Cubismo, fauvismo, impresionismo… Está claro que el nombre te lo tiene que poner el enemigo.
Cuenta Will Gompertz que, cuando Georges Braque presentó sus paisajes de L’Estaque en el Salón de Otoño de 1908, el comité de selección “primero los rechazó y luego se burló”. Henri Matisse comentó con irritación que había pintado “un cuadro hecho con cubitos”. Es una reacción llamativa, porque apenas cinco años antes la Mujer con sombrero de Matisse había suscitado un desdén similar: el influyente crítico Louis Vauxcelles había declarado que parecía obra de una “bestia salvaje” (fauve, en francés). Vauxcelles pretendía asestar un golpe fatal a la carrera del artista, pero consagró una corriente, igual que había pasado con el cáustico artículo “Exhibición de los impresionistas” que Louis Leroy dedicó en 1874 a Monet, Renoir y compañía.
Cubismo, fauvismo, impresionismo, Big Bang, el Botxo… Está claro que el nombre te lo tiene que poner el enemigo, porque eso lo dota de una intensidad emocional sin la que ninguna marca puede sobrevivir. Susana Griso escribe en Papel que José María García le dijo una vez: “Para dedicarte a esto tienes que hacer lo que sea menos una cosa: pasar inadvertido”. Una marca debe tener relieve, sobresalir. Esa rugosidad la hace perceptible cuando pasas la yema de los dedos sobre la realidad pulida en la que vivimos. Hay que ayudar a la gente a tropezar.
“Hoy por hoy existen solo dos caminos para hacerse escuchar”, explica Risto Mejide en Annoyomics. El arte de molestar para ganar dinero. El primero es el de las corporaciones multimillonarias, que pueden permitirse el lujo de darse a conocer sin ofender a nadie. El segundo es “el del otro 85%”: las empresas y personas que “no disponen del tiempo ni del presupuesto para pretender complacer a todo el mundo”. Es el camino del tabaco Death (muerte) o de Vin de Merde, un vino literalmente de mierda “que en pocos días agotó casi toda su producción”.
El propio Mejide ha transitado esta segunda vía con notable aprovechamiento. En el libro recuerda que en su estreno como juez de Operación Triunfo (OT) estuvo muy desafortunado, “en los límites de lo lamentable”. De hecho, pensó que no volverían a contar con él, pero lo llamaron (“Estoy convencido de que les falló el suplente”) y decidió aprovechar la ocasión.
Cogió papel y lápiz y dibujó un esquema con forma de cruz. El brazo horizontal era una escala que evaluaba a los miembros del jurado en función del trato que dispensaban al concursante: a la derecha quedaban los simpáticos y a la izquierda los antipáticos. El brazo vertical de la cruz medía el conocimiento: en la mitad superior puso a quienes tenían experiencia como cantantes o músicos y, en la inferior, a quienes procedían de otros campos.
Como era de esperar, el cuadrante más concurrido resultó el superior derecho, donde estaban los jueces simpáticos y expertos. Había también algunos en el inferior derecho (legos y simpáticos) y en el superior izquierdo (antipáticos y expertos). Pero lo que no había era nadie lego y antipático. El cuadrante inferior izquierdo estaba desierto. Mejide se atrincheró en él y empezó a disparar. “Jose, si por mí fuese, estarías fuera”, le soltó aquella noche a un pobre triunfito. Al día siguiente, La Razón hablaba de “un tal Mejide”. Pensó: “Lo he logrado”, y ya no paró. “Provocas en el público el mismo efecto que un anuncio: mientras cantabas, la gente se ido a mear o ha cambiado de canal”. “Eres como un consolador: perfecta en la ejecución, pero tremendamente fría en el sentimiento”. “De OT han salido muchos horteras y yo estaba preocupado porque este año no había despuntado ninguno, pero con tu actuación me has dejado muy tranquilo”.
Mejide es hoy una celebridad. Publica libros, anuncia tarifas planas, se ha casado con una modelo y tiene un programa de televisión, pero yo no me abalanzaría sin más a montar pollos. No siempre sale bien. John Galliano, el diseñador jefe de Christian Dior, alcanzó gran notoriedad cuando lo arrestaron por proferir insultos racistas durante una cena “y, obviamente, fue despedido”, cuenta Mejide. Él mismo tuvo problemas cuando decidió que la mejor manera de aumentar los apadrinamientos de Global Humanitaria era emitir un casting en el que pedía a los niños aspirantes “que llorasen, que mintiesen, que pusieran cara de pena”. Luego, él preguntaba mirando a cámara: “¿Qué show hay que montar para que tú apadrines a un niño?”
La publicidad debió retirarse a las 48 horas porque, cada vez que se emitía, “llamaban padrinos para darse de baja”.
¿Dónde está la sutil línea que separa el escándalo que te lanza al estrellato del que te hunde en la miseria? No está claro. El último capítulo de Annoyomics es una brevísima conclusión. Consta de una única y contundente frase: “Molestar vende”. Pero sobre la e final de vende, un numerito remite a una nota que matiza: “Molestar bien”.