Los políticos están hechos de la misma carne mortal que nosotros. No les dejemos caer en la tentación.
¿Por qué hay tanta corrupción en España? Una posible explicación es la cultura. Somos una raza proclive al chanchullo. Nos hacen gracia los golfos. Los ingleses o los franceses hacen literatura social con la injusticia; nosotros novela picaresca. Piensen en El Lazarillo: un pobre huerfanito cuya madre entrega a un ciego que lo muele a palos y que huye para caer en manos de un clérigo que lo mata de hambre… Si el argumento lo coge un Dickens o un Zola, llevaríamos llorando sin parar desde el siglo XVI.
La tesis cultural resulta sugestiva. Mucha gente la invoca a menudo. “No tenemos remedio”, dicen, “somos un pueblo de sinvergüenzas”. Pero son los mismos que opinaban durante el franquismo que los españoles no estábamos maduros para la democracia, que confundíamos la libertad con el libertinaje y que no se nos podía dejar solos.
También Bo Rothstein, el director del Instituto para la Calidad del Gobierno, creía que las buenas sociedades se construían a partir de los buenos ciudadanos y que si estos nacían torcidos, aquellas no podían salir rectas. Durante años, intentó contrastar su hipótesis, pero no halló nada que la corroborara. Las regiones más corruptas no lo son porque sus habitantes sean peores en términos morales. El soborno de un funcionario le parece igual de mal a un nigeriano que a un sueco. Ambos saben que arruina a su país.
No es cuestión de raza, cultura o nacionalidad. Es cuestión de incentivos. “Las personas no son buenas ni malas, solo maximizan su utilidad”, escribe el economista Stergios Skaperdas. “Evaden impuestos o cometen delitos cuando resulta racional”.
Una escena de Nueve Reinas ilustra muy bien esta idea. Ricardo Darín quiere convencer a Gastón Pauls de que todos tenemos un precio. “No hay santos, lo que hay son tarifas diferentes”, sostiene, y le plantea si se acostaría por dinero con otro hombre.
—¿No cogerías con un tipo si yo te ofreciera 10.000 dólares? —dice arrojando un sobre sobre el lavabo del baño en el que se encuentran.— 10.000, buena guita.
—No —responde Pauls, sacudiendo la cabeza.
—¿Y si te diera 20.000? —Arroja otro sobre—. Guita de verdad, toda para vos.
—No.
—¿50.000?
—No.
—500.000.
Pauls se queda en silencio, mirando la pila de sobres que se ha formado encima del lavabo. Duda.
—¿Te das cuenta? —concluye Darín—. Putos no faltan; lo que faltan son financistas.
Darín carga quizás las tintas en los aspectos sombríos de la naturaleza humana. También tenemos nuestro corazoncito. Según el psicólogo Dan Ariely, nuestra conducta es el producto de dos tendencias contrapuestas. “Por un lado, nos encanta beneficiarnos de las trampas y conseguir tanta gloria y dinero como sea posible; por otro, nos gusta vernos a nosotros mismos como personas honorables”.
Para probarlo, Ariely realizó el siguiente experimento. Facilitó a unos alumnos estadounidenses (blancos, anglosajones y protestantes en su mayoría) 20 ejercicios similares a un sudoku y les ofreció una suma de dinero por cada uno que resolvieran. Luego hizo el mismo encargo a otros estudiantes, pero con una diferencia: dejó que se corrigieran los exámenes y los trituraran después. ¿Qué pasó? Mientras en el primer grupo la mayoría acababa cuatro sudokus, en el grupo de la trituradora resolvían seis.
No somos unos completos degenerados, pero sí un poco tramposillos. El caso de las tarjetas opacas de Caja Madrid ratifica la validez universal de esta conclusión de Ariely. De los 86 directivos y consejeros que las recibieron, únicamente tres se negaron a usarlas. ¿Habría sido usted uno de ellos? Yo no me haría demasiadas ilusiones.
Pensarán: qué depresión, pero no. Si los malos fueran siempre malos, no habría redención posible. Deberíamos esperar a la segunda venida de Cristo o a la primera de Pablo Iglesias para que reinara la justicia. Sin embargo, si los criminales son racionales, como sostiene Skaperdas, podemos disponer los incentivos de modo que no compense delinquir.
Eso es lo que plantea el nobel Gary Becker. En su opinión, “algunos individuos se convierten en criminales porque les resulta más rentable el delito que el trabajo legal, una vez consideradas la posibilidad de ser apresado y la severidad del castigo”. Cuanto mayor sea la recompensa y menor el riesgo de detención, más delitos se perpetrarán. Incluso cuando la recompensa sea modesta, los delitos aumentarán si la impunidad está garantizada, como hemos visto en el experimento de Ariely.
Eso es lo que ha sucedido en España. Hay quien aún pretende quitar importancia a los recientes escándalos argumentando que las cantidades distraídas son menores, pero eso es lo más alarmante, porque revela el clima de absoluta impunidad que reinaba entre algunos gobernantes. Parecían pensar que si robaban nadie se iba a enterar; que si se enteraba alguien, no iba a pasar nada, y que si pasaba algo, no sería grave.
Malversar salía prácticamente gratis. El coste en votos era irrelevante. Hemos visto cómo candidatos imputados ganaban elecciones e incluso ampliaban mayoría.
Tampoco la prensa ha exigido cuentas con la debida imparcialidad. “En España puntuamos muy alto en lo que se llama pluralidad externa”, escribe Víctor Lapuente. “Tenemos muchos medios de comunicación que […] reflejan las opiniones de diversos puntos del espectro ideológico: La Razón, el ABC, El Mundo, La Vanguardia, El País, el Periódico…” Pero, al mismo tiempo, existe poca pluralidad interna, que sería “la habilidad de transmitir visiones diferentes”. Las cabeceras citadas tienen un marcado posicionamiento ideológico y son feroces con los corruptos de las formaciones rivales, pero no dudan en exculpar a los afines.
Finalmente, nunca hemos entendido qué es eso de la responsabilidad política. En Suecia, la mera noticia de que un político ha realizado compras privadas con una tarjeta oficial supone su cese fulminante. Aquí, por el contrario, en seguida convoca una rueda de prensa para acogerse a la presunción de inocencia.
Me dirán: “Es lo propio de un Estado de derecho, ¿no?” Seguro, pero no se trata de justicia; se trata de incentivos. Si al que se paga una chocolatina con la Visa del Ministerio lo ponemos en la calle (Suecia), verás cómo los demás espabilan y no le pasan al Senado los vuelos para visitar a su novia. Y si al titular de Defensa nos lo cargamos porque invita a un amigo empresario a sus viajes oficiales (Reino Unido), verás cómo los presidentes autonómicos se mantienen a una prudente distancia de los conseguidores que regalan trajes.
Hay que levantar un cordón sanitario alrededor de nuestros políticos. Cuanto más alto pongamos el listón, menos oportunidades tendrán de saltárselo. Si lo vamos bajando y transigimos con la chocolatina y el traje, no tardará en aparecer un financista para animarlos a cogernos.