnuda entre sus grandes alas”.

“No era un cambio de paralelo y meridiano”, prosigue, “sino de universo. Comparado con aquella armonía de hiperrealismo y forma pura, ¿qué civilizaciones pardas y tristes eran las previas?”

Su explicación es que Asia estaba llena de “soberanos inmensos y súbditos diminutos”. Literalmente: “la estela paradigmática, repetida hasta la saciedad, representa a un faraón gigantesco que blande su maza ante un vasallo muy pequeño”. Por el contrario, los griegos prefirieron “los albures de la democracia a las seguridades del despotismo” y el resultado de esa elección los colmó “de inventiva e inestabilidad”.

Hasta ese momento, Escohotado había dado por sentado que toda organización eficaz exige alguna forma de coacción. Sin un control férreo que coordine las iniciativas individuales, la energía se dispersa. La prosperidad es hija de la planificación y la libertad únicamente contribuye a que unos se hagan ricos a costa de otros.

Pero las estatuas griegas que ahora tenía ante sus ojos, “cinceladas como por los propios dioses”, desafiaban su suposición e ilustraban el triunfo del caos sobre el orden.

Clases. Escohotado ha sido siempre un espíritu libre. “No pertenece a ninguna capilla ni grupo identificable”, dice su editor. En realidad, es bastante gamberro y ha tenido problemas en todos los clubes que lo han admitido como socio. Lo quisieron expulsar dos veces del colegio, una de ellas por meter sapos en el sagrario, y en las milicias universitarias fue el único caballero aspirante que no acabó el campamento de alférez. “Había convertido mi tienda en un seminario de marxismo, les decía a mis compañeros: no obedezcáis”, recuerda con abierta complacencia. “Me degradaron a cabo primero y me destinaron un año a un batallón de castigo”.

Tampoco soportó la rutina del Instituto de Crédito Oficial, donde renunció a una cómoda jefatura de servicio para irse a vivir “aventuras” a Ibiza.

Su propio paso por la izquierda ha sido bastante agitado. “Mis colegas del PCE me decían continuamente que era un esteticista, me pasaba el día leyendo a Heidegger y Hegel, en vez de a Althusser o Deleuze”.

La faceta de guerrillero urbano no se le daba mal. “Nos reuníamos en células, repartíamos el Mundo Obrero [la publicación oficial del Partido Comunista], íbamos a las manifestaciones y procurábamos provocar a la policía para que cargara y poder decir: hay que ver, qué brutal es la represión”.

Pero el carácter un tanto ascético de la práctica revolucionaria se le hacía muy cuesta arriba. “Me di cuenta de que Mayo del 68 me resultaba profesoral y doctrinario, y que prefería Woodstock: sexo, droga y rock and roll”.

Además, ni siquiera compartía buena parte del catecismo. “¿Cómo que solo había dos clases, la burguesa y la proletaria?”, dice. “¿Qué idiotez era esa?” Las únicas clases que él reconoce no son económicas, sino de humanidad. Están, por un lado, las personas que “se deleitan con la égida del Conductor” y buscan la seguridad del faraón, del papa o del Politburó. Y están, por otro, las que “aprenden a hacer bien alguna cosa” y viven de ella.

Estas últimas dan lugar a sociedades más prósperas, pero la misma aceleración que imprimen a la vida despierta también al genio siempre latente del igualitarismo. Analizar este pulso entre quienes lloran y quienes laboran es el meollo de Los enemigos del comercio.

Esclavos. El comunismo no es un invento del siglo XIX, dice Escohotado. La idea de que la propiedad acumulada mediante el trabajo o el comercio es indigna ya aparece en muchas culturas de la Antigüedad. La Biblia considera una maldición ganarse el pan con el sudor de la frente y, para los latinos, todo bien nacido debe consagrarse al ocio y “la retribución no es sino el pago de la servidumbre”.

El éxito de Roma pareció avalar la superioridad de las economías de esclavos, pero la fuente de su riqueza era en realidad el saqueo de sus vecinos y la ineficiencia del sistema se puso de manifiesto durante la Alta Edad Media. Entonces, mucha gente se vio forzada a buscarse la vida y empezaron a menudear grupos de comerciantes y artesanos. El desarrollo de la letra de cambio y de la contabilidad de partida doble consolidó su expansión, la Reforma los dotó de cobertura ideológica y, a partir del siglo XVIII, la trama de oficios y negocios se había hecho lo bastante densa como para que surgiera una figura nueva: el empresario, un “sabio en utilidades ajenas”, como lo define Escohotado, “cuyo talento consiste en detectar la demanda de algún artículo […] y asumir la compleja tarea de suministrarlo”.

A diferencia de las unidades de producción romanas o feudales, que se basaban en relaciones de servidumbre, la empresa es una asociación voluntaria y esto constituye un cambio decisivo. Durante siglos, Occidente consideró que “el trabajo más rentable era el verificado por esclavos”, pero el individuo que carece de la posibilidad de adquirir propiedad solo tiene interés en comer mucho y esforzarse poco.

El hombre libre cuenta, por contra, con fuertes incentivos para ser productivo. Como Robert Owen mostraba orgullosamente a quienes visitaban sus fábricas de principios del XIX, el capitalista no se arruinaba pagando bien, sino que se hacía más rico, porque atraía a la mano de obra mejor cualificada y más motivada.

“El beneficio del empresario no radica en minimizar el beneficio de los trabajadores”, dice Escohotado. Marx sostenía que el precio de las mercancías era una función del esfuerzo invertido en su producción: si se dedicaban 12 horas a un mueble y 24 a otro, el segundo debía ser lógicamente más caro. El valor lo creaba el empleado y, cuanto menor fuera su salario, más margen le quedaría al patrono.

Pero el precio de una mercancía no depende del tiempo que cuesta fabricarla. “Eso es tan disparatado”, le explica Escohotado a Javier Bilbao en la revista online Jot Down, “como imaginar que la paloma que Picasso pinta en tres segundos vale tanto como la pintura que hagamos usted o yo”. Y lo mismo pasa con los versos que Verlaine componía medio borracho sobre los veladores de París. ¿Por qué los apreciamos tanto? Porque nos da la gana, “porque hay autonomía de la voluntad”.

Podemos, por supuesto, anular esa autonomía y dejar que una autoridad más sabia y menos caprichosa planifique lo que debe pintarse y escribirse. Pero entonces lo que tenemos son los bajorrelieves asirios y el realismo soviético, en vez de la Victoria de Samotracia y la poesía simbolista.

Dignidad. Escohotado vivió mucho tiempo convencido de que la prosperidad venía determinada por las materias primas o la geografía, y que los países ricos lo eran porque disfrutaban de climas propicios y habían sido bendecidos con tierras fértiles y yacimientos abundantes. Pero Japón es un archipiélago pelado en mitad del Pacífico y es opulento, y Venezuela tiene las mayores reservas de crudo del planeta y es miserable.

El origen de la riqueza de las naciones es la educación y, sobre todo, la libertad. “Una nube de actos humanos, no algún designio, provoca algo anónimo, como la sintaxis, el dinero, el derecho, la ciencia o la sociedad misma”, escribe en Los enemigos del comercio. Ese orden espontáneo garantiza mucho mejor que cualquier burócrata o faraón la asignación eficiente de los recursos, que es lo que impulsa la productividad y, en última instancia, el bienestar. Lejos de conducir al caos y al estado hobbesiano de naturaleza, la autonomía de la voluntad genera riqueza.

Y si tanto hemos progresado, ¿por qué protesta la gente y se concentra en Sol?

“El comunismo es consustancial a la prosperidad”, dice Escohotado. Como vimos con Grecia, la democracia la colmó de “inventiva e inestabilidad”. Cada salto adelante que da la humanidad se ve acompañado por un brote de vértigo, por un deseo de control. En nuestra alma anida un ansia de libertad, pero también de seguridad, y los cambios acelerados refuerzan la incertidumbre y la búsqueda de mesías y salvapatrias.

Escohotado no es ningún idiota y se da perfecta cuenta de que el mundo actual es manifiestamente mejorable. “La vida nunca va a ser Jauja”, dice. Abunda la injusticia, el mérito no siempre se reconoce y la suerte juega un papel fundamental. Pero la historia revela que abolir la propiedad y exigir que los últimos sean los primeros solo conduce a la opresión y la melancolía.

“Tengo 72 años”, comentaba en el Instituto Juan de Mariana, “y cada minuto que pasa me siento feliz de comprobar que el esfuerzo no siempre lleva al éxito, pero siempre lleva al amor propio [y] la dignidad”, que es lo único a lo que podemos aspirar.

Para todo lo demás, “debemos ser humildes”, le insiste a Javier Bilbao en Jot Down, “y admitir que las soluciones definitivas no existen”. Y a mí me añade: “Las cosas son tal cual son, ni blancas ni negras, ni buenas ni malas”.

Como él mismo.

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